CHARLES
DE FOUCAULD, LA FURIA DEL SIMÚN.
*SERÁ
SU VOZ UN CÁNTICO NUEVO.
Exaltación triunfal
de un perdedor.
Hizo bandera de la máxima evangélica non turbetur cor vestrum neque formidet(no
se turbe ni tenga miedo vuestro corazón) y huyó al desierto. La importancia
y reversibilidad de los merecimientos del vizconde Foucauld, ese gran perdedor
con Cristo, en el cual ha tenido su triunfo y exaltación (el Bien no es un
capítulo cerrado que pueda acabarse en sí mismo y siempre permanece abierto a
opciones de vida; la semilla germina en silencio) adquieren gran medida y
un relieve gigantesco. Su marcha a un
rincón perdido del Atlas fue un gesto cargado de futuro.
Puesta en perspectiva y al trasluz del devenir
reciente, la figura de este ex trapense, ex soldado, ex escritor y ex
aventurero, se agiganta. Los dedos de la Gracia saben tejer una maravillosa
pleita de tela profética sobre el
cañamazo de todo aquello que el mundo rechaza. Su voz mesiánica resuena en
estos tiempos contundentemente. Foucauld no es un santo de hornacina y
casalicio, al que pongan velas las beatas, sino un santo de este tiempo, del
milenio. Se trata de una bienaventuranza de gran talla, faro egregio para
cuantos navegan por la mar arbolada de estos albores del milenio, cuando hay
algunos que se empecinan en propalar la especie de que se ha acabado el tiempo
de la Cruz. De un plumazo quieren tachar toda la grandeza del Nuevo Testamento.
Sin embargo, se está acercando la hora de los pobres.
La religiosidad de este hidalgo francés se fragua en la renuncia del
yo y sobre el afán de unir bajo el signo de Jesús, que es el amor, la
tolerancia y el respeto mutuo, a los creyentes de las tres variantes de la fe
monoteísta. Una de las oraciones preferidas por este morabito cristiano y que
pronunciaba sin cesar en medio de la soledad de una ermita perdida en las
estribaciones del Rif [“Invito a los habitantes de este planeta,
cualesquiera que fueren, cristianos, judíos, protestantes, agnósticos o
idólatras, a que me consideren su hermano universal”] adquiere espectacular
magnitud al día de hoy, cuando los descendientes de aquellos hombres del
Magreb, con los que convivió y tanto amó el solitario de la hamada de Bení
Abbès, llegan a Europa en oleadas en busca de mejoras de futuro en la calidad
de vida de sus hijos, siendo a veces objeto de la incomprensión y la
discriminación, sin tener en cuenta de que ellos forman una raza de grandes
valores sobre todo espirituales y humanos y acaso sepan salvar a Europa, que es
víctima de su propio éxito, del marasmo materialista que da opción al egoísmo y
la falta de caridad y de amor, Foucauld había fundado en un vivaque sahariano
una institución que puso por nombre la Jauna (Casa del amor).
A ellos parecen dirigidas, sobre
todo, estas palabras imbuidas de clarividencia profética. Las sellaría con su
sangre. Caería víctima casual de la
cimitarra fundamentalista. Pero su martirio, cargado de simbolismo anunciador
de algo nuevo, y de una Iglesia que retorna a los principios que informaron su
ser, representa un primer paso para un tímido acercamiento que enlace entre el
Corán y el Evangelio.
Charles de Foucauld, el segundo vizconde del mismo nombre (1854-1916)
nació en Estrasburgo en el seno de una
de las familias nobiliarias con más alcurnia de Francia. Los Foucauld fueron
ayudas de cámaras, ministros o generales en la Corte de San Luis. Se entronca
con los Doce Pares, aquellos que fueron testigos del juramento del Delfín cabe
la Encina de Vincennes. Quedó huérfano de padre y madre a los siete años. Él y
su hermana Louise fueron recogidos y educados por el abuelo materno, un coronel
retirado. Siguiendo con la tradición familiar, a los dieciocho años optó por la
carrera de las armas, entró como cadete en la famosa academia general militar
que el ejército galo tiene en Saint Cyr. Eligió la rama de Caballería y al cabo
de un lustro saldría de teniente, con
mando y plaza en el Cuarto Regimiento de Húsares. Bordadas las flamantes dos
estrellas en su bocamanga, hizo vida de salones. Novias, saraos, bailes,
romances y fiestas. Conoció el gran mundo de aquel París “fin de siglo”de la exposición
Universal, el París de Zola. Una época que se caracteriza por la euforia de los
nuevos inventos que serían el germen de un desarrollo tecnológico sin
precedentes, marchando a la par con el desarraigo social, la miseria precursora
a la lucha de clases, junto con las guerras coloniales y la falta de estabilidad política del Bajo Imperio.
Era el canto del cisne de Europa. Al otro lado del Atlántico nacía un nuevo
poder. Sin embargo, los tiempos de decadencia suelen ser fructíferos en lo que
se refiere al campo de las ideas y brindan terrenos fecundos para el desarrollo
del genio humano.
Era Charles de Foucauld un
hombre de su tiempo: un romántico. Su vida legendaria parece arrancada de las
páginas de la novela “Beau Geste“, y
asemeja por su contexto a la de la película “ Las cuatro plumas “. Fue un
Lawrence de Arabia a lo divino y en versión francesa. En los primeros tiempos
de guarnición, el oficial de los húsares, heredero de Cruzados y por cuyas
venas corría una de las más linajudas estirpes, no se revela como un hombre de
guerra, sino como un oficial decorativo. Podría haber pasado como el
protagonista de una novela de Maupassant: galante, perdis, algo borracho y muy
sibarita. Las fiestas con los amigos acaban en opíparas cenas pantagruélicas.
Se aburría. Engordó... La afición a la
perdiz escabechada, al vino de Burdeos y a las setas le depararon algunos
problemas con la báscula. Este Foucauld de la primera época fondón “ bon vivant “ y abúlico- el fastidio es el
castigo del buen burgués- nada tiene con ver con aquel otro morabito atezado
por los soles del Sahara, desmarrido por una pitanza a base tan sólo de dátiles
y leche de camella, con aquel penitente enteco de ojos encendidos por el amor
de Dios y la alegre melancolía de quién presiente ya el martirio, la opción de
muerte que él mismo había elegido.
Por otra parte su comercio
con “ cocotes” parisienses y el trato
con las mujeres de vida ligera parece ser que le depararon algún disgusto ¿
Padeció gonorrea o alguna venérea de carácter más grave?
Nada se sabe de cierto. Mais, il s´ ennuit...
Se aburría a morir en la caserna.
El advenimiento de la segunda república en Francia implica algunos
cambios en el callejero, no menos que la sustitución de todos los distintivos
dinásticos. El cuarto de Húsares empezó a llamarse el Cuarto de Cazadores.
Fueron movilizados y enviados a una avanzadilla de la frontera en Argelia. Participa en algunas escaramuzas contra las
cabilas. Recibe su bautismo de fuego. Aquel cambio de régimen de vida su
organismo poco avezado a los agobios de la vida en campaña pronto lo deja
sentir. Su salud se resiente. La primera impresión que deja el desierto africano
en su retina no puede ser menos favorable. Estaba por llegar su hora. Se
acentúa su crisis religiosa. Dios estaba llamando a su puerta con sutiles
dedos. Años más tarde, el simún, ese ventalle que alza sus pliegues de arena
sobre las dunas a la que proyecta con rapidez sobre la llanura inhóspita, como
si fuesen espectros, lo cambiaría por completo. Allí experimentaría la fuerza
del siroco, el mismo torrente de energía que derribó a Pablo camino de Damasco.
África lo cambiaría del todo. Sería para él su gran metanoia.
Quedaría hechizado por el misterio de sus noches mágicas. Ese silencio duro
del desierto, el verdor de los oasis y la belleza de ese mundo moaré de los
nómadas que discurren por el mar de arena a la búsqueda de pozos para sus
camellos y pastos, al murmullo de las oraciones ensimismadas, y el grito
constante de “ Allah alkabar” (Alá es el mayor), según lo recitan las cunas del
Corán. Le caló muy hondo esa fascinación africana, cuna de las religiones
mistéricas y cuna también del cristianismo. En los primeros seis siglos, sólo
en el norte del Continente Antiguo había tres patriarcados, ochenta sedes
metropolitanas, amén de cuatrocientos
obispos desparramados desde Alejandría hasta Tagaste. Hipona, en lo que es hoy
Túnez fue la sede de Agustín. Las arenas de la región sub sahariana están
regadas con la sangre de innumerables mártires, e incluso el rostro de Cristo,
según lo retrata la iconografía bizantina, de cabellos negros y moreno
semblante, pudiera pasar por el de un árabe. Los patriarcados de Antioquía, de
Alejandría y de Constantinopla son los más antiguos del orbe cristiano. En los
desiertos de Anatolia nacieron la liturgia, el monacato y una forma de vida
peculiar. De Oriente nos vinieron la luz y la cruz.
Hoy ya no queda apenas rastros de aquellas florecientes iglesias. En
todo el inmenso Marruecos, un territorio dos veces España, no quedaba en
tiempos de Foucauld ni un altar, ni una simple ermita en cuyas espadañas
campease el símbolo de la cruz. Estos son los predios inescrutables de la Media
Luna. ¿ Por qué? Algunos Padres argumentaron que Mahoma era el anticristo.
Otros adveran la tesis- mucho más verosímil - de que la pérdida de aquellas
iglesias de más abolengo en la historia de la fe (traigamos a colación el
nombre de los patriarcados de Antioquía y de Alejandría y a los coptos y
maronitas) tuvo algo de castigo por el clima de disidencias entre arrianos,
monotelitas, monofisitas, reinante durante los primeros siglos, a los creyentes. Habían malversado los depósitos de la fe con
querellas intestinas, guerras de religión, herejías y desacatos. En particular, no se había cumplido el testamento de la
Ultima Cena: “ que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Sin embargo, cabe la sospecha de
que el Islam, que en el fondo es un sistema de valores legatarios del
Evangelio, nacido al calor de los Apócrifos, sobre las arenas regadas por la
sangre de los primeros mártires en la antigua Numidia, Mauritania, Libia,
Cilicia, Antioquía, Persia, conserve filiaciones e influencias del monofisismo
caldeo y del arrianismo egipcio, que pensaba que Cristo era meramente un hombre
enviado por la deidad en su lucha contra el Demiurgo. ¿Podrá Mahoma volver al
redil de la fe? El camino de retorno es difícil, pero para Dios o Alá, que
ellos dicen, nada hay imposible. Hace falta mucha tolerancia, mucha fe y mucho
amor. Los seguidores del Profeta creen en el Salvador a su manera, por lo que
la reconciliación podría saldarse. No puede decirse lo mismo del judaísmo
sionista, que niega a Cristo, y se opone a Él con toda su protervia,
recalcitrante en el error.
En cualquier caso, aquí subyace
uno de los grandes enigmas de la Historia de la Iglesia: la fuerza con que
irrumpió el Islam en su propio seno. No faltan profecías que señalan que la
reconciliación con la Media Luna será uno de los signos de la llegada de la
Parusía. A juzgar por las apariencias de la actualidad (conflictos entre
palestinos y hebreos en Jerusalén y el estado de “ Jehad” o “djijad” y en
castellano antiguo “chijad”, guerra permanente) no parece muy próxima esa
convergencia entre las tres religiones mistéricas. Pero es la idea por la cual
vivió y murió este noble francés transformado en morabito. Sintió esa llamada
del desierto porque en la soledad del yermo aguarda la fórmula ideal de los que quieren ser perfectos.
Detrás de ella están los eremitas que siguieron las huellas de Juan el
Bautista y se vistieron de marlota y de piel de camello en el más estricto
sentido esenio. Ayunaron e hicieron penitencia conforme al dictamen de la mandaá de los primitivos cristianos de
San Juan. Toda la mística del Temple abunda sobre el concepto de“
mandaá”(transformación). Cristo, por su aspecto, era un judío esenio, un hombre
del desierto. Y su madre, María de Nazaret, debía de tener la apariencia de una
tapada como una de esas buenas mujeres árabes, el chador o flameo de las
desposadas, a la cabeza, y tiros largos, que encontramos cada vez con más
frecuencia por las calles de nuestras ciudades, porque la avalancha viene y se
acerca, para recordarnos que vivimos en un mundo unipolar, que acaba de cambiar
de amo. Ellas se resisten a aceptar las modas occidentales y van muy derechas y
orgullosas de su fe y de sus costumbres islámicas. Su presencia viene a
recordar a muchas de nuestras cristianas sólo de nombre que existe una virtud
que se llama el recato y el pudor, que la desnudez no dignifica a la hembra,
antes bien la rebaja a su condición animalista - visión pagana- y la convierte
en mujer objeto y juguete de deseos.
Pero este contraste o protesta por la indumentaria no es nuevo; ocurrió
ya en tiempos de los romanos.
María no debió de andar por el mundo como una deslumbrante Madona de
Rafael o una moza guapa de la Sevilla de Murillo, mal que nos pese, sino como
una de estas humildes doncellas de cabeza inclinada de los frescos griegos. Ella es la Theotokos
Panmakaristos (madre de Dios y de los hombres) y también la “ Panagia
Paramythia” (madre del Aviso). Esta es la imagen de la Virgen que he
contemplado yo sobre el cielo encendido de Prado Nuevo el 13 de mayo de 1995.
Nada que se parezca a la bonitura inalcanzable con que nos la presentan los
pinceles y gubias de imagineros y pintores de la escuela sevillana, sino un ser
de carne y hueso, que, en siéndolo, resulta estampa muy humana y a la vez
divina. Su silueta salio dibujada en la corteza del fresno de las Apariciones
en instantáneas tomadas con mi cámara de fotos en las primeras fechas de
registrados los fenómenos a comienzos de los años ochenta. Eran aquellos días
presagos las avanzadas de un cambio que ya se está operando mientras alborece
un milenio. La Virgen, tocada del flameo de la castidad, paradójicamente
elevaba un grito de protesta contra nuestro necio descoco. Su misión en las
tareas de gobierno de la Iglesia ha sido esa presencia opaca de Esclava del
Señor, porque, al proferir su “fiat”,
asumió con su Hijo un papel mesiánico y soteriológico. Esta voluntad del “ hágase en mí según tu
palabra” se cumple todos los días en la vida de esa Iglesia del Silencio
mariano. No sé si habrá hablado más de un par de veces en los Evangelios. Una,
para ensalzar al Dios de Israel en el
canto del Magníficat; otra para increpar al Niño que se había quedado rezagado
en el Templo disputando con los Sabios de la Ley, y una tercera, para murmurar
en las Bodas de Caná una amorosa y humana advertencia de mujer que se da cuenta
de todo”: No tienen vino”. Por lo demás, no hizo otra cosa a lo largo de su
vida que “ callar y guardar aquellas cosas en su corazón”. (Et mater ejus conservabat omnia verba haec
in corde suo. Luc, II, 51,52). Esta Virgen pudorosa vela, desde su recato
de madre del género humano, por todos y cada uno de nosotros.
Según una antigua leyenda en un viejo monasterio de Vatopedi del monte
Athos, los frailes llevaban una vida disipada. Dios permitió castigarles
enviándoles una banda de piratas. Cuando éstos estaban a punto de irrumpir en
el convento para saquearlo, y dar muerte segura por decapitación - era la regla
entre los berberiscos -, la Panagia Paramythia se aparece al idumeo o superior
avisandoles que se pusieran en fuga. Los monjes escaparon y los proyectos
vengativos de Dios quedaron sin efecto. Pasada la horda, los cenobitas
regresaron a sus celdas y vivieron en la observancia.
Una imagen de esta Madre del
Aviso y Virgen del Consuelo, con todo ese hieratismo bizantino, cargado de
simbolismo y descarnado de toda sensualidad, era el único retrato que presidía
la austeridad de aquel zaquizamí perdido en el Sahara al que el aventurero
francés fue a parar. No es ya meramente la Madre del aviso sino la Escala de la
Contemplación. “ Más de dieciséis horas
llevo aquí plantado - escribía el 22 de
marzo de 1897 Charles de Foucauld- y no he hecho otra cosa que mirarte. ¿ Qué
me quieres decir, Dios mío? Yo soy poco lo que tengo que deciros porque mi vida
se ha convertido en una completa contemplación del Amado “. He aquí una de
la primera muertas de “kenosis” o
anonadamiento, sensación quietud, “poustina”,
exinanición, muerte del yo, nada
divina, alumbramiento, “ Gelassenheit”,
santa indiferencia, karma, etc.; todas esas acepciones ha recibido ese estadio
en el cual el alma del hombre vierte como un río sobre la mar y se encuentra
cara a cara con Dios. Estos términos saltarán con frecuencia a lo largo del
libro, que tienes entre tus manos, amable lector, y en el que nos proponemos acometer un estudio
de la iniciación a la santidad a través de algunas figuras señeras de la
Mística.
Esas moritas que pasan a nuestro lado ¿ no serán un poco las
embajadoras del concepto de salvación que transmite a las católicas de la Vieja
Europa, caduca y entelerida, que expira asfixiada por su propio éxito, pero
ególatra y envejecida, la Madre del Aviso? El Islam es una fuerza. También una
bomba demográfica. La Panagia Paremythia, de la misma forma que intercedió ante
su Hijo para evitar el castigo a los relajados monjes del monte Athos puede
desviar la mano del azote que se acerca a los muros de la ciudad alegre y
confiada, haciendola recapacitar. Dios nos libre también de las luchas del
pasado. De cualquier guerra santa y de las que los europeos, tanto católicos
como protestantes u ortodoxos, somos culpables. Porque aquello fue una forma o
un aviso que envió La Sabiduría Inmutable para confundir nuestra soberbia
acrisolada en los vicios.
Ellos aportarán el vigor de la juventud, otros valores éticos. Traen
en sus rostros quemados por el sol africano esa fuerza irresistible del simún.
Foucauld lo percibió muy en sus adentros - esa descarga del mundo que se acerca
y se transforma - cuando sintió la llamada de África y concretamente le atraía
Marruecos, a cuya lengua tradujo los Evangelios y compiló un diccionario árabe
dialectal- francés, que es hoy una herramienta de trabajo de la Filología
Semítica. Pero no fue nunca un renegado ni un muladí este gran amigo de los árabes.
En Tindouf se decía: “ Es una pena que un
musulmán tan bueno como es ese fraile no vaya al Paraíso, por no profesar la fe
del Profeta”.
Su vocación fue como un ventalle de gracia divina, una tromba de
siroco que transformó de arriba abajo la existencia de aquel elegante y
epicúreo teniente de Húsares. El proceso fue lento. En Setif protagonizó un
motín con unos cuantos de sus legionarios. Protestaban por el rancho y las
degradantes condiciones infrahumanas con que se vivía en aquel fortín enclavado
en las mismas entrañas del Sahara. Sobre sus espaldas sintió el peso del saco
terrero. Se le formó consejo de guerra y a punto estuvo de ser fusilado. En ultimo término, le fue conmutada la pena capital por la de la degradación.
Con toda la tropa formada ante
el adarve, un sargento procedió solemnemente a arrancarle las estrellas de la
bocamanga. ¡Demasiado para un brillante militar de carrera formado en las aulas
de Saint Cyr: un “chusquero“ lo expulsaba del Ejército!
Regresó a Francia desanimado, pero todavía más rebelde. Otra vez, la
buena vida. Una tarde, estando acodado
sobre el velador de un café de Evián y hojeando un diario sin mucho interés le
asaltan unos titulares”: Insurrección en Orán. El Cuarto regimiento de
cazadores entra en combate”. Inmediatamente, solicita su reincorporación a su
unidad, abandona a su amante de turno, una condesa por nombre Mimí, y vuelve a
militar baja las banderas de la Caballería Francesa. Su escuadrón operaba en
Tindouf. La rebelión es sofocada. Pero esta vez África atrapa al joven para
siempre. En su espíritu se opera la decantada metamorfosis. El desierto con sus
calinas ardientes, el silencio impresionante, con sus beduinos de ojos de
fuego, hechiza a Foucauld. El mundo árabe es como un conjuro, un sortilegio. Pero
de nuevo siente escrúpulos ante la posibilidad de estar siendo víctima de un
espejismo. La zona de operaciones de su unidad tenía por centro el “ bled”, un
blocao de avanzadilla, arenas adentro de Tolbruk, allí donde la bazofia, el
calor intenso de los días y el frío de las madrugadas o la falta de agua
potable sean todavía menos soportables que el aburrimiento.
Quienes hayan servido en alguna trinchera del desierto saben que el
enemigo a batir por el soldado desplazado a estos destacamentos no son las cabilas,
ni el sol abrasador que se cuela por el cogote y calienta como una estufa las
barbilleras de lona de la galea. Ni siquiera los torbellinos de arena o las
moscas insoportables o los insectos. Es el tedio. Muchos no lo soportan. Se
vuelven locos o se suicidan. Lo llaman los franceses “ mal du bled”. Es como
una resaca de tamo que se te va metiendo por los poros y sube alma adentro. La
tierra llama a los hombres a su seno. Se siente entonces la fascinación del
espejismo. Entran ganas de huir. El
suboficial Foucauld - había sido degradado en el escalafón - desde su garita de
centinela en una de las barbacanas del fortín debió sentir la llamada del
desierto y le entraron ganas de huir. Otra vez pide la absoluta, ahora ya para
siempre, en el Arma de Húsares. Quiere conocer Marruecos. Como estaba vedada la
entrada a los cristianos en aquel territorio, se hace pasar por hebreo. Desde
la expulsión de los heroicos misioneros franciscanos y de los frailes de la
Merced aquel inmenso territorio allende el Atlas quedó huérfano de la Cruz. Era
verdadera tierra de moros. Uniéndose a una caravana de judíos que, mandada por
el rabino Joseph Alemán, un sefardí, y, empeñado en entrar en la mítica
Berbería in pártibus infidélium, se dirige a visitar la alfama de Chauen y otras
aljamas del interior.
A tal efecto, aprende algo de hebreo y se deja crecer aladares, según
la costumbre de los antiguos israelitas españoles. Aquel viaje le fascina y
deja en su espíritu una huella indeleble. Como resulta de esta gira nace un
libro en el cual narra sus experiencias por las inmediaciones del reino
alauita, prohibido a los no mahometanos. Es el momento de su conversión. Decide
hacerse trapense y entra en el convento de Santa María de las Nieves. Sus
superiores acceden a enviarlo a una trapa recién abierta en Siria. La severa
disciplina cartujana le parece poco rigurosa para la vida de penitencia y de
sacrificio que él tiene en mente.
Recorre mendigando toda la región de Palestina y se instala en Nazaret
donde lo acogen como hortelano las clarisas. En la huerta construye una cabaña
y allí reza y estudia una vez terminada las tareas agrícolas. Se dirige a
Jerusalén donde en otro convento de la orden franciscana realiza los humildes
menesteres de portero y otros servicios ancilares. Se ordena por fin sacerdote y se une a una expedición
que se dirige al desierto, al país de los Tuareg. Quiere fundar una orden
contemplativa dedicada exclusivamente a rogar por la conversión - y, si no por
la catequización, problema harto difícil tratándose de mahometanos, al menos la
reconciliación - del mundo islámico. A lo largo de su más que corrido cuarto de
siglo que pasa en los oasis, el hermano Alberic (ese fue el nombre que adoptó
al ordenarse) no consiguió bautizar más que a un solo neófito. Sin embargo, él
pensaba que Dios opera bajo otros parámetros. Sus caminos no son nuestros
caminos. El Señor echa otras cuentas.
Humanamente parece imposible entender cómo pudo aquel aventurero de
Jesús de Nazaret, el corazón mordido de desierto, embarcarse en tamaña empresa.
Solo. Sin apenas medios materiales, sin más respaldo que el de algunos de sus
antiguos compañeros de armas, adscritos a las patrullas de la policía nómada
que velaban por la seguridad del protectorado y que cada quince días llegaban
al austero “bordj”, especie de capilla mahometana, con víveres y el correo para
el anacoreta de Tamanrasset. No hizo prosélitos. La hermandad que se propuso
fundar o Jauna que tendría por lema la palabra árabe “ amon” (paz y perdón),
aunque Foucauld consiguiera ultimar sus estatutos, tardó bastante tiempo en ser
aprobada por Roma. La Santa Sede, consciente de los dificultoso de la empresa
que se proponía acometer el hermano Alberic, se tomó lo tomó con calma. En
círculos eclesiales lo daban por loco. Entre los militares, por una
aventurero. En todo caso, el antiguo conde no era sino un marginal, un
inadaptado, pero hasta en eso, y en su pasión por el trabajo manual, quiso
parecerse a Jesús Obrero.
Preveía que el cristianismo sólo puede triunfar abrazado a la cruz del
silencio, de los que padecen y laboran. Es una religión de perdedores que
predican en la tierra con el ejemplo y que son exaltados a la apoteosis final
en el Cielo. La vida cenobítica, que tiende a la perfección evangélica,
mediante la renuncia al mundo y el desprecio de las sabidurías terrestres a
favor de las eternas, constituye algo privativo a la Iglesia Católica. Desde
los primeros tiempos atrajo el yermo. Hay tres clases de contemplación, según
la disciplina de cada uno de los monasterios. El anacoretismo o congregaciones
idio rítmicas es la más vieja, pues era ya practicada en la Tebaida egipcia y
antioquena. Los adheridos no llevan un sistema de comunidad. Viven apartados en
cuevas o grutas, siguiendo las huellas de María Magdalena, de San Antonio o de
San Jerónimo, pero celebran en común algunos oficios de la Sagrada Liturgia.
Luego está el sistema cenobítico basado en la salmodia y vida en común. Esta manera de santificación
se generalizó en Occidente, con san Benito y los monasterios gaélicos. Por
último, está la fórmula hesicasta o eremítica. Vida de unión silenciosa con el
Criador. El hesicasmo consiste en la recitación constante y reparadora del
nombre de Jesús, con la ayuda de los ritmos del aliento respiratorio y los
latidos del corazón. Consiste en un constante estar tranquilo en sintonía con
la Creación. Es la fórmula que impone la “pystina” o tradición quietista rusa,
apoyandose en parte en los santones de la Mandra hindú. Es la que eligió el
venerable charles de Foucauld. Se dice que la hesicasta - del gr.hεσikασθωσ,
estar tranquilo, guardar silencio- es
la más perfecta.
El tres de diciembre de 1916, bandidos fundamentalistas avisados por
el hombre que hacía las funciones de sacristán en la jaima de Beni Abbés y que
sería el traidor, que les abrió la puerta de la misión, asaltaron el recinto
donde vivía recluido el morabito francés. Murió de un culatazo que le propinó
uno de sus asesinos al pié del sagrario. Acababa de hacer la reserva del
Santísimo. Lo había profetizado y lo
había querido: morir mártir en la tierra que amaba. Trazó con los dedos
temblorosos una cruz con la sangre derramada. Su última mirada fue para las
cumbres del Atlas. Y murió como mueren los santos: perdonando a los que le
mataban, fiel a su compromiso con el Evangelio.
La hora undécima
Hemos elegido la figura del Fundador de los Hermanitos de Jesús como
umbral de estos ensayos sobre la actuación del Espíritu Santo en el Tercer
Milenio por parecernos un santo típico de la modernidad, apóstol misionero del
Tercer Mundo. En su figura se dan cita los dos aspectos: el contemplativo y el
de operario de la Hora Undécima. Era consciente, por prognosis profética, de
las dificultades de su misión ante el Islam y que no habría, ni en vida ni en
muerte, resultados aparentes, pero él fue el primero en esparcir la semilla; en
roturar aquel barbecho.
Cuando el numen del Paráclito suscita una fundación en el seno de la
Iglesia, es que ésta responde a un situación de necesidad real. La catolicidad
tenía una cuestión pendiente, después de tantos descalabros históricos, así con
el Judaísmo como con el Islam, pero, sobre todo, con los hermanos separados de
Bizancio, depositarios de valores sagrados de la Tradición. Dichas
cristiandades del Este puede decirse que sufrieron más que nosotros y supieron
a adaptarse a una convivencia positiva - sin que por ello faltasen amargas
excepciones, claro es- con hebreos y musulmanes. La peculiaridad de Carlos de Foucauld, obedeciendo a la
llamada divina para dejarlo todo e irse a convivir al Sahara con los nómadas
Tuareg, es que trató de convertirse en bisagra de fraternidad con todos
aquellos prosélitos del patriarca Abrahán por la fe en un Dios único.
Este encuentro con el rostro oculto de Cristo le sobrevino, por
iluminación celestial, cuando, recién llegado a Jerusalén, entra a orar en el
Santo Sepulcro, en el momento en que los monjes de la comunidad rusa en Tierra
Santa celebraban una misa cantada. Entre vaharadas de incienso, escucha el
Canto del Querubín y las letanías trinitarias. Las invocaciones al Padre, al
Hijo y al Espíritu, con sus tres atributos mayores: deidad omnipotente,
fortaleza, e inspiración, constituyen la base de la comunión eucarística, según
el rito grande de San Basilio. En ese dúo maravilloso entre el diácono y los coros
se alzan al cielo los cantos de piedad y misericordia para una humanidad
cansada y llena de miserias, habituada a convivir con el dolor y con la muerte.
También se apela constantemente a la intercesión de los Ángeles y de Santa
María para ser capaces de soldar esos dos planos: el de Dios y sus criaturas,
los infinito y lo finito, la vida eterna y la muerte, la gracia y el pecado.
A la sazón, el humilde peregrino trapense se siente traspasado por el
rayo de la iluminación. Esta fuerte conmoción quedaría plasmada en su mente
toda la vida, y es seguramente por eso por lo que los miembros del instituto de
los Hermanitos de Jesús tienen la obligación, entre sus prácticas diarias, la
de recitar la invocación del Veni Creator junto con una oración a los
Ángeles directamente tomada del rito de entrada a la misa que entonan los
melquitas que reza así:
“Oh Señor, Dios nuestro, Tú que llenaste los cielos de legiones de
ángeles y arcángeles para el servicio de tu gloria, haz que nuestro ingreso en
tu templo venga precedido por el canto de tus coros, virtudes, dominaciones,
potestades, tronos, serafines de seis alas, y que entonemos el Himno del
Serafín. Por los siglos de los siglos. Amén.”
Aquí está basada la espiritualidad del original siervo de Dios: la
disponibilidad de entrega a partir de la noción de que la gracia presume la
naturaleza. No hay que romper con el hombre, sino aceptarle tal cual es, en sus
valores, en sus tradiciones culturales que conforman una actitud existencial.
Luego el neuma divino será capaz de moldear a su manera el barro en que fuimos
fraguados. Decía Charles De Foucauld que “Dios nos llama a la plenitud del amor
a cada uno según sus capacidades. Puesto que Él nos creó, sabe cómo somos. Ahí
está nuestra perfección. Es una tentación querer ser grande en el Reino
Venidero, debemos inclinarnos a ocupar los sitios de abajo, porque el deseo de
grandeza personal interfiere con la gloria de Dios”. Semejante contemplación
jovial y plenamente optimista de la actitud del hombre frente al Inefable está henchida
de Evangelio. De paso, constituye una afirmación de modernidad.
El grano de
mostaza
Se hace aquí evidente el parangón que existe entre Foucauld y Teresa
de Lisieux. Ella también preconiza el empequeñecimiento y la opción de los
pobres, de los ignorantes, los marginados y pecadores, desde un único punto
detonante: el amor. El antiguo trapense es, en conclusión de lo expuesto, una
santo “pequeñito”, pero que arraigó y se engrandeció. El grano de mostaza,
transformado en árbol mayor, hoy da sombra, cobijo y frescura a todo el vergel
de María. Siguiendo los pasos de la carmelitana normanda, casi paisana suya,
prefiere los diminutivos a la hipérbole.”Si no os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos”... Il etait tout petit.
De propio intento, quiso que el instituto nacido en un oasis donde
paraban las caravanas tuareg cerca de Orán se llamase la “Fraternidad de los
Hermanitos y Hermanitas de Jesús y del Evangelio. Es un rotulo misionero, en
apariencia inocente, pero cargado de intencionalidad soteriológica, buscando el
acercamiento entre los pueblos separados por discrepancias religiosas así como
desigualdades sociales. Nunca rechazaría la tecnología y todas aquellas
consecuciones de la ciencia mecánica y de la inventiva que hacen más llevadera
la existencia del hombre en la tierra. Sus casas, siguiendo el paradigma de la
jaima de Beni Abbés, que toma por modelo la casa de Nazaret, serán a la vez
talleres y oratorios, donde se predica con el ejemplo a partir del compromiso
con los pobres, huyendo de cualquier proselitismo.
Él entró en la historia eclesiástica como una brisilla de viento
solano, que pedía perdón por vestir a la morisca con la chilaba y las babuchas,
pero en el pecho un corazón grabado en tela, símbolo de esa alcancía llameante
que contemplaron en sus éxtasis María de Alacoque y otros místicos medievales.
Era consciente de lo improbo de su ingrata tarea. No suelen pedir las aguas del
bautismo los que han nacido en el seno de la Religión del Profeta, pero
Foucauld no había huido al desierto para convencer de grado o a la fuerza a los
musulmanes de la supremacía de la Biblia sobre el Corán, quería sólo roturar el
yermo para que los que llegasen más tarde pudieran recoger el fruto de su labor
escarificadora. Ese sueño que tuvo al pie del Atlas nunca llegó a colmo cuando
él murió a principios de siglo ni tiene visos de ser realidad ahora, cuando
concluye. Más bien, sucede al contrario: el cristianismo en África, lejos de
arraigar y de afianzarse, se encuentra en trance de recesión. Como ha
demostrado la reciente guerra de Kosovo, también en una Europa descristianizada
la Media Luna avanza y la Cruz retrocede. Pero puede que se trate de una mera
apariencia con la que Dios castiga nuestra presunción, a veces insufrible por
lo populista y triunfalista. La Iglesia no se propone recabar una meta
política, ni es de uno solo, sino de muchos, porque diversas son las moradas en
la casa del Padre y muy variados y diferentes los inquilinos que la habitan.
Sin embargo, el viento de fronda se ha trocado poco a poco en huracán.
El morabito de Tanrasset inició una suerte de Pentecostés. Con su presencia
callada y humilde recordó que sigue soplando sobre nuestras cabezas el aire del
Cenáculo. Este aire tiene la particularidad de que no se le ve ni le siente.
Opera de una forma callada desde los goznes mismos sobre los que gira la rueda
de la Historia. No lo notan los sentidos, porque se esparce sobre ámbitos que
pertenecen a la contemplación infusa.
Las caldeadas arenas de Numidia sirvieron de base al que, siguiendo la
huella de las vetérrimas cristiandades de las riberas del Nilo y de las costas
africanas, quería empaparse de soledad y de desierto mesiánico, a un instituto
religioso que creció presto, abriendo casas en lugares del Tercer Mundo, como Dakar,
Hanoi, Kuala Lampur, el Matto Grosso, la Patagonia, Ciudad del Cabo, Trípoli o
Delhi. El Padre Foucauld recomienda en las constituciones redactadas en 1899
que amasen el desierto físico pero, sobre todo el espiritual, que conduce a
Dios mediante el desprendimiento de los vínculos que atan al alma con la
materiales. Esta es una idea que se repite sin cesar en los faquires
orientales, retomadas por los “staretz” de los monasterios rusos de Vaalam y de
Optina Pystina, a los que aludiremos en la frecuencia de este libro. Hasta en
eso quería parecerse a los santones orientales incorporando a la mística
católica metodologías diferentes para la ascésis.
Pero los Hermanitos de Jesús combinan, al propio tiempo, la acción
pastoral y misionera con la contemplativa. Formaron a los primeros
sacerdotes obreros, una clase eclesial muy discutida en Francia en décadas
pasadas. Pero su fundador no tenía en mente parámetros de lucha de clases,
porque sentía aversión a las conquistas políticas que durante toda la Edad Media
y parte de la Moderna tuvieron apartado al papado de la imagen callada y oculta
de la Carpintería de Nazaret. Jesús nació en el seno de una familia obrera. No
quiso pertenecer a la clase sacerdotal ni hizo reserva de privilegio. Así y
todo, nunca predicó la rebelión ni se enfrascó en las luchas políticas de su
tiempo contra Roma. Eso sí; fustigó la hipocresía del Pontífice y la perfidia
de los fariseos, que fueron en verdad quienes lo condenaron, y no Poncio
Pilatos, un dato real que ahora por desgracia en estos tiempos de grandes
compromisos políticos, consensos y pactos, de populismo triunfal y de culto a
la personalidad, acérrimos intereses creados y sonrisas y bendiciones de medio
lado, ha quedado obviado.
Quizá estemos perdiendo la perspectiva: Cristo nunca quiso ser más que
un perdedor y puso en guardia a sus discípulos contra los aplausos y alabanzas
del mundo. Desconfía de los ambiciosos de poder. Por eso, su verdadero
espíritu, casi siempre oculto, hay que irlo a descubrir incluso hoy a las catacumbas. Se encuentra
entre los escombros de un bombardeo, la sangre de los mártires, y prefiere a
los que sufren y a los desheredados de la fortuna.
La Madre Teresa de Calcuta copia algunas cosas -no todas- de los
rasgos propuestos para la santificación de sus seguidores por el eremita de
Tanrasset. Tal es la versátil facultad para predicar el Evangelio en los
lugares más remotos e impensables de Pakistán, India, Turquía, el Strand
londinense, el Bowry neoyorquino o los bajos fondos de París y de Marsella.
Pero con una diferencia de matiz al resto de las ordenes mendicantes que han
existido en el mundo católico, Foucauld resalta que la justicia debe tener
prelación sobre la caridad. No basta con dar albergue o recoger los desechos
humanos. Hay que reconstruir su dignidad de hombres y darles una perspectiva de
rehabilitación para lo venidero. Se ha acusado a las monjas del sari, hijas de
la famosa religiosa albanesa, de ser el tren escoba del Capitalismo, que, a
cambio de recoger sus desperfectos, sus seres humanos hechos añicos, luego pasa
la bandeja. Los epulones de hoy en día tratan así de acallar su mala conciencia
poniendo un puñado de dólares sobre el cepillo.
El carisma del intrépido legionario francés, convertido a la milicia
de Cristo, se basa no ya meramente en el aforismo agustiniano sobre el amor
como causa primera de la libertad dichosa, sino que trata de ir más allá que el
propio san Agustín y Platón. Foucauld precisa a que para llegar a alcanzar el
rostro de Cristo hay dos caminos. Uno externo, litúrgico y deductivo, mediante
lo que aparece en nuestro entorno, lo que nos acontece, nos preocupa, nos
aburre o nos indigna. Al asomarnos a balcón y contemplar las maravillas de la
naturaleza, y comprobaremos que desde allí Dios nos hace señales. Y otro,
interior e intuitivo. Éste es un Dios personal e intransferible. En lo más
hondo de nuestro ser lo vivimos, lo sentimos. Es sólo amor. Un amor del cual
todos hablan, pero difícil de encontrar en medio de las truculencias capciosas,
el culto al dinero y al poder, autoridades deíficas de esta sociedad en cambio.
Vemos cómo no vence la fuerza de la razón sino la razón. Pero todo eso forma
parte del misterio cristiano. Es la religión de volver la otra mejilla y elevar
los ojos al cielo en espera de que Aquél que no admite mudanza ni accidente se
apiade de los que sufren los atropellos del tirano o los antojos del
enalmagrado y el ruin que cambia con facilidad de bando, en loor a una moral de
circunstancias. Dejemos a los Zoilos y Aristarcos que se entreguen a sus
fantasías despóticas para dar al pueblo la falsa moneda o la menguada medida.
Ya les llegará la hora.
Al fin y a la postre, aserraron a Isaías, acantearon a Jeremías, y
taladraron las sienes del profeta Amós con un hierro candente, clavaron al Hijo
del Hombre en una cruz, dilapidaron a Esteban, decapitaron a Juan, a Lorenzo lo
torraron sobre unas trébedes, asparon al dulce Andrés, y crucificaron patas
arriba a Cefas. Preponderan los descendientes de Agar y Anteo sigue encontrando
no pocos adeptos. Por lo que toca a Nerón sigue siendo como una antorcha.
Siempre fue así, pero Dios, que es lento a la ira y proclive a la misericordia,
es también el Maestro de Justicia. Hay
que acudir al profeta David para adivinar el porvenir de los réprobos. Ninguno
llegará a la tercera edad ”Viri sanguinum
et dolosi non dimidabunt dies suos“ y en otro versículo “Virum
iniustum mala sua capient in interitu”, que se podría verter al
romance como”: el mal se vuelve contra aquellos que lo practican y será una
fuente de congojas para el malvado a la hora de abandonar este mundo”.
La sombra de Anteo, insisto, acaba de pasearse por los cielos de
Yugoslavia. Era un gigante prácticamente invencible en la batalla del aire. Se
ha ejercido el chantaje y la fuerza bruta a todas las bandas. Viejos
monasterios de Metopia han sido profanados, sus monjas violadas por la chusma
enardecida que esgrimía “Kalaschnikoks” y cimitarras. Fueron profanadas aras
sagradas y rasgados al filo de la espada los lienzos de los iconos. La sangre
de los mártires salpica a los Nerones de turno que regentan los altos estrados,
y las Semiramis en edad avanzada han utilizado toda la perfidia y la sed de
vindicta de la que son capaces para posar sobre las horcas a toda una nación
soberana. Incluso impregna los vuelos de la sotana blanca de un senil personaje
obsesionado con giras apoteósicas.
Semejantes periplos triunfales, esas misas multitudinarias, oficiadas
por un anciano de voz bronca y mano que rila, y no se rinde, pues parece que no
se muere nunca, hacen pensar en las sentencia apodíctica de Marcusse de que el
mensaje es el medio, o en lo que advertía Marción hace dos mil años sobre la
Pontifical Jerarquía”: Roma todo lo asume, todo lo cohonesta, y en todo
transige uniendose al poder, para quedarse con todo; ella no es
más que la viva expresión del deseo del halago y reverencia ”. Lutero la
llamaba combleza del Emperador, y Camilo Torres, un guerrillero, colombiano y
sacerdote, la gran odalisca. Pero el fin de Roma no supone el término del mundo
católico. Habrá, después del cataclismo que se cierne sobre nosotros, una
Tercera Roma. No es a esa Iglesia
taraceada de oro y de piedras preciosas, o empapelada de rescriptos a la que
nos vamos a referir aquí, sino al íntimo
Círculo de los Verdaderos Discípulos, que cargan sobre sus espaldas con
la cruz, y se ofrecen día a día de rehenes de la culpa. Es la Iglesia real, de
la triunfante verdad, la de los
confesores y mártires de la fe. La otra no es más que hojarasca. Nada más. Es
nuestro proposito hablar de la Iglesia Escondida, que sufre en el silencio. La
de los santos. La que no brilla porque está integrada por Humillados y
Ofendidos, y cuya lista no tiene fin. A ella pertenece Charles De Foucauld.
En las cancillerías cunden los
lavatorios de manos mientras los enemigos de la Cruz progresan contra una
Europa materialista y descristianizada. No sólo se ha matado y se ha
bombardeado, sino que se ha mentido con todas las ganas.
El sueño del Padre Foucauld sobre un acercamiento de los sarracenos al
Evangelio no sólo se aleja sino que la misma fe de Cristo corre peligro. Sin
embargo, ¿qué importa? Él roturó aquellos campos del desierto en agraz. La
semilla está echada. Un día germinará. Por lo que se refiera a los gigantes
resurrectos y las cohortes bajo las banderas de Satanás cualquier día de estos
puede aparecer el serafín de seis alas y arrojar al sanguinario Anteo de sobre
las nubes. El trono de los liberticidas y genocidas es poco consistente. Llega cualquier viento y lo derroca. No puede
perdurar la maldad. Es conveniente en esta hora de tinieblas no perder el rumbo
ni la perspectiva.
Figuras como las de este monje humilde escondido hacen la Humanidad
seguir mirando a lo alto sin caer en la desesperación y sin desmelenarse.
Liberal, tolerante, demócrata, y de un profundo respeto a los incardinados en
otras culturas, lleno de amor a sus semejantes, aconsejada bajo la lectura de
otro glorioso africano, Agustín de Tagaste, la fórmula de oro para la
santificación: “ama y haz lo que quieras”. Esta divina inconsciencia nos lleva
siempre al portal de la Luz. Foucauld rompe los moldes.
Era muy devoto del Santísimo Sacramento, que tenía expuesto día y
noche en el altar de su pequeña ermita. Un día que acaba de hacer la reserva
lee un pasaje de Marcos”: El Reino de Dios es como un hombre que arroja la
semilla en tierra y ya duerma ya vele ésta crece sin que él lo sepa (Mc.IV,
27,28). Esta sentencia, verdadero crédito teologal a la fe viva, se va a
convertir en piedra de toque de su espiritualidad; constata de un parte la
necesidad de anonadación y de desasimiento o muerte del yo, pero Dios no pide
imposibles. Nos conoce y nos ama, y no escatimará pruebas para los que elige
pero este triunfo sobre las pasiones no representa un desquiciamiento, ni
tampoco una visión de la santidad acaramelada y hecha de estereotipos egoístas.
El santo no es un vidente ni un santero. Foucauld rechaza el fervor paniaguado,
individualista, pasivo que dimana de una interioridad sospechosa. Su amor a
Dios es algo coral, comunitario. El yo que tanto obsesiona a Occidente para los
orientales resulta algo contingente.
A cambio propone una vía de participación con Cristo en su Cenáculo
más activa, aparcionera y coral, donde tenga prelación el ser sobre la
existencia. Hay que sustituir al yo por el nosotros. Al fin y al cabo, el
hombre no es más que una partícula del cosmos ordenado por la sabiduría divina
en el espacio, el número y la proporción. Es el ángulo exacto sobre el que todo
converge desde las estrellas rodantes hasta la más endeble brizna de hierba.
Todo gravita en torno a la deidad suprema.
Por otra parte, aspira al conocimiento divino mediante el misterio de
la Encarnación en la Eucaristía mediante el cual el hombre puede llegar a ser
partícipe de la vida divina. Hay una relación de causa a efecto entre acción
contemplativa y liturgia, como esencia de la catolicidad viadora y peregrina
hacia la cumbre del Monte Santo, esto es: Jerusalén. Los ángeles santos y María
actúan como espoliques de esa andadura. El creyente no puede, sin embargo, deshacerse
el cuerpo y necesita símbolos y hasta signos que hablen de la existencia de una
vida de gracia mas allá de los sentidos. Por eso en los ritos sagrados se
utilizan de adminículos como el canto, el olor a aceite, el bálsamo sagrado,
los colores de los ornamentos, el arte arquitectónico insuperable de los
templos. Mediante sensaciones exteriores accede a la contemplación interior.
Jerusalén, la
Ciudad de la Paz, monte santo de la Liturgia cristiana
Además, ese viaje a la Ciudad de la Paz, esa escalada del Monte Sacro,
es de ida y vuelta, porque de Jerusalén mana la fuente de toda virtud. Carlos
De Foucauld funda un establecimiento monástico que tiene en cuenta la apetencia
de Dios del hombre actual.
Había redactado sus constituciones en vísperas de un nuevo siglo,
precisamente por la Nochebuena de 1899. Toda su metodología espiritual estriba
en la búsqueda de un dialogo con el Deus
absconditus, presente en la Historia, de una forma u otra antes de la
Primera Venida, corazón reinante y alcancía que despide llamas de amor a lo
largo de dos milenio, y actualmente vivo
y presente entre aquellos que lo desconocen o ignoran. Es la noche de la fe. Es
el gran trauma de la soledad del justo. Es la travesía del enorme Sahara del
alma.
Dios oculta su rostro inefable, pero es próvido, circunstante y
testigo de nuestra lucha, absoluta, ente contemporáneo y actual, y se
manifiesta en los hermanos. ¿Pero por qué se esconde? Valdría preguntar. La
semilla germina y encaña sin que nosotros lo sepamos. Hay que recurrir al texto
de Marcos, donde Cristo, que amaba la ecología y las cosas del campo, narra en
este símili cómo es el proceso espiritual. Pablo, de su lado, argumenta”: gloriae suae Deus nos fecit compotes” a
través de la encarnación de su Hijo en el vientre de la doncella el Padre nos
hizo partícipes de la vida divina ¿Quien será capaz de penetrar estos arcanos
insondables? Sin embargo, de ese cometido o compromiso de dios con el hombre
radica la grandeza y el misterio de la religión de Jesús. Somos contuberniales, concolegas. El salmista
utiliza un adjetivo muy hermoso para definir dicho concento: sodales, que suena mucho más bonito que
solidario, pongamos por caso, aunque los dos posean la misma raíz.
En definitiva, somos sus hermanos, los compañeros de viaje en esta
larga singladura del Cristo Resucitado. Nadie podrá ganarnos. Estos
pensamientos sueldan la base del optimismo cristiano que aguarda el siglo
futuro, aferrandose a la antorcha de las tres virtudes teologales y que mira
más allá de la realidad que nos circunda: calamidades, guerras, apostasías,
prevaricaciones, injusticias. Es el mejor antídoto para que perseveren en la fe
aquellos que se sienten como expatriados en este revolcadero de infamias, donde
los justos sienten enfado y asco, donde
la verdad es perseguida y queda a merced de la mentira, porque aquí se hace lo
que ellos (siempre unos pocos) quieran hacer o tengan a bien mandar, donde sólo
triunfa el malvado y se tacha de necia a la bondad. Ellos siguen con sus
cubileteos celestinescos. Las combleza o barragana del tirano u homicida se
pasea por el mundo con aires de santa. La “massmedia” acuña sus propios iconos
y valores que habrá de imitar la juventud, si no quiere quedarse atrás. La
locura de Cristo sigue pareciendo un elemento discordante para un sistema de
valores enmarcados en la deificación del
dinero, la potencia sexual, la belleza física. De hecho, el monaquismo es una
suerte de protesta muda contra los dislates y desafueros de la Iglesia externa
o exotérica, que ha de transigir y convivir con los humanos y echarse a las
espaldas sus brutalidades, la necia ceguera, y sus tendencias constantes a la
superstición. Los anacoretas y ermitaños que junto con los mártires forman la
savia interna de esa Iglesia esotérica o interna por oposición a lo que se
muestra a los ojos como hojarasca y boato supieron escalar la cumbre de la
perfección cristiana, de la verdad y la justicia con proyección.
Hemos querido dar inicio a este libro con la presentación de un
solitario moderno, como demostración de que más allá del aparecimiento está la
aparición, verdadera epifanía o muestra de la acción del Paráclito a través de
los siglos. Estos héroes escondidos resguardan la grey. Soy un testimonio
tácito de que la Iglesia es hechura de Dios, porque, a pesar de los escándalos
e indignidades y el poco decoro de algunos de sus pastores, el rebaño continúa
su marcha. Las ovejas de Cristo seguirán balando. Por eso, nos parece de
importancia capital conocer el monaquismo en sus tres
manifestaciones(anacoretas, cenobitas y monjes) a la hora de hacer un justo
balanza. Foucauld es una figura mayor porque trata de conectar con la tradición
perdida de la Tebaida de Asia Menor, imitando la orden basílica - el primer monasterio que se conoce
fue el de San Pacomio que llegó a contar con hasta siete mil monjes - y la
regla de san Benito al mundo de hoy.
Sin embargo, lo que el mundo brinda es apariencia. La combleza del
príncipe será despedida del harén. A la gran diva de la pantalla no la
renovarán el contrato o se morirá, porque, por lo general, el impío no suele
gozar de vida larga. La culpa atrae a la muerte. El encintado de la Ciudad de Dios se dilata
más allá del mundo visible, pues su poder actúa de forma inefable y
clandestina. Al justo no le faltará, pese a sus sufrimientos, un gorgojo del
pan de Cristo.
Cabe preguntarse, al filo de la esperanza de los que creen en la
Resurrección, por qué el cristianismo, originado en África y en Asia Menor, y
que germinó como la flor de loto junto a las riberas del Nilo, ha perdido
fuerza en aquellas regiones del Oriente, donde ya para siempre quedaría
desahuciado, primero, por el arrianismo, y, más tarde, por el islam. Foucauld
parece querernos dar la respuesta mediante su testimonio martirial. La
genialidad del antiguo oficial del Ejército Francés, así como su profética
perspicacia, consiste en haber ido a beber del manantial de la fe en sus
fuentes. Aspira, mediante su amor al desierto y a los hombres azules del Tuareg
a la reconciliación de Cristo con sus antiguos enemigos sarracenos. Propulsa
una renovación de la Iglesia en todos los sentidos (litúrgica, dogmática,
carismática) y adopta para sus rezos algunos textos del oficio divino de
Crisóstomo y de Basilio, Gerasimo el Sirio
o de San Pacomio, traducidos al árabe, y saca partido de las grandezas
del rito maronita con sus constantes invocaciones a la Trinidad, la
continua impetración a los Ángeles, o la
recitación del Akathistos de la Virgen María, cuyas estrofas empedradas de
riqueza idiomática y de colorido casi sensual suenan en un oasis del desierto
mejor que en ninguna otra parte.
Para él la misa no es sólo la conmemoración de la Cena y de la
transubstanciación del Cuerpo de Cristo en vino y en paz sino un acto de
comunión con la belleza del Cosmos, el canto eterno a la divina armonía en su
apoteosis universal. Cristo ha bajado y se encuentra entre nosotros hasta el
fin de los siglos. Allí se establece un puente de conexión entre los adoradores
del Padre, con los ángeles, con María y con los santos haciendo de
particioneros de este sacrificio incruento que conjunta a todos los
participantes del credo trinitario por el bautismo. Todos contemplan su imagen
en el hoy en el ayer y siempre. En ella, simbolizada por el Pantocrátor
convergen las tres Iglesias: triunfante, militante y purgante. La eucaristía,
cargada de simbolismo purificador, acontece esa catarais. El milagro es
posible. El hombre puede subir y subir y acercarse cada día al rostro de Dios y
cantar con los ángeles. La invocación angélica era casi consubstancial sal
santo sacrificio. Hasta siete veces se aludía a ellos en el canto de entrada,
el introito, el prefacio o el canon. Y la misa antigua se cerraba con la
oración a San Miguel de las abluciones finales. ¿Por qué an sido suprimidas en
la rúbrica del post concilio y, sin embargo, los ortodoxos la conservan? El
culto angélico es complementario al de dulía, una parte importante de la
tradición piadosa de la Santa Iglesia. Lucifer no debía de estar muy conforme
con sendas devociones, porque se ve que está haciendo todo lo posible con
acabar con la intercesión de la Santísima Virgen y de los coros de las nueve
jerarquías. Está claro que trata de suprimirlas, presentandonosla como fórmulas
de piedad arcaica, no suficientemente contrastadas. Nunca se saldrá con la
suya.
Recién convertido el Hermanito Carlos debió de sentir en su corazón
una revelación descubridora del sentido que tenía su existencia, cuando al poco
de llegar a Jerusalén entra a orar a la iglesia del Santo Sepulcro en el
instante en que se desarrollaba una ceremonia religiosa oficiada por los monjes
del monasterio ruso. Se alzaban al cielo las letanías. El diácono abordaba el
himno del Querubín (Querubinskaya). Se grabaron en su alma para siempre los
ecos de este canto sagrado en el que el hombre devana el misterio de la
procesión trinitaria pidiendo misericordia a un Dios Santo, a un Dios Fuerte, a
un Santo Inmortal, como si aspirara a comulgar con su grandeza, interpolando el
plano de la carne con el del espíritu. En sus escritos, recomendaciones y forma
de vida, Foucauld se siente legatario de esa rica tradición del Oriente,
recogida por los padres del yermo. Es un quietista a la manera de Pacomio,
Epifanio, Irineo, Antón, María Egipciaca, pero quiso instalar esta regla orante
de la vivificante Tebaida en los grandes barrios obreros y marginales de las
ciudades del mundo, plantando una flor de loto allí donde impera la fealdad del
albañal humana, haciendo subir el humo del incienso al pie de las chimeneas
fabriles, estableciendo oasis de paz y de recato en medio del desierto de la
agresividad, la complicación, el discreteo lujuriosos del hombre anónimo y
deprimido de la post modernidad. Parte del principio de que es posible tener
vida contemplativa en medio del tráfago del siglo.
Pero también incorpora a la Iglesia latina la oración de sustitución (badalaya) que predica con tanto denuedo
el Corán y está basada en los principios evangélicos, resucitando una costumbre
muy antigua. Nadie es más grande ni da mayor prueba de más que aquél que da su
vida por el que ama. San Paulino de Nola(373-441), el amigo de San Agustín, y
aquel que pondera tanto en sus escritos Jerónimo, tuvo uno de esos heroicos
arranques y ofreció su persona y su libertad a cambio del hijo de una viuda de
su diócesis, amiga de Terasia que era a su vez la esposa del señor obispo (a la
sazón, no había obstáculo entre el sacramento del matrimonio y las sagradas
órdenes), que había sido conducido por los vándalos tras una incursión en la
Campania al norte de África, donde el propio obispo sustituyó al liberto y
trabajó como esclavo encargado de las tareas del jardín en casa de un rico. Es
el caso, el de Paulino de Nola, al que los fieles han invocado desde tiempo
inmemorial contra los demonios, el más viejo del que guardan memoria los anales
menologios de oración de sustitución o badalaya.
Esta fórmula de heroísmo se
practicaba asiduamente en el mundo árabe y fue puesta en práctica por algunas
ordenes hospitalarias como el Temple los Frailes de la Merced, dedicada a la
redención de cautivos. Con tal de manumitir a un reo, el ofertante consentía
echarse al cuello las cadenas de la persona que quería liberar. Es lo que hizo
con frecuencia San Raimundo de Peñafort. En la historia de la Literatura porque
sin la entrega de un monje casi anónimo, oriundo de Arévalo y que fue a los
baños de Argel para sacar de allí a Cervantes, poniéndose él mismo en el lugar
de su cautiverio, nunca se hubiese escrito El Quijote. La caridad vence todos
los obstáculos. El Amor todo lo allana.
Es locura de Cristo. Es, por otra parte, la soledad del místico,
siempre lidiando con el vacío del dolor, la inseguridad de la tierra y la
sucesión de los rostros y de los cosas, pero con los ojos fijos en esa Sombra
que carece de mudanza. Es una relación de monologo, más que de dialogo, porque
Dios rara vez habla, o se expresa con actos. Solamente la fe es capaz de pegar
el gran salto para salvar esta distancia.
Rehén por sus
hermanos.
Otros santos grandes del tiempo presente, como la nunca
suficientemente ponderada Teresa de Lisieux se ofrecieron, asimismo, como
víctimas propiciatorios del holocausto vivificante. Pasaron a ser rehenes del
amor por los sus hermanos. Se desentendieron de sí mismos para dejar que el
Almo obrara, conscientes de que nadie puede ganar al Espíritu Santo la partida.
“ Pasaré mi cielo en la tierra obrando portentos en todo aquel que me invoque”.
Así explicaba la Pequeña Flor Normanda su inefable Lluvia de Rosas, en el
paroxismo de su donación completa al Misterio del Amor. Era su “ badalaya”
votiva. El Señor a ella como a otros muchos les cogió por la palabra. Teresita
moriría poco antes de cumplir el cuarto de siglo de su edad. Vivió poco pero en
la escala de valores supremos pocas mujeres puede decirse fueran capaces de
amar tanto.
Por lo que respecta al Solitario de Beni Abbés, su ofrenda también fue
escuchada y Dios permitió que sellara aquel pacto de caridad hacia los árabes
con su propia sangre derramada. Desde entonces sobre las arenas del desierto se
oculta la esperanza de la vuelta a Cristo de todo un continente, que en los
primeros años le fue muy afecto. A ojos vistas, no se ha producido este
acercamiento de tolerancia ecuménica, antes bien, el fanatismo
fundamentalista cunero y fanático ha
vuelto a mostrar su rostro menos amigable, por estas calendas en las que
estamos, pero la semilla está lanzada. Algún día germinará. Después de todo,
dicen que la fortuna ayuda a los audaces y que este mundo que gobiernan o
desgobiernas los políticos, programan y diseñan los matemáticos, sólo lo mueven
los soñadores y los poetas.
Foucauld era un idealista, un hijo de la imaginación de Chataubriand.
Llevaba muy adentro las brumas del Rin y el tañido de las campanas de Notre
Dame. Era demasiado francés para transformase en un vulgar enciclopédico
volteriano.
Muerte de las
palabras, muerte del Amor.
Hablamos tanto del Amor que se ha gastado el sentido de un término tan
preciso como precioso. Anduvo siempre en labios de los poetas de todas las
naciones y es casi una herramienta de trabajo de los místicos. He aquí que unos
y otros parlan a destajo de sus enamoramientos y tanto abusaron de él que ya no
queda otro remedio que escribirlo con minúsculas, porque el odio avanza, el
escarnio y el egoísmo se apodera de todo el recinto. Si Cristo volviera,
seguramente volverían a crucificarlo. Si enviase a sus ángeles para predicar en
Sodoma y Gomorra la penitencia, que detendría el castigo, seguramente que los
invertidos, tan abundantes por nuestros lados, intentarían sodomizarlos, porque
los Principados aquellos eran hermosos a morir, y quizás por eso se los
presenta la plástica piadosa no en vano cargados de pluma... ¡Somos hombres te
tan poca fe! Hemos de ver para creer ¡Y
así tantas y tantas cosas en este tiempo en el cual parece que el Destino juega
al juego del trocado, que al revés te lo digo para que me entiendas!
Debe de ser por que todos parecen empeñados en oficiar una ceremonia
de confusión o misa babélica, en la cual se retuerce el pescuezo a la semántica
en propio beneficio. Se rinde por todas partes culto al diablo. De ahí que, al
escuchar mentar la palabra amor, nos llevemos la mano a la cartera, y no falta
quien desenfunde la pistola, muy a sabiendas de que no existe y de que con esa
palabra se pretende darle el timo de la estampita. Quiere decir concupiscencia,
de la misma forma que ahora paz ha usurpado el sentido de guerra, y régimen de
libertades comporta el de sometimiento a la ley, y el que se mueva no sale en
la foto. La filosofía de los Derechos Humanos ha degenerado en “limpieza
étnica”, refugiados, emigraciones masivas y exterminio de tribus enteras en
África o en el Kurdistán, pero estas son movidas a donde las cadenas de la
televisión global no envían a sus paniaguados en guisa de Herodotos o de Tito
Livios de nueva filiación, para contar en sus oyentes en vivo y micrófono en
ristre cómo se desarrollan estas
ocupaciones, invasiones y matanzas, o se alzan las tiendas de los campamentos
de refugiados. No hay cosa que dé más asco que todas esas tumbas abiertas a la
hora del postre. La verdad ni renta ni
interesa. No es más que una fantasía de unos cuantos iluminados que suspiran la
llegada del Maestro de Justicia. Nadie ha alzado una voz en pro de los serbios, cristianos ortodoxos, profesores de
la fe, que están siendo eliminados sistemáticamente y expulsados de sus casas
por los kosovares islamitas. Un obispo de cuyo nombre no quiero acordarme ha
facilitado a los sarracenos las dependencias vacías del seminario de Sigüenza,
antiguo bastión cisterciense, de cuyas paredes ha desclavado previamente los
crucifijos que colgaban, para no herir susceptibilidades de sus pupilos
mahometanos tratados en la Villa del doncel a cuerpo de rey. Demasiado, ¿no?
Mientras el papa acude a
Washington a bendecir al emperador Clinton ¿Para qué queremos un episcopado y
un cardenalato católico tan arreado de púrpura y tan cargado de plumas? ¿De qué
nos sirve rendir el culto a la personalidad y adorar casi como si fuese un
semidiós, si el delegado de Jesús en la tierra no ha dicho ni esta boca es mía
a la hora de condenar los apocalípticos bombardeos sobre Metopia, la primera
Tebaida en Europa, la tierra de san Jerónimo el Dálmata? El obispo de Roma por
intereses creados ha transigido con la
justicia. Poco ha cundido el ejemplo del enérgico San Ambrosio, quien siendo
arzobispo de Milán hacia el año 389 se enfrentó a Teodosio por haberse excedido
en sus expediciones de castigo contra Tesalónica, lo que es hoy Serbia y
Macedonia, la de las cartas apostólicas paulinas, hoy sujeta a los horrores de
la debelación de la parafernalia de la liga atlántica. Los embudos y cráteres
que han dejado las bombas sobre aquel territorio sagrado claman al cielo. Roma,
con tal de sobrevivir, transige con todo. Clinton, Blay, Schröder, Solana y ese
secretario del FO que tiene la pinta de carnicero del Yorkshire, que se llama
Robín Book, se han salido con lo suya, y
aquí nadie ha dicho esta boca es mía. Se ha cohonestado la mentira y el
asesinato, pero los responsables de este atropello tendrán algún día que dar
cuenta a Dios.
Ha venido el Enemigo de las almas y ha empedrado de chinitas el camino
de la Verdad, de la Justicia y el Bien. Sembró el campo de cizaña. Crece
entonces la espiga de la falacia. Y, desde luego, por de sobre todas las cosas,
Satán manipula al dulce bisílabo. Al amor que es fuerza regeneradora de vida el
Piloso lo ha convertido en revolcadero de la muerte y de la insidia. ¿ Qué es
esto, pues? ¿La cena de Baltasar? ¿Ha comenzado el dedo invisible a escribir en
la pared? ¿Siempre fue así? ¡Ay Amor, no sé por donde andas ni que fue de ti!
No sabría qué responder.
Sin embargo, esta manipulación de los hechos objetivos, así como la
profanación del Templo del Amor y de la Vida es una marca indeleble de la
llegada de la Bestia. Según el Apocalipsis, las generaciones perecerán cuando
muera la palabra y falte en el mundo ese
amor, que es para el hombre tan necesario como el oxígeno que respira.
“Entonces buscarán los hombres la muerte y no la habrán. Desearán
acabar, pero la muerte huirá de ellos”.
Ya los griegos especulaban con el origen y la semántica de este
vocablo. Amor es querer transformarse en el otro, según Platón, y esa noción
caló profundamente en el Cristianismo, siendo la idea básica sobre la que
lucubra San Agustín, y el motivo de inspiración de la Místicas. Los versos de
Juan de la Cruz abundan en ese deseo de transformación en el cuerpo y en la
sangre del Amado. Plutarco ve en él solamente un movimiento de la sangre
pasajero. Para Tulio es sólo benevolencia y Teofastro lo confunde con el ardor
del apetito carnal [su tesis no puede ser más apropiada para el tiempo
presente], y entre los estoicos cunde la opinión de que el amor es una afección
por causa del Bien y la Belleza, la Inmortalidad, la Armonía y el Deleite. Esta afección se haya injerta en todo el
tinglado de nuestros mecanismos volitivos, porque el ser está hecho para la
vida, no para la muerte.
Antítesis de la muerte, al amor se le compara con el sol, astro
patente de energía del cual toda luz irradia. Es el punto al que todo
revierte. Se le representa en forma
circular por ser eje meridiano. Los antiguos colocaban en la rueda solar los
principios del movimiento armónico. Cualquier criatura se vuelve hacia el astro
rey y como el ámbar atrae las pajas y el imán al hierro, así el hombre gravita
alrededor de sus rayos, en búsqueda perpetua del centro, para transformar y
desaparecer en un hondón de deseos, pero en esa búsqueda de la utopía soñada y
que nunca llega a catalogar con los ojos del cuerpo, siente perderse en un mar
sin fondo. No hacemos pies al escudriñar con el tercer ojo místico las simas
inefables. La marcha hacia esa punto configura una peregrinación por le dédalo.
Anteo, al fin y al cabo ató su cuerpo a una cuerda atrapada en una aldaba de
los guardacantones del Laberinto de Creta. A nosotros, que tratamos de
iniciarnos en la vía purgativa a pecho descubierto no nos sirve esa añagaza.
Hay que perderse en Dios, en el infinito océano a sabiendas de navegar en una
mar aborrascado de tinieblas absolutas, como única antorcha, el candil de la
fe. Estamos debelados por la oscuridad. En verdad, nosotros somos la noche,
náufragos del amor, en continuo movimiento hacia el Edén.
Abstracción
Este sentimiento de ausencia divina que de describe como una tensión o
tendencia hacia la armonía como evasión de un mundo inhóspito y sicalíptico,
pues el deseo animal suplanta casi siempre a ese noble sentimiento de
inspiración deísta. Somos pecadores. Jugamos con cartas marcadas. Anhelamos el
bien, la verdad y la belleza, pero el mal nos retine. El pecado se apodera como
maleza inextricable. Por la abstracción de cuanto nos rodea podríamos alcanzar
ese nivel de serenidad absoluta. Platón nos ha venido soplando este concepto
que nos vuelve utópicos y desacomodados entre la potencia y el acto. Ese es uno
de los principios de locura. Nuestras vidas adolecen de ese desequilibrio
peligroso o desfase entre lo que queremos ser y lo que en realidad hemos venido
a ser. Cristo torna a remachar en este principio platónico. Hasta los cabellos
de vuestra cabeza están contados.
Se vuelve a repetir como motivo central en el Libro de los Libros. San
Juan plantea la respuesta a esa dualidad inextricable en la cual los planos del
bien y el mal se confunden, la castidad y la lujuria, dolor y deleite,
enfermedad y salud. Es una respuesta metafórica. Parece que el evangelista se
va por la tangente, pero da su hemina de candeal profético em pócimas selectas.
En sus párrafos se contienen como grandes símbolos de gemas de un Lapidario los
avatares del pasado, el presente y el porvenir. De ahí que sea vital de todo
punto estudiar el anuncio juaneo de las claves, las moradas, los estadios, la
pugna en la que se enmarca el provenir del universo. Nadie ha penetrado en el
sentido esotérico mesiánico de esta obra cumbre de lo que está revelado como
los que huyeron al desierto. Cubre las necesidades escatológicas inherentes a
todo ser humano al tiempo se hace una apología de los que en defensa de la
Palabra del Cordero sufren escarnecimientos, cárceles del alma y el cuerpo,
enfermedades, deformidades físicas, y son apartados de entre los hijos de los
hombres como la escrófula o son tachados de locos. Su estilo es un templo que
va siguiendo una línea escalonada de purificación, unión, contemplación.
Es la palabra escrita y hablada, que era para los griegos una suerte
de talismán, la que brota a partir de la
contemplación del rostro del Amado para justificación del vencido acá
abajo. El Verbo os hará libres por medio
de los libros, y en él encontraremos lo que define a los dioses: paz amistad,
concordia. Su contexto, por eso ha sembrado la intranquilidad e incluso el
furor y la rabia de los racionalistas que se oponen al Reino. Con sus símiles
de pergeño inalcanzable resumen el Apocalipsis ese afán divino por la
justificación del vencido, acá abajo, y que, arriba, en la Jerusalén Eterna,
será coronado con el lauro de los triunfadores. Aquí los elegidos son los
pobres de la Ciudad de Dios y este mensaje recoge un código estético y moral
que trasciende al mundo pagano y al judío del que es originario.
Por boca del
profeta
El deterioro de la Palabra implica la destrucción de la libertad. Es
otro de los signos del fin del mundo. Recordemos a los Beatos o códigos
miniados. Todos contienen el texto del Apocalipsis, cifra y compendio no sólo
del mundo futuro sino del que fue y del que es. La imagen del Redentor engasta
todas las joyas de la almendra mística o esa hendidura oval del Pantocrátor:
diamantes, rubíes, la calcedonia, el zafiro, los jaspes y el topacio, la
esmeralda y el crisólito. Hablemos de piedras, pero también tendremos que hablar
de signos, y la voz de la verdad, hablando por boca del profeta, clamando.
“Vi bajo el altar de la sangre
de los mártires, que habían sido muertos por la confesión de la palabra del
cordero, a los que daban voces diciendo: ¿ Hasta cuándo, Señor santo y
verdadero, no vengarás nuestra sangre?”
Este libro es el que ha poblado regiones enteras con las almas de los
aspirantes a un hueco en ese rincón de alabanzas perpetuas, ese prado nuevo,
solar de toda ventura, Campos Elíseos prometidos por Cristo a los que creen en
Él. Constituye la piedra angular de la especulación lapidaria, que ha llevado
al estudio de los astros y de las propiedades físicas de la flora y fauna y
fenómenos naturales del planeta, pues en su saber se encierran las siete
disciplinas de la gaya ciencia. Es cuna
del arte cristiano en todas sus ramas, desde la cronología de los Beluarios y
Beatos iluminados hasta las últimas catedrales. Todo lo que el hombre es, ha
sido y será está implícito en sus paginas. El ser humano empezó a progresar y a
ser algo más que una bestia de carga a partir del Evangelio. Este puede ser el
secreto clave para comprender el pasmoso desarrollo que han tenido los pueblos
de Occidente a lo largo de dos milenio. Uno no puede estar más en desacuerdo
con aquellos panolis que invocan la vuelta al Kamasutra y a Confucio, habiendo
nacido en la provincia de Soria, aunque comprendo que somos todos hijos de
muchas madres y de haber mamado leches diferentes. Ya decía el Gran Isidoro que
no es lícito imponer a los cristianos a la fuerza. Ahí puede que estribe uno de
los grandes errores de la Iglesia Jerarquía, causa de tantos males, pero
tampoco ésta puede inhibirse de proclamar la verdad que está en sus manos por
legación divina, aunque este acto implique descalificaciones, oprobios,
descomuniones con el poder establecido e incluso el martirio. No tengáis miedo
a los que quitan la vida del cuerpo. Los enemigos del alma son mucho más
temibles y formidables.
Cristo preside la esfera. Es el
dueño que reina en la ojiva, el alma del Pantocrátor, la columna de apeo de
todos los arcos. Su aroma impregna toda el arte desde la música de los trotarios o tractos de la misa
griega hasta las sinfonías de Beethoven
y nada se diga de Rimsky Korsakov, Tchaikovsky o los compositores rusos. Pero
también el Libro del apocalipsis es un alegato contra la tiranía. El que es
malo tendrá que hacer recudimiento de sus culpas y expiar su pena algún día.
Por el contrario, sus páginas constituyen un manantial de consuelo para el que
sufre por la verdad y la justicia y decide huir al desierto en busca del amor
encarnado en el Verbo y la palabra viva. ¿ Qué es esto? Me diréis, y yo os
contestaré”: Lo inefable”. Porque, si se ciegan las fuentes de la Palabra, se
ocluyen los manantiales del amor. Es lo que el mundo no entiende.
Sin embargo, esta idea resulta obvia para la estirpe escogida a la que
pertenecen los santos. Charles De Foucauld fundó el instituto de los Hermanitos
del Evangelio. Es la orden que más santos ha dado a la Iglesia en las últimas
décadas. En 1963 cuando fueron martirizados cuatro de sus frailes, la opción
del martirio en la forma de badalaya se asume en los votos de los profesos. Las
fraternidades foucauldianas en buena medida han inspirado el espíritu y la
letra de las asociaciones de ayuda a los desamparados del Tercer Mundo, las
célebres ONG, las cuales participan de ese espíritu laico y casi
aconfesional porque lo suyo era la
semilla oculta, del carácter reservado, anónimo y modesto de su fundador.
El testimonio y la sangre de los mártires es inamovible. Ahí queda.
Ellos entendieron el rumbo a los que se dirige la Nave de la Iglesia en la
andadura de los tiempos. Quedó su testimonio y el recuerdo de su rostro,
estampado en esa mirada triste y como trascendida de piedad hacia la humanidad
que nos quedan del Hermanito tomadas en Beni Abbés cuando presentía ya próximo
su holocausto. Para rúbrica de testimonio y signo de los signos. No quieran más
los blasfemos hostigar a los ejércitos del Cordero. Han empezado a llover rosas
pero ahí está también, para variar, el símbolo de la humanidad mal conducida y
desgobernada por los falsos pastores. Ahí están esas denominadas limpiezas
étnicas que son el pretexto para sembrar la disensión y el rencor entre
comunidades de credo diferente, reavivando viejos odios. Hoy se lucha en todas
partes porque vivimos insertos en una suerte de antinomia del amor. La amistas
se transformó en enemistad, la concordia en discordia y la libertad en oprobio.
Se mueve el cielo y la tierra. Hay como un movimiento cósmico que conduce a la
“pressura gentium”. Vemos ante nosotros emigraciones en masa. Sin ningún rebozo
se hacen los más audaces experimentos con la vida humana mediante la
manipulación genética.
Luzbel otra vez ha clavado el grito en las estrellas. Otra vez quiere
ser como Dios.
Mientras, el abanderado de las milicias arcangélicas, vuelve a tocar a
rebato al socaire del lema “Quis sicut Deus?
Es una lucha que dura ya largo tiempo. El alzamiento de Miguel es un
reto de salvación. Los solitarios de la viña del Señor, los operarios de la
hora undécima, recogieron el guante marchandose a vivir al desierto, y dijeron
lo que Pedro en el Tabor: “Qué bien se está aquí, Señor, hagamos tres tiendas,
una ara Moisés, otra para Elías y otra para Ti con todos nosotros”. Subieron
participar de la alegría de Dios mediante la renuncia. El yermo les volvió en
soldados de Cristo, encuadrados en los escuadrones del Terrible para la
satánica hueste y Glorioso Miguel.
La vida es lidia perenne y el paso del hombre por este mundo, tan corto,
una incesante apocalipsis.
22 de junio de 1999
ººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººººº
capítulo II
MONASTERIO CISTERCIENSE DE SACRAMENIA(Segovia), PRIMER JARDÍN DE MARÍA
EN CASTILLA LA VIEJA
La piedra presenta un aspecto intacto en los engaces y junturas de la
sillería. Una decoración floreada de acantos, helechos y arabescos esculpe las
ménsulas que invitan a la oración y al recogimiento. No son flores que se dan
por aquí. Una de dos: o el clima ha cambiado, o los hombres que esculpieron
estos muros con sus ensueños y fantasmagorías tenían la mirada del alma puesta
en otra parte. Impresionan las arquivoltas y el alzado de los vitrales y de las
puertas, en el que todo es armonía. Causa perplejidad el estado de conservación
de esta ermita de San Vicente, que durante siglos estuvo cerrada. Fue
abandonada por los primeros monjes y está tal cual. Es una de las piezas románicas
más originales, al tiempo que sencilla entre los monumentos de la
Península. Su estructura habla del
recogimiento y sencillez del Cister. Las figuras antropomórficas y zoomórficas
se combinan con las de la exótica flora.
Todo es aquí plegaria y culto a
María. Uno de los capiteles representa a un pastor, medio derrengado que trata
de coger una oveja descarriada. El rabadán ofrece un aspecto pobre y toso, pero
la decisión de su ademán y el deseo de salvar a la oveja que falta del aprisco
sobrecogen.
Por entre las patas del animal
y debajo del morro asoma un rostro misterioso, cuyos los ojos son tan vivos que casi se clavan en el que los
contemplan con la fijeza de un berbiquí. En otro hay un obispo sonriente que
bendice armado de báculo con los dos dedos de la mano derecho bajo las ramas de
una palmera real, símbolo de la eternidad y del martirio, que hacen flanqueo.
Los sillares son cuadrados perfectos, asignados y asentados con una
devoción que llena todo el lugar y los plementos de la bóveda de cuarto de
esfera u horno parecen recién salidos del cincel. Todavía hay en las impostas marcas de cantero, y debieron de ser moros
los que hicieron esto, porque en todo instante el monumento ofrece como
aversión a las representaciones antropomórficas. Sólo las necesarias. Es el
ábside lo único que queda de un templo derruido o que no se llegó a terminar
nunca, lo más probable a causa de alguna razia o invasión tan frecuente por
estos pagos durante los siglos del Alto Medievo.
Esta capilla es el remanente de un tiempo misterioso del que sabemos
muy poco, a no ser en estereotipos, pero que demuestra que las piedras doradas saben rezar y cantan
antífonas coreadas por la brisa que a su vez alza plegaria entre los chopos. Se
sitúa en un valle que se encajona desde la fuente que llaman grande al entrar
en el pueblo de Fuentesoto injerto en el fondo de lo que fue un antiguo mar. En
las rocas de los bordes se aprecian los listados del lugar que colmaron las
aguas. Dentro de esta fosa miocena se aprecian las margas calizas. El suelo
está alfombrado de fósiles. Abundan las valvas del período triásico: arcestes y
árcidos, curiosas caracolas y estrellas de mar petrificadas. El valle es poco profundo en general pero los
tesos y pequeñas mamblas lo ponen a recaudo de los vientos, sobretodo del
cierzo que por invierno suele ser aquí crudísimo. Por trecho de una legua entre
sotos y tesos, el río anónimo va a desembocar al Duratón.
El cantar de las aguas de este
arroyo era la única música que rompía la soledad de estos parajes, ideales para
el contemplativo. Los cistercienses fundaban en lugares abrigados sus retiros,
que llevan todos nombres de hondura celestial: Valdediós, valles de Dios,
Collado Hermoso, Montsalud, Valparaíso, Armenteira (Pontevedra) de armentum, una prerrogativa de los
templarios que siguen las costumbres romanos en la búsqueda de habitáculos que
tengan buen tempero, aguas salutíferas, y el abrigo del prado ameno. También
son cistercienses, aparte de Poblet y de Port Royal, cerca de París que,
andando el tiempo sería importante foco del movimiento jansenista, la Meira
(Lugo) por ser un lugar donde crece
miera perfumada de los pinos entre la toja, Moreruela (Zamora),
Bellofonte, Cardeña, Scala Dei en Cobreces(Santander), Puerta del Cielo, y
otros muchos centros de acogida del
sólido fervor de Claraval, de los que nos gustaría hablar uno a uno,
pero, como son multitud y jalonan toda la geografía del medievo europeo, en
gracia a la brevedad tendremos que constreñirnos a los más importantes, como el
de Sacramenia, tan desconocido y de una personalidad singular. El cister lo
inundó todo de la noche a la mañana y su crecimiento, que sólo encuentra
parangón con lo sucedido con los jesuitas en la España de los Habsburgo, tiene
algo de milagroso.
Quiso imprimir a sus casas el
Doctor Melifluo una marca recia y solemne en las que resonará a lo largo del
día y la noche el eco de la himnodia gregoriana. Encontramos sus monasterios
como una grata sorpresa al caminante, donde uno menos se lo espera: siempre en
terrenos despoblados y en contacto con la naturaleza. Oiréis que siempre se
dijo: “Et in Arcadia, ego”. Por supuesto la búsqueda de Dios puede resultar un
idilio, si no fuera que a veces los seres humanos no sabemos estar a la altura
de ese ideal de vida angélica. Las macizas paredes cistercienses serían también
batidas por los vientos de la tribulación y la discordia.
Mediante su amor al trabajo
paciente y tenaz, ordenado bajo el regimiento de las horas canónicas estos
valles umbríos se convierten en Jardín de María. En Helicón que piensa en el
Cielo. Es por esa noción de búsqueda
platónica de la divinidad. La marcha hacia las estrellas en pos de la utopía
agustiniana de la ciudad de Dios, y su construcción. El establecimiento de un
gobierno universal, donde el evangelio sirva de pauta y código de armonía y de
bienandanza entre todos los pueblos y todas las razas. Claraval, en buena
medida, coloca las primeras basales de Europa, una Europa que no se puede
entender sin el culto a la Señora, sin los pozos místicos. Es lo que evoca
Prado Nuevo, que recoge las repercusiones ancestrales de esa huella mística
española anterior a la Contrarreforma. El
Escorial pone cima dorado a casi cuatro siglos de cultura cisterciense.
Por eso sobre sus colinas color malva en los atardeceres ricos en combinaciones
cromáticas haciendo juegos de luces y resaltos sobre los lomos de la
cordillera, y en armonías del campo, algunos hemos escuchado el batir de las
seis alas del querube.
Pero henos ya de nuevo en
Fuentesoto.
En la otra ribera y pasando un pequeño puente se avistan unas cavernas
horadadas por la erosión o por industria humana, que vete tú a saber, y
sitas al somonte. Son unas espeluncas
formidables en las que se dice moró un
penitente local que llamaban Juan de Paniagua. El Beato Juan de Paniagua fue un
santo mozárabe compañero de San Frutos, san Valentín y santa Escolástica, que
tenían su cenobio a legua y media de este lugar sobre los riscos del Duratón.
Cada veinticinco de octubre se celebra allí una romería. Había otra más
importante por la Pascua de la Trinidad. El culto del Beato Paniagua perduró y
le fue tributado en Fuentesoto hasta hace dos centurias, el primero de mayo,
coincidiendo su fecha de celebración, con la de
la Cruz de Mayo. Esto prueba que la forma de vida anacorética estuvo muy
afianzada en estos desolados añojales. Pero también había procesión en el
predio que se denomina Los Huertos, el 20 de enero, día en que el Misal de
Toledo prorrumpía en su exaltada liturgia al Mártir San Vicente, del que era
muy devoto el donador de estos terrenos, Alfonso VII El Emperador. ¿Era este
Vicente, diácono, oriundo de Huesca y martirizado en Jaca el santo de devoción
del monarca, o era, por el contrario, el otro Vicente, obispo, muerto a golpes
del vergajo festoneado con bolas de acero, en un lugar de Ávila, al lado de
Sabina y Cristeta, a cuya memoria está dedicada la basílica románica más
esplendorosa de la cristiandad, San Vicente de Ávila, maravilla también del
arte cisterciense? ¿No han sido aun al respecto conciliados los pareceres? El
Martirologio gusta de intrigar a los fieles cristianos, por su confusa
nemotecnia. Todo hace suponer que este Vicente predecesor en la sede abulense
de Prisciliano y el valenciano no tienen nada que ver. La plebe devota los
confunde.
Allí se elevan las ruinas de
otro convento bernardo. Los cistercienses recogieron la tradición eremítica de
los cristianos visigodos que se regían por la regla de san Basilio, seguida por
aquéllos que a través de la senda angosta, domando las pasiones y sujetando las
pasiones con la brida de la mortificación y engolfados, en definitiva, en los
sacrificios de la vida penitente, aspiran a coronar la cima del monte de la
perfección. Buscan los feraces valles recónditos con abundantes acuíferos, pero
no les intimidan tampoco las fragosas angosturas de los desfiladeros o las
sierras despobladas.
El beaterio y asceterio oriental de monjes que vivían en agregación de
colonias, según se comprueba al visitar la Tebaida de Anatolia o la Nitria egipcia, primitivas formas de
pureza de vida evangélica, son convertidos por el divino Bernardo de Claraval
en conventos fortaleza. Luego veremos por qué. Él sería el primero en invocar
los predicados de la guerra justa, siempre que se atenga a una serie de
requisitos. Esgrimiría ante el orbe católico la Teología de las Dos
Espadas. Los profesos no podían vivir
inermes y les asistía el derecho a salir en defensa de su vida y de su honra.
Esta idea la asimilaron los templarios, quienes a su vez, en su modo de operar,
incorporan a sus estatutos bastante de la concepción mística sufí de los
Caballeros del Desierto. Los dichos eran a su vez legatarios de la norma esenia
de Juan el Bautista, practicantes de la “mandáa” o mandala, o mandra, que en
hindú quiere decir transformación. Vivían lugares apartados de Siria y
Mesopotamia en presidios denominados
“ribbats”. El famoso cenobio de Santa Catalina en las estribaciones del Sinaí
no es más que un antiguo ribbat de los Caballeros del Desierto. Esta noción de
austeridad, palpable en la solidez ciclópea de los baluartes de oración
erguidos en lugares apartados de frontera,
y de lucha permanente con los enemigos exteriores e interiores flota en la obra del Abad de
Claraval, y puede contemplarse en nuestros días en cualquier convento cisterciense
o trapense al que vayamos.
Espiritualmente, mantiene la
máxima evangélica de volver la otra mejilla y no responder a la violencia con
la violencia. Sin embargo, esto es una tesis impolítica, imposible de
implementarse en la práctica teniendo en cuenta los deberes de los príncipes a
salir en defensa de sus vasallos.
Es criterio que empezó a arraigar durante los años carolingios, que
Bernardo de Claraval retoma precisamente para llevar el agua a su molino: el
poder del papa sobrepuja al de todos y los reyes cristianos no pueden tomar
armas sin la correspondiente aprobación del pontífice. Dicho esto, cabría
conjeturar que sería lícito implantar el catolicismo entre los infieles a
culatazos. Nada menos cierto. San Bernardo nos sorprende porque ya en pleno
siglo XII se alza como campeón de las Tres Culturas. Eso sí; la cruz ha de
tener prelación sobre las demás sectas.”Reducid a los no creyentes con vuestra
conducta inocente y con argumentos, nunca a viva fuerza” proclamaba en 1146,
cuando estalló una terrible persecución contra los judíos a orillas del Rin. El
monje clarividente e iluminado recorrió media Alemania convirtiendose en
valedor de aquellos pobres israelitas. Como siempre, eran los de abajo quienes
fomentaban los desmanes hebetados y supurando prejuicios antisemitas. A los que
combatía desde el púlpito y luego salvaba la vida acudían a abrazarle. Esta
dualidad ambivalente no admite el argumento “ad hóminem” al que somos tan
proclives muchos de los que nos decimos católicos.
Gustaba mucho de pronunciar una frase: “ Si la misericordia fuese
pecado, yo la cometería”. Hasta el punto
de convertirse en una muletilla que dejaba caer una y otra vez en sus sermones.
Estos son los hechos irrefragables. Alemania era ya en aquellos
tiempos la tierra de la vergüenza (“shamland”) y únicamente las predicaciones
de los cistercienses contuvieron lo que
llevaba camino de convertirse en el primer gran “Shoah”. Muy pocos sionistas se
lo agradecerán, pero los datos ciertos no piden pan. Están ahí.
La ternura de su temperamento contrasta un poco con la dureza
berroqueña que demuestra cuando sale en defensa de la ortodoxia y de la
supremacía que compite a la Religión del Crucificado sobre el Antiguo
Testamento y los incondicionales de Mahoma. No otra cosa cabía esperarse de
quien peroró por los púlpitos de Sajonia, Polonia, Italia y Francia la
necesidad de conquistar Jerusalén en la Segunda Cruzada. Pero su filosofía era
del todo esotérica. Por eso quería en la linea de frontera monjes armados.
Tenía que ser así. Porque la Iglesia es una organización externa. Habida cuenta
del clima de inseguridad y de bandidaje, la vida religiosa tenía que refugiarse
detrás de muros inexpugnables coronados
de almenas en punta de diamante.
Era su visión de una ciudad de Dios fortificada.
Sus frailes tendrían que saber defenderse, porque, de lo contrario, se
los comerían las alimañas, si no andaban listos, o acababan con su cabeza
rodando por el suelo del tajo certero de la cimitarra almohade. Fueron los cruzados los que dijeron: basta.
Las Ordenes Militares secundaron esa filosofía con las armas en la manos.
Querían ganar almas para Cristo al filo de la espada. Así nació Europa.
Pero, no seamos ingenuos; recapitulemos ya. Habían sido casi tres siglos de terror
islámico en el sur de Europa. Fue un
holocausto aquél nutrido con una lista de héroes innumerables. No hay que
perder de vista que la djihad era una guerra de exterminio. Abi Ahmer El
Moafari, alias Almánzor, un bereber, con esa cortedad de luces, dureza y
agresividad de la que suelen adolecer los iluminados de todas las razas y de
todos los credos que se creen en posesión de la verdad absoluta, no se andaba
con chiquitas. Lo mismo que mandó quemar los tesoros de la biblioteca de
Córdoba, acabando con una parte del patrimonio intelectual de la raza humana,
porque sus fondos contenían textos de los alejandrinos y tratados de medicina
natural en la que eran expertos los romanos, pues nadie les dio alcance en
punto a yerbas, y otros monumentos literarios irremisiblemente perdidos, degolló
en León de una tacada a treinta mil cristianos. Mandó que el almuédano
convocase a los fieles y sobre aquel dantesco escenario de degollina se hizo la
adoración de la tarde. Corría el año 971.
Años antes, habiendo cruzado la
Sierra de Gredos, devastó la ciudad de Ávila. Gran parte de la población huyó
hacia el norte llevando consigo las reliquias de los santos mártires Vicente,
Sabina y Cristeta. Se dice que los cuerpos sagrados fueron escondidos en la
Bureba, pero también sometió a pillaje
la campiña burgalesa, incendió cosechas, taló vegas y no respetó las aras de
las iglesias y de los templos, porque en San Pedro de Cardeña mandó empalar a
toda la comunidad de casi dos centenares y medio de monjes. Del acueducto de
Segovia no quedó piedra sobre piedra. Esto ya lo veremos.
Era la furia incontenible del
Averno. Nadie era capaz de parar a sus jarcas. La bandera verde del Profetas
ondeó en todos los mástiles. De las cincuenta y dos expediciones de castigo
contra el Norte en ninguna marró, aunque iría a morir, mira por donde, en
tierras sorianas, a pocos kilómetros de distancia de estos valles un poco a
trasmano y que servirían de campo de operaciones a una nueva forma de vida
contemplativa, cuya singular y azarosa emergencia estamos narrando. Si años
después el todopoderoso Corso, demoniaco y poseído avenate, tuvo su Waterloo,
el Moro Almánzor encontró la horma de su zapato en Calatañazor. A este
respecto, contamos con el lacónico texto, casi como un conciso parte de guerra
que nos legó el Silense:
“Murió Almánzor el año 1002. Su cuerpo rindió a la
tierra y el alma quedó sepultada en los infiernos”
España que era frondosa y llena de bosques, encinares y robles, sobre
todo en la meseta castellana, con las invasiones sarracenas se transformó poco
a poco en un desierto. Ya no podría la famosa ardilla andar todo el trecho de
Fuenterrabía a Tarifa sin tocar suelo, porque la selva era tan tupida que este
animal podía avanzar saltando de rama en rama. La bipenna del invasor acabó con
la prodigiosa fronda nuestra.
Desgraciadamente, y, como las crónicas sec repiten, porque el mundo
parece condenado a seguir dando vueltas de peonza y donde menos uno se lo
piensa hemos vuelto a volver brillar el filo funestísimo de los alfanjes sobre
Yugoslavia. El espíritu moruno de venganza se reencarnaba en Clinton, Albright,
y comparsa. Eran los lunáticos de la yihad a favor de la democracia. No se
puede empuñar la espada en nombre de nada. Ni siquiera en nombre de Cristo,
cuanto menos en el de la democracia.
Lo malo es que la idea que más vende es la de la guerra. Siempre fue
así y tal vez lo sea siempre. De forma fija, acabamos tropezando contra el
mismo canto.
La irrupción de El Moafari y sus hombres del desierto acaba el esquema
de la cierta tolerancia de los árabes hacia la presencia de los cristianos
adaptados o mozárabes en su zona dominada.
No todo fueron proezas. Puesta
la mira en salvar el pellejo, una gran parte renegaron de sus creencias dando
pábulo así a un ambiente de delación y de sospechas, concomitante a cualquier
guerra civil. Estas secuelas de la cobardía o de la venganza, como sabemos por
experiencia los españoles, tan proclives a subirse al carro de los vencedores -
ocurrió con las germanías comuneras, con la sublevación morisca, con la
francesada, con la inglesada y ocurrió con Hitler, y está pasando con los
americanos- crean una psicosis de miedo que es a veces peor que la propia
liquidación física. Este pueblo, tan acérrimo y tenaz en la pelea, acaba
siempre por congraciarse con el que gana.
Ya lo advertía el poeta: no somos más que un pueblo de arrieros,
lechuzos, tahures, de logreros y de supersticiosos agoreros.
Antes de la llegada de los benedictinos a España hacia finales del
siglo X estaba implantada en toda la catolicidad hispana una fuerte tradición
monástica calcando los modelos de San Pacomio y de los sirios. Todos ellos
fueron arrasados con las incursiones musulmanes a partir del siglo VIII, que
dispersaron a los religiosos y religiosas e hicieron crecer la lista de los
mártires en lugares tan significativos como el monasterio cordobés de
Tabara; y en el XII, con la llegada de
Alfonso VII el Emperador, a raíz de la toma de Jaén vuelven a renacer, pero
cambia el rito que antes era griego y se romaniza bajo la presión y el
caudillaje de los monjes blancos llegados con san Raimundo y sus caballeros de
la orden de Calatrava, la Kalat-Ribbat de los árabes, desde Borgoña, el
Languedoc, donde precisamente en Montsegur se localizaría el foco albigense,
Gascuña y otras regiones transpirenaicas. El “ Emperador” sería un revulsivo
contra la hegemonía muslímica. A partir de su reinado, empiezan a cambiar las
tornas y la balanza se inclina del bando cristiano. Se dice que fue un gran
rey. El único fallo que tuvo, a decir de
los cronistas, sería la división de su hijuela castellana entre sus hijos, lo
que daría rienda suelta a una descorazonadora tradición de guerras de sucesión
y de luchas dinásticas.
El cenobio donde los monjes no hacían vida común más que en muy
contadas ocasiones y no salían apenas de
sus celdas se convierte en monasterio con un régimen conventual muy
estricto. En su organigrama de
observancia, el de Claraval quiere que
los monjes blancos trabajen, rezan, coman y hasta duerman, los lechos separados
por un biombo o camarilla, siempre el uno cerca
del otro, en parte, para darse ánimos, y, en parte para que el superior
los tuviese más controlado, porque el Cister está íntimamente relacionado con
el Temple y ofrece una estructura militar, y, en último termino, porque así se prevenían las discordias. Toda
la autoridad, en manos del abad. No se dependía de Roma más que a efectos
dogmáticos. Los monarcas de Castilla y los obispos declinan su patria potestad,
hacen donaciones territoriales y de inmuebles,
y es así como el margen de la umbría de la cordillera central desde
Somosierra hasta los Picos de Urbión y la margen izquierda del Duero se
convierte en abadengos.
Recogen los cistercienses de
los benedictinos su amor al trabajo, la paciencia, pero rechazan el boato y la
solemnidad. La disciplina es en san Bernardo más férrea que en San Benito, en
correlación con la idiosincrasia de uno y otro: la del primero más aguerrida, y
la del segundo, como buen italiano, más
partidaria de que la miel pueda resultar más eficaz que el vinagre, como paliativo.
Por otra parte, los cistercienses serán los grandes adelantados de la devoción
marial, impulsan con ardor esta singular forma de piedad, algo que los
templarios habían incorporado a su vida de desde sus correrías por oriente. Misteriosamente, al pairo de esa devoción se
esparce rápidamente el afán de construir
catedrales góticas. Son menos intelectuales y más prácticos que sus hermanos
por estar más avezados a convivir con soldados y campesinos que sus hermanos “
los monjes negros”. Pero el “ora et labora” lo imprimen como sello primordial
de conducta. Allí donde aparece un cisterciense, se construye una capilla, se
copia un códice, se planta un majuelo, y surgen aradas por los campos. La impronta rural, casi de paz
geórgica, es un rasgo fisonómico de la cultura cisterciense.
En todas las casas de bernardos la estructura es muy simple y austera.
Cada individuo tenía asignado un papel que desempeñar. Y ha de someterse
durante el culto a un reglamento de meticulosas ceremonias, donde los pasos que
se han de dar y las genuflexiones con prosternación incluida, están
minuciosamente estipuladas por rúbrica abacial. Así, si algún fraile, por
negligencia o descuido, omitía alguno de estos ritos exteriores, luego tendría
que ir a confesarse durante el Capítulo ante el abad y el resto de sus
hermanos.
Hay un campanero, un cillero,
un capiscol para el canto de los salmos, un hebdomadario de semana para vigilar
el sueño de sus hermanos, un enfermero, un carretero, y un apotecario o
cirujano, y un racionero. Las abadías más ricas se permiten el lujo de un
anatista, que era el encargado de asentar las cuentas del dietario y llevar
cómputo de las anatas. Los historiadores debemos a esta escrupulosidad
ordenancista del fundador borgoñón por precisar incluso cuántos pasos debería
haber desde el claustro hasta el coro, o el grosor que había de tener el
cerquillo de la tonsura, así como las pulsiones de la vida diaria que se
recogen en las tazmías o libros de cuentas del convento con evaluación de
cosechas, diezmos y primicias, la posibilidad de recomponer hogaño la
cotidianidad de un convento medieval: la dieta, las devociones, los premios,
los castigos, las costumbres funerarias, etc.
Había otro que administraba el armariolum
que guardaba los códices de devoción, evangeliarios y libros de
horas para el culto divino. Debía avidez por la lectura, pero ésta se
administraba en cápsulas. Los religiosos no debían manejar más que el “ pensum”
asignado. Los libros prohibidos se guardaban bajo llave en un sector de la biblioteca
denominado el “infierno”.
Parte importante era la bodega. No tenían prohibido el vino los
discípulos de Bernardo, aunque por una gracia especial de la Santísima Virgen
iban a él con moderación, pues al vino como rey y al agua como buey. En una dieta
vegetariana como la de los trapenses, que no catan las carne, el vino les
infundía energías, y era un buen reconstituyente para los duros inviernos de
conventos sin calefacción, ubicados por lo general en lugares tan fríos. La
mayor parte de los profesos solían morir de muy viejos.
Se les tasaba por norma dos
cuartillos a cada refacción, pero no lo probaban durante las cinco cuaresmas.
Sin embargo, dos veces al año por Pascua de Resurrección y en la fiesta de la
Virgen de agosto, jarro libre en las bodegas.
Con todo, resultaba infrecuente el espectáculo de ningún padre o
hermano oblato que hablase con las columnas. Algo alegres, sí. Pero los
cistercienses siempre tuvieron un carisma o tiento especial para paladear sus
sabrosos caldos. Por un regalo de la Virgen a la que rezaban siete veces
diarias, estos solitarios encontraban en el zumo de la vid la fuerza necesaria
del espíritu, y no la embriaguez del cerdo. Luego con hierbas seleccionadas y
después de un paciente trabajo de depuración en la retorta eran capaces de
manufacturar bebidas espiritosas de fuerte contenido alcohólico. Como el
“cointreau” y el “benedictine”. Las recetas de fabricación eran secretas y, al
morir, el bodeguero se lo pasaba a su sucesor. Es así como en los claustros es
descubierta una de las aplicaciones prácticas de la alquimia.
Eran eximios viticultores y a su sabiduría debe Castilla sobre todo la
ribera del Duero los excelentes caldos que ellos sabían cultivar con mano
maestras, plantando viñas y majuelos en declives y laderas, sitios muy
abrigados, y siguiendo un proceso de elaboración en cubetas de roble muy
estricto y fundamental.
Para fijar el tiempo en que se produce el cambio de guardia cultural,
la revirada del orden estético y social el siglo duodécimo es la pauta. Significa
uno de los espacios históricos y desconocidos de la proyección europea, un
avance en línea recta. Nace de las Cruzadas que no representan sino una huida
hacia delante. El arte románico, su
contraseña, constituye un estilo de transición desde la tierra de nadie de los
siglos oscuros hacia el esplendor del arco ojival. Funde los sueños anteriores,
porque la bóveda de cañón y el arco de medio punto nacen del legado
arquitectónico árabe, merovingio y paleocristiano. El Pórtico de la Gloria
compostelano viene a ser un crisol de la
quibla y del arrabá morisco, junto con la impasibilidad bizantina, las
fantasmagorías sobre el juicio final y la presencia del mal en el universo, que
obsesiona a los imagineros mozárabes.
No aflora por generación espontánea sino de resultas de una evolución
permeable, con intercadencias y altibajos y el desconcierto que habían deparado
a la mentalidad del cristiano las incursiones sarracenas. Pasado el terror del
milenario, con sus fijaciones sobre el Libro del Apocalipsis, una idea obsesiva
de que el mundo se acercaba al final de los tiempos, lo que desencadena dos
reacciones contrapuestas, en unos el gozar de los placeres que da la vida, y en
otros, el retiro de las pompas banales del mundo, en búsqueda del camino de
perfección en el desierto, se produce un resurgimiento. El hombre europeo
parece haberse encontrado a sí mismo. Tuvieron que pasar cien millones de años
antes de que el simio de Atapuerca alzase su columna vertebral hacia lo alto y
hablase. Y cien mil para la llegada de Cristo, pero sólo mil para que pintase
los monstruos de los bestiarios y beatos. Menos de mil, más y nos plantamos en
la calculadora. ¿Serán estas máquinas pensantes que tantos avances han deparado
a la Humanidad la antesala del milenario de deleites que anuncia la Biblia o el
comienzo del fin? Cuando nos detenemos ante el tímpano de Chartres esa es la
preguntan que muchos se formulan.
Había sido demasiado duro el Siglo de Hierro. Se registró por entonces
una de las crisis mayores del pontificado, debido a las conjuras internas y al
clima de la inestabilidad. Roma, que ya en el había conocido en 410 el saqueo
de Alarico, vuelve a ser invadida por tropas sarracenas en 844. El papa Sergio
III es obligado a contribuir al sultán onerosas pechas y cargas fiscales. Las
intrigas y el escaso decoro bañan el ambiente del palacio de San Juan de
Letrán. Ciertos autores suponen que las llaves del pescador quedaron en mano
durante un período de treinta meses de la Papisa Juana muerta de sobreparto el
año 857, y aunque estos datos no han podido ser contrastados, es bien cierto
que este clima de escandalos alentó el primer cisma con Bizancio. El papa
Nicolás y el patriarca Focio se cruzaron los primeros anatemas. La separación
se haría definitiva tres siglos más tarde con Miguel Cerulario. Juan VIII murió
a martillazos. Las hordas sarracenas arrasaron Monte Casino cerca de Nápoles,
pontificando Formoso, el cual abre una de las páginas más tristes de la
historia de la catolicidad.
De los veintiún papas que subieron al solio primado a lo largo del
siglo X se cree que un tercio de ellos falleció a mano airada, víctimas del
veneno, apuñalados o ahogados en el Tíber por sus contrincantes, si hay que
creer a un cronista tan ecuánime como es Vicente Silió en su magistral texto
“Un hombre ante la historia”. Muchos de ellos eran hechura del crimen y de la
intriga. El mentado Formoso fue desenterrado y su cadáver execrado. Secuaces de
la facción contrario le cortaron los dedos de la mano derecha, con la que
bendecía. Únicamente se salva de la quema San Silvestre II(999-1003), quien fue
investido durante el terror del milenario. Era, según parece, un nigromante y
cabalista que llegó a inventar una máquina capaz de responder sí o no a una
pregunta dada, conceptuándose a Silvestre como el precursor del ordenador y de
toda la cibernética. Rescató a Roma de la dominación musulmana mediante con una
alianza con el germánico Otón III. Fue
el remedio tal vez peor que la enfermedad porque este concordato va a suponer
el inicio de un estigma que haría mucho daño: el enfrentamiento entre Trono y
Altar, la lucha por las investiduras, el ambiente de pugnas del reinado del
emperador Enrique IV, la marcha a Canosa y todos los escándalos que rematarían
en la rebelión luterana.
Dice Morruet que esta desdichada centuria se llamó el Siglo de Plomo
por la grosería, el hervir de pasiones y la abominación que corrompe los
estrados de la curia. Es un tiempo de tinieblas por la falta de escritores, ya
que, como muchos pensaban que el 31 de diciembre del 999 se iba a acabar el
mundo, nadie labraba, ni escribía y proliferaban aberraciones corruptelas de
toda índole en el alto clero.
A este respecto la llegada al pontificado del monje Hildebrando en
1073 fue providencial. El austero monje siciliano que reinó bajo el nombre de
Gregorio VII inició una de las reformas más traumáticas, instituyó el celibato
eclesiástico. Este había quedado fijado en el Concilio toledano de Elvira del siglo IV. Se recomendaba la
abstinencia del comercio carnal con mujer a los ordenados sobre todo por
cuaresma y las grandes fiestas. Decía que un obispo no podía estar casado y que
todos aquellos presbíteros aspirantes a recibir la plenitud del sacerdocio
deberían despedir a su mujer legítima o a la concubina, cosa que hicieron
algunos egregios padres de la Iglesias como San Paulino de Nola, casado con
Terasia, y San Agustín con una esclava nubia. Pero ya nadie se acordaba de
aquellas normas implementadas por el concilio toledano, que casi nadie
respetaba. En realidad las recomendaciones de San Gregorio tardaron en tomar
cuerpo de realidad varios siglos, porque no es hasta el siglo XIV cuando
arraiga esta costumbre de la soltería para todos los clérigos, incluso los
minoristas.
Gregorio VII pagó caro su osadía al propugnar una reforma de las
costumbres, pero, sobre todo, en su enfrentamiento contra el poder temporal.
Fue depuesto por el candidato del emperador, Clemente III, y murió desterrado
en Salerno en 1085. Triste final para el monje Hildebrando quien toda su vida
luchó por unas cuantas ideas absolutas, pocas, pero exactas: a), que le poder
de los papas viene directamente de Dios; b), que todos los príncipes de la
tierra han de besarle el pie en señal de pleitesía; c), que el papa no se
equivoca jamás, hable ex cáthedra o en charla confidencial, porque en su triple
corona recae el viento trinitario y almo; d) que asume la facultad de hacer la
guerra por delegación a los reyes bajo la órbita de su mandato. Esta es la
Teoría de las Dos Espadas sobre la cual hace una exégesis brillante años más
tarde San Bernardo. Algunos creen que de ese modo vino Dios a confundir su
altanería. Imprimió un estilo y un carácter aquel oscuro monje toscano de cuyas
rentas viven, engordan, y creen, todavía a pie juntillas, muchos purpurados de
hoy.
Esta insigne figura del pontificado va a convertirse en el gran
campeón de la Iglesia romana como jerarquía y poder, independiente de los
príncipes cristianos. Lo que quería Hildebrando, al hacer pasar por las horcas
caudinas de su predominio y acaso de su insolencia al titular del Trono Sacro Germánico, era el establecimiento de la utopía
agustiniana: un solo cetro y una sola corona de dominio universal. La tiara por
encima de la corona y el trono. Un gobierno mundial encarnado en
la persona del papa elegido por el Espíritu Santo. La idea está bien y muchos
han sucumbido a esa tentación de la prepotencia, pero no es desde luego un
precepto evangélico. El reino de Cristo pertenece al mundo de las almas, no de
los cuerpos. Es interior, esotérico. Se
arrogan atribuciones, se interpolan conceptos. Espíritu y carne batallan sin
cesar.
Es el santo y seña de la mano
del hombre que deja por doquier estampada la marca de su naturaleza viciada.
Dicho esto, hay que decir que Gregorio VII ha sido uno de los papas mayores de
todos los tiempos. Después de mí el diluvio. Quien venga atrás que arree. Al morir en 1085, la debacle. La cristiandad
intenta la fuga hacia delante lanzandose a las Cruzadas. Legatario y heredero de Gregorio VII, que hubo de gobernar el
timón de la nave de Pedro en medio de la borrasca de las Investiduras, es Urbano II. Él fue el que mandó predicarla,
pero en su pontificado se produce la reforma de los benedictinos por el Cister
y la orden que más santos y más gloria ha dado a la Iglesia, la de los cartujos,
aunque muchos de ellos no se hallen registrados en el santoral. Después de las
tinieblas de la enorme noche, los rayos fecundos y providentes de la aurora.
La presencia de los hijos de
San Bruno en la historia, que aun siguen con las costumbres y hábitos del siglo
XI, en sus celdas calladas es un testimonio de que la Iglesia, a pesar de los
papas, es patrimonio de la herencia eterna de la Verdad de Cristo. El Cister y
la Cartuja aparecieron en 1099, el año en que las mesnadas de Godofredo de Bouillon
llegaban a las puertas de Jerusalén. Una de cal y otra de arena.
Si alguna virtud tuvieron las ahora tan denostadas Cruzadas fue que,
merced a ellas, todo el mundo cristiano se pone en movimiento. Fueron una huida
adelante para salir del marasmo. La cruz cruza el rubicón y se hace amiga de la
espada. Nada volvería a ser igual que antes. Se cierra el ambiente de
postración en que había vivido la Iglesia para cobrar un papel señero. Quedan
atrás las tinieblas del Siglo de Hierro en el bajo imperio carolingio. La
gracia presupone a la naturaleza y Dios nunca se atreve a tocar los moldes del
lenguaje de un tiempo. Este determinismo le hace escribir del derecho con
renglones del revés, aparentemente, todo se torció. Todo fue un fracaso porque
el fanatismo, aunque sea en nombre de la verdad, suele envenenar los ánimos.
Proliferaron los excesos y rapiñas, desafueros y genocidios. Los burgos de Europa quedaron
semi vacíos cuando un emisario de Urbano II iba de puerta en puerta predicando
el “Dios lo quiere”. Hablaba de una tierra prometida, santificada por la
presencia del Salvador, donde las fuentes manaban leche y miel y de un reino
donde no habría esclavitud.
Ellos suspiraban por la libertad pues el siervo de la gleba estaba
fundido con la tierra, tanto como los muros del recinto del castillo, las
plantas y los árboles. Formaba parte de los bienes raíces de los señores de
horca y cuchillo. Mil años de fe no habían sido suficientes para conseguir la
emancipación de la servidumbre. Ahora bastaba con reconquistar Jerusalén,
apoderarse las reliquias de Cristo y de los Apóstoles. Era por el otoño de
1095. Una bula del concilio de Clermont Ferrant garantizaba la vida eterna a
todos aquellos que murieran peleando por la cruz en los Santos Lugares. Se pone
en camino una turba de desharrapados. La mayor parte de los expedicionarios
sucumbe a los peligros, enfermedades, hambres o a la intemperie de la ruta.
Mujeres y niños fueron hechos prisioneros por los soldados turcos yendo a parar
a los burdeles e himeneos de Estambul o de Damasco. Los propios griegos, a los
que supuestamente marchaban a liberar, se muestran horrorizados por aquella
hueste de Godofredo de Bouillon y de Balbino que se entregaban a la rapiña y a
toda suerte de desmanes. A pesar de todo, Dios se sirvió de tales mimbres, tan
precarios, para manifestar su voluntad de encarecimiento y de progreso. Del
lodo y la miseria de las Cruzadas surgieron las catedrales y la polifonía del
Pórtico de la Gloria, donde la materia se diviniza por el soplo del Espíritu. En
ninguna otra época estuvo el hombre tan cercano al lenguaje de la redención
como en el siglo XII. Asistimos a la hora máxima de la genialidad europea.
El cristianismo no es una religión enteramente judía, ni pagana. Es
una simbiosis del antes y del después que se transforma en mariposa - efecto
“Schmetterling” - y agita sus alas hacia el futuro. Al humanarse la segunda
persona de la Trinidad acepta al hombre, tal y conforme es, moldeado en el
barro, toma su debilidad y trata de convertirla en fortaleza. Esto nunca podrán
comprenderlo los fariseos, los que se consideran puros, los sepulcros
blanqueados. Dios bajó para estar un poco más cerca del dolor del hombre. En
cierta manera, acepta el patrimonio recibido como consecuencia del pecado.
La guerra, las invasiones sólo traen eso: pecorea, agravios, enconos y
suspicacias que duran no ya generaciones sino siglos. Por fin, los ejércitos
papales avistaron los muros de la Ciudad Santa el 15 de julio de 1099. Se
cumple un milenio de todo aquello. Seguimos bajo el signo de Aries. ¿No será el
Agnus Dei que pintaron en los arcosolios de las catacumbas los primeros
cristianos el Carnero que rige a las doce virtudes? El Cordero de Dios campeó
sobre las oriflamas y pendones bélicos de la entrada de Godofredo en la Ciudad
de la Paz. ¡Qué ironía! No fue sino la plaza de todos los conflictos. Pero
aquellos rudos aventureros iban en busca del Santo Grial. Querían obtener un
testimonio físico de la presencia de aquél por el que combatían y peregrinaban
en el mundo. Resulta imposible entender el cristianismo sin esa avidez de
reliquias. Tenían que ver para creer. Meter el dedo en la llaga, como Tomás. Es
la humana fragilidad.
Dice San Máximo, obispo de Turín, en una de sus numerosas homilías que
han pasado a todos los breviarios:
“Todos los mártires deben ser honrados, pero en especial hay que venerar a aquellos que nos
dejaron sus reliquias corporales como testimonio de su holocausto. Las
reliquias nos asisten y dan fuerza en la oración. Son fuente de salud corporal
y de milagros para superar enfermedades y nos sirven de viático en el momento
en que iniciamos el camino del más allá”
Este texto del 451 sirve de punto de partida, al hacerse eco de una
tesis muy divulgada desde el siglo II de que los despojos de los santos tienen
propiedades curativas. Es el culto a las reliquias, como veremos adelante, con
sus pros y sus contras, uno de los grandes caballos de batalla de la
religiosidad católica. Después de todo, aquellos pobres desharrapados que se
embarcaron en las tres primeras cruzadas iban a Jerusalén en busca de los
huesos santos no sabían adonde iban, sólo querían huir, liberarse. Estas tibias
y canillas, molares y calaveras de los que sucumbieron al tajo del tirano pero
ganaron la victoria de la vida eterna, así como otras reminiscencias del paso por el mundo de estos varones y
hembras que siguieron al Cordero hasta la muerte, constituyen la panacea, pues,
de las peregrinaciones.
El Libro de los Salmos viene a ser el texto en que se basan: “Y el Señor guardará todos los huesos de
los justos después de la tribulación (Ps. 33.20-21).
A su vez el Eclesiastés recapitula a favor de los que mueren en Él”: Estos son los varones de misericordia, cuyas
obras de piedad no han caído en el olvido. En su descendencia permanecerán sus bienes.
Sus nietos serán una sucesión santa y su posteridad se mantendrá constantemente
en la alianza. Sepultados en paz sus cuerpos, vivirá, sin embargo, su nombre
por los siglos de los siglos. Celebren los pueblos la sabiduría de los varones
de misericordia y repitánse sus alabanzas en las asambleas sagradas”(Libro
de la Sabiduría 44, 10-15)
Quienes salieron vivos y regresaron a sus casas, llegaron de Judea
cargados de reliquias. Unos y otros arramplaron con lo que encontraron a mano.
Creerán en el Santo Grial y la virtud curativa emanada de los objetos que
salvan. Se exhibieron como trofeos en las vitrinas de todas las catedrales de
Occidente que entonces empiezan a erigirse, precisamente como aras de guarda de
aquellos tesoros de origen dudoso, y algunos hasta del peor gusto, Alfonso I de Portugal entra en
Coimbra de vuelta de Tierra Santa nada menos que con la punta de la lanza con
que abrió Longinos el costado del Señor, una zapatilla de la virgen María, la
toca que puso sobre las sienes
Magdalena, la hermosa pecadora que ungió con sus cabellos los pies
sagrados de Jesús. Ya veremos capítulos abajo en que para todo este negocio de
los tahalíes cristianos. Los huesos
venerandos colmaron las tecas y los joyeles de las iglesias y los palacios. Se
exhibían como talismán y salvoconducto de la buenaventura. ¡Inaudito! ¡Los
gansos quieren transformarse en cisnes! Pero, nunca los recriminéis: el
fetichismo lo llevamos los humanos en la masa de nuestra sangre.
Esto es la bella teoría. La praxis, tratandose de la condición humana,
va por otros rumbos. Hubo abusos pero se salva la Fe común de los que ansían el
reinado del bien sobre la tierra. Gracias a las tan besuqueados y traídos y
llevados vestigios, las naciones europeas salen de su letargo y se ponen en marcha
en busca de algo. Todo tenía un sentido trascendente e iniciático. No conviene
descalificar tan importante fenómeno tachándolo de mera aberración por los
fetiches, los sortilegios, los presagios. Puesto que el ser humano es por
naturaleza supersticioso, la Iglesia trata de morigerar la condición innata
encauzandola hacia lo Alto.
El mundo conocido abandona la gleba y se aburguesa. Cobran incremento
los intercambios y el comercio, merced a las peregrinaciones que pusieron en
las mentes un incentivo promotor desde el afán
de nuevos descubrimientos y sensaciones. Se elevan puentes, se
construyen caminos.
Unos van a Cantorbery. Otros, a Reims a visitar la tumba de San
Remigio y otros a Colonia, donde estaba el sepulcro de los Reyes Magos. Otros,
a visitar la Santa Sepultura. Cuando la ruta de Tierra Santa quedó interceptada
por Aladino, viran a Occidente y Santiago de Galicia se beneficia de este
cambio de tendencia, ocupando Finisterre el lugar de la Ciudad de la Paz.
Compostela representa el final de esa hégira de purificación emblemática y
contradictoria, porque Dios elige al que elige, en la que se centra y consiste
el paso del alma cristiana por la Tierra. No es la Jerusalén física la que
buscan sino la del alma, ubicada en las alturas celestes. Lo importante no es la meta final sino el
propio sendero de una ruta empedrada de símbolos y de creencias. Los ensalmos resultan a veces indispensables.
Otra vez entran en juego aquí las dualidades de esoterismo del mundo mágico e
imperceptible y lo exotérico del ámbito vulgar y común, controlado por las
pulsiones exteriores. Son dos lineas de fuerza, la de las apariciones y los
aparecimientos o apariencias que nunca se encontrarán. Porque metafísicamente
se repugnan.
En este mundo perecedero y ruin
todo se encuentra mixturado y envuelto. La fealdad lleva de la mano a la
belleza, y el oro y la plata subyacen en la misma mena que el barro.
Fue precisamente el vehemente y apasionado Bernardo el fundador de la
Orden contemplativa más importante de la Edad Media el que se esfuerza por
armonizar la contradicción inherente. Al ritmo de las estrofas de la plegaria
mariana por él compuesta, el “Acordaos”, predica la Segunda Cruzada. Otro
fracaso estrepitoso. Los turcos se apoderan de Edesa en 1.l44 y de San Juan de
Acre, las turbas indisciplinadas y descompuestas de Balduino de Gante se dan al
pillaje y perpetran sacrilegios; arrasan
el templo más antiguo de la cristiandad, Santa Sofía, dedicado a la Virgen
María. Se trata del primer encontronazo de la teología marial entre latinos y
bizantinos. Para aquéllos la Virgen era una mujer de carne y hueso, al socaire
de las creencias paganas sobre ritos de la fecundidad, de los que va ser
difícil desembarazarse, como se comprueba en las diferentes iconografías. Para
éstos es una versión más estilizada, descarnada de cualquier suponer físico,
con arreglo a la lección esotérica del Eclesiastés, cuyo texto describe de esta
forma a María:
“Yo broté, como la vid, pimpollos de suave olor, y mis flores dan
fruto de gloria y de riqueza. Yo soy la madre del puro amor, y de la sabiduría
y de la ciencia de la esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la
verdad: en mí toda la esperanza de la vida y la virtud. Venid a mí cuantos me
deseáis, saciáos de mis frutos, porque mi espíritu es más suave que la miel y
más dulce que el panal es mi herencia. Se hará memoria de mí en la serie de los
siglos. Los que de mí comen tienen más hambre todavía, y tienen sed los que de
mí beben. El que me escucha nunca será confundido y los que se guían por mí no pecarán. Los que
me esclarecen obtendrán la vida eterna”
Se trata de uno de los himnos más sublimes que han salido de la
iluminación profética de Israel sobre el conocimiento. Es la búsqueda de la
ciencia, la Sofía, el símbolo de los que buscan a Dios a través del raciocinio,
el estudio piadoso y la contemplación, utilizando los dotes más nobles de la
naturaleza humana. En Oriente la Theotokos se identificó con esta sed del
conocimiento de Dios que nunca se sacia. Su vientre parió al Redentor y es la
fuente que alumbra la salvación. La Mujer aplastará la cabeza del dragón. No
cabe mensaje más iluminado de profecía. La Virgen es el primer peldaño de la
escala del cielo que jalona el comienzo de la vida futura.
Bernardo acuña el estereotipo de la disciplina, la castidad, la
abnegación. Se rebela contra la relajación existente en los cuatros mil
monasterios benedictinos abiertos por todo el Oeste cristiano desde Polonia a
País de Gales y desde Northumbria hasta Silos. Desautoriza a Cluny por su apego
a las riquezas, su connivencia con el sistema establecido, su transigencia con la esclavitud que era
permitida en los sagrados recintos monacales. Es un estallido de fervor
idealista y de violencia contra los enemigos de la religión. El ambicioso
apóstol de Claraval anhelaba el triunfo, no el martirio. Sanciona la guerra
santa y dice que es justo matar en nombre de la Trinidad, una idea nueva que no
estaba en los textos patrísticos al uso, pero que se explica en el clima de
incertidumbre en que se vivió durante muchos siglos. Si los mártires se alzaron
contra los dioses falsos de Roma ¿ por qué a los francos no les iba a estar
permitido amotinarse contra la tiranía muslímica?
Los secuaces del Islam llevaban
muchos siglos cortando cabezas. Venga, pues, norabuena la guerra santa. ¡ Guerra. Guerra al
Anticristo! Al fin y al cabo los que tanto critican a los cristianos su
incongruencia con las prédicas de la paz y el amor, ahora y siempre se entregan ellos mismos a
excesos sanguinarios. Parece ser que la agresividad forma parte inherente la
condición humana. Se exige a los yugoslavos, por ejemplo, que pongan su cerviz
ante la toza del verdugo inglés o norteamericano, pero, si se defienden, ya son
malos, enemigos de la raza humana, fementidos y crueles “chestniks”. El
gobierno hebreo de Jerusalén anda metido en otra cruzada para expulsar a los
palestinos de Cisjordania y la mayor parte de los judíos del planeta aplauden
esta conducta mientras se acuerdan todos de la madre de San Bernardo y los
caballeros de la Tabla Redonda, porque en Palestina cometieron algunos excesos.
Esto es un acto de hipocresía. Vivimos en un mundo de falacias, silogismos
cornutos y entimemas. La ley del embudo, el doble rasero, se imponen o nos la
imponen, de grado, o a la fuerza.
Va a ser en España donde los bernardos, propulsores de las Órdenes
castrenses de Calatrava, Santiago y Alcántara, van a establecer un glacis
defensivo, una especie de cordón sanitario de la cristiandad con el objeto de
impedir el paso de las sangrientas hordas árabes en las razias de primavera desde la cuenca del Duero a la
del Tajo.
El Cister, aunque San Bernardo
lo recondujo y lo adaptó a la mentalidad continental, había sido fundado por un
inglés, San Roberto de Citaeux, en el valle del Loira el 1098. Lo insular y el áureo aislamiento viene a ser una de las prerrogativas de los
ingleses, que, en cierto modo, acata el Cister, porque, al fin y al cabo, los
británicos siempre han querido ir a su bola y a su aire, haciendo las cosas
como les plugo o Dios les da a entender, tanto en política como en
religión. San Bernardo en más de una
ocasión se atreve a leer la cartilla al papa. Quiso crear un movimiento de
renovación, un primer intento de reforma de las costumbres depravadas de las
eminencias directivas por las corruptelas y las intrigas y el clima de
encarnizada batalla a causa de las Investiduras. Responde al carácter británico marcado por
una tolerancia en combinación con la solidez de la razón practica. La sencillez, acrisolada en las buenas
maneras del respeto y la etiqueta, se refuerza con el pragmatismo. En las Islas
siempre ha quedado un regusto por lo romano, puesto que son aficionados los ingleses de la arquitectura de Roma, de
su pasión por el Derecho. Esta adherencia a las costumbres romanas va a ser el
nema del cister. Había aflorado en el valle de Clairvaux, cerca de York, pero es San Bernardo el que lo impulsa.
Tres son las características más señaladas de esta orden activa y
contemplativa a la vez en su ascendencia primigenia hasta que fue reformada con
la instalación de la Trapa:
1. - Rigor litúrgico. Los monasterios cistercienses se distinguen por
tener en sus iglesias un rosetón a
Poniente. Es una piedad circular y heliocéntrica. Rezan mirando al Sol y componen esas
plegarias maravillosas que orquestan la vida cotidiana de un monje que empieza
al alba con el canto de “Iam lucis ortus sidere” y termina con el “Te lucis
ante terminum”. El marchamo del día se corresponde con el de las horas
canónicas. Son reminiscencias del culto de la Redolada céltica. El círculo
proyecta sus brazos iluminados sobre el universo dando vida y alma a los
mortales. Mueve todo cuanto gira en su órbita, y él queda fijo. Siempre la
búsqueda del centro eucarístico en armonía con el girar de las estaciones, las alternancias
y evoluciones de la aguja del reloj. El monje cisterciense, desde el supuesto
de que clepsidra y observancia son compatibles, se siente locatario de un suelo
lleno de miserias, pero está llamado a ser colono del cielo. Ordena su
existencia mirando al orto y al ocaso. Ama la redola. Se siente seguro en el
círculo de Cristo, recordando un poco a la heliolatría de sus antepasados.
Porque el atavismo recuerda la comunión celta con los rayos solares. Aquí no es
Apolo el que envía su energía, el Sol es Cristo.
2. - Vida en común las veinticuatros horas del día. Los cistercienses
duermen en crujías generales, cada lecho separado con una camarilla
encortinada. No tienen nada propio. No valen nada como individuos pero sí como
grupo. Renuncian a la libertad y viven en un régimen de severo trabajo y como
los benedictinos practican el “ora et labora” y difunden por toda Europa el
amor al trabajo. Su especialidad, la agricultura. Se levantan a maitines a las
dos de la madrugada y cantan en coro laudes, prima y tercia. Se vuelven a
recoger para volver a la Iglesia a las seis de la mañana. A las siete de la
mañana, ya estaban en el campo o en el taller. Es un sistema de disciplina más
rígido incluso que el de los cartujos, porque habían de pasar en comunidad quienes
abrazaban su regla las veinticuatro horas y llevar una existencia bajo la
regencia de la campana, conduciéndose como autómatas y a golpe de badajos, con
el oído atento al sonido del bronce que
llama y convoca. ¡Y ya son unas pocas veces a lo largo del día en la Trapa!
Sobre eso, en un principio, regía el gran silencio. Los monjes no podían
quebrantarlo y tenían que comunicarse por señas. Cada cenobio tenía su propio
lenguaje mímico para ejecutar las órdenes del superior. La guarda de la lengua
era una de las primeras cosas que aprendía el neófito en su proceso de
aclimatación al gran silencio. No era lícito hablar de asuntos personales. San
Efrén había dicho: “Una palabra es plata.
El silencio es oro puro”. Hablar poco - lo imprescindible- parece ser uno
de los secretos de la felicidad íntima y de la vida larga. Está demostrado que
la charlatanería es uno de los picaportes del mal por los que se cuela el
viento del diablo. Pero es duro abrazarse a este sigilo, porque el ser humano
es, por naturaleza, comunicativo; esta dureza topó con algunas dificultades y
los monjes, al bajar la guardia, se relajaron. Como el espíritu y la letra de
las constituciones bernardas no pudo ser guardado a rajatabla, luego se vendría
la reforma trapense, ateniéndose a los mandatos de su fundador.
3. - Son austeros y se rebelan contra el boato de los benitos. En los
monasterios cistercienses el profeso no goza de tanta libertad y están más
amarrado y vigilado. Claraval y el Valle de Citeaux suponen una adaptación de
la Regla de Montecasino, promulgada por
San Benito seis siglos antes.
La autoridad recaía totalmente en el abad, nunca dependían del obispo
ordinario y muchas veces se observa un talante independiente incluso de Roma.
Fue la suya una labor constructiva y civilizadora aunque en muchos casos
tuvieran que entrar a saco con un mundo viejo y en decadencia. En todos los monasterios se observa, como en
el de Sacramenia, la existencia de un cordón defensivo, o glacis de bastiones o
atalayas sitos en los cerros empinados, para la vigilancia de los valles. El
bastión central se encuentra rodeado de un perímetro de cenobios adyacentes,
como una “anillo de oro”.
En estas avanzadillas hacían
guardia día y noche frailes entrenados en el empleo de las armas. El de Cardaba
llegó a contar con otros cinco establecimientos subsidiarios, el de la Torre de
San Gregorio de Fuentesoto, otro cenobio llamado de Santa Cruz camino de la
Villa de Fuentidueña, el bastión de San Miguel en el cerro de Sacramenia y
otros dos en Cuevas de Provanco y en Valtiendas. Respondiendo al clisé de mitad
monjes mitad soldados los bernardos no sólo sabían Teología sino que eran
expertos en Poliorcética.
Cuando llegan los primeros
frailes franceses a este valle, la vida poco a poco empezó a cambiar. Se
trataba de la repoblación de una tierra
de nadie, que estaba arrasada a causa de muchos siglos de guerra. Claraval
manda a su gente a defender la cruz de Cristo en la frontera. Esta es la tierra
de Fernán González, los páramos que cruzaba el Cid camino de Valencia. Según
referencias locales al Campeador le gustaban los asados y el cordero de
Sacramenia, la bien guardada por recios adarves sagrados, como su propio nombre
indica, y que desde el año 943 se había adherido al abadengo de San Pedro de
Cardeña, donde el buen Cid se lamía las heridas de las ingratitudes y despechos
regios, cuando Alfonso VI mandó arrasar su casa, al haber hecho un voto el
conde castellano después de una batalla contra los moros, gracias al concurso
del Arcángel San Miguel.
Ahí permanecen como testimonio memorial de aquel avatar los lienzos de
los muros del primitivo templo al Príncipe de los Escuadrones Angélicos.
Hasta las piedras aquí transpiran un halo mágico y batallador. Es la huella cisterciense que se alza señera,
media legua, vega arriba, en la antigua iglesia de Fuentesoto. La torre y la
ojiva del cementerio permanecen intactas. La nave derruida ha sido habilitada
para cementerio. Pero el farallón empinado sobre la cárcava parece un centinela
encaramado en la loma, de ojos escrutadores mirando desde sus cuencas vacías,
que observa la yerma contornada en el
discurrir de los siglos. Un ángel de piedra se sienta en su cátedra como
guardando los campos todo lo que abarca el horizonte. Estuvo consagrada a la advocación de San Gregorio, pero no quedan
actas. Puede que fuese una antiguo templo mozárabe puesto que su estructura
cuadrada guarda un cierto parangón con San Juan de Lillo, Santa Cristina de
Lena o San Julián de los Prados, de Oviedo. Allí no llegaron las lanzas de
Almánzor, aquí dejaron las huellas. Pero, en medio de su desolación, estos
farallones se tienen todavía erguidos. En la unción del silencio que las
circunda, las piedras todavía parecen lanzar un grito de desafío a la historia
y lanzan la contraseña de la ordenación de diáconos, al toque de llamada del
obispo:
- Adsum. ¡ Presente! Aquí
estamos, para lo que haga falta.
En uno y otro monumento el
detergente del tiempo ha sido incapaz de borrar algunas inscripciones al pastel
de color negro o mazarrón estampadas sobre las paredes en letra gótica. En la
de san Miguel sólo aparece una cruz griega sobre el montante de la arquivolta.
Fuentesoto junto con Pecharromán y Santa Cruz, hoy desaparecido, eran arrabales
de Sacramenia. Desde estas atalayas místico estratégicas se otea la descubierta
del páramo circundante de arenas coloradas y piedras calizas en un radio que
abarca hasta los tesos de Tejares y el sorprendente mamelón que tiene la forma
de hocico de jabalí sobre el mogote en que se asienta Torreadrada, la vieja
Aderata romana, cabeza de los castros donde posaron las legiones de Augusto.
Por el sur, la vega,
adentrandose de sobre derroteros más suaves, confluye en Peñafiel a través de
Aldeasonia, que haciendo honor a su
nombre, tiene algo de oasis en medio de la desolación de rastrojeras y
añojales, y es un lugar de ensueño. Más allá del derrotero se alzan las colaciones de Rábano, Calabazas y El
Vivar. El paisaje y la toponimia no pueden ser más cidianos. Estamos en el
riñón de las Castillas.
El Cister rompe los esquemas de la actitud sumisa hacia el Islam,
consuetudinaria entre los griegos y los mozárabes, los cuales aceptaban con
facilidad el yugo y hasta besaban el látigo del cadí, acertando a convivir, mal
que bien con los invasores, y a cambio de no poca sangre, múltiples
profanaciones de aras sagradas, como ocurrió con frecuencia en la Córdoba
califal. Presumiblemente el nombre de Cardaba dado a la fundación tenga que ver
con el de la capital andaluza, porque se cree que esta zona de la raya del
Duero fue refugio de los hispano visigóticos en fuga de la persecución
mahometana que arreció de los siglos VIII al X,
como prueba la cantidad de eremitorios y refugios cenobitas existentes
en toda la región y la influencia mudéjar, que se observa en la arquitectura y
decoración vegetal de los cimacios y capiteles de este arte primitivo en la
provincia meridional castellana. Puertas y ventanas capialzadas del románico
segoviano, exenta de cualquier insinuación a la iconolatría, que veda el Corán, evocan la mano del alarife versado en las
enseñanzas del Profeta.
El santo de mi pueblo, Beato
Juan de Paniagua, que se santificó ayunando y viviendo apartado en las
espeluncas del término que los sotohontaneros llamamos Peña Colgada provenía de
Al Andalusí, al igual que San Frutos, Santa Casilda y tantos y tantos otros.
Cardaba es, por tanto, un remedo de la
Córdoba de Marcial y remite resonancias al peregrino o al curioso
espectador del “cordubensis conventus” de Plinio, que los mozárabes trasladaron
al norte, en la denominada zona del “convento asturicense”. Páginas adelante,
comprobaremos la estrecha relación que tuvieron en un pasado las sedes
episcopales de Córdoba con la de Oviedo; de Toledo, con León; de Avila con
Astorga, focos que fueron del movimiento gnóstico priscilianista. En el idioma alauita se llama de esa manera:
Kar-da-bah, pero no era un topónimo arábigo.
Allí, en aquella ciudad la más
populosa de Occidente que en el siglo IX llegó a tener millón y medio de
habitantes, al filo de la espada pereció San Sancho, y fue empalado, tormento
indecible, San Isaac, diácono del monasterio de Tabara, del que San Eulogio
cuenta que habló en el vientre de la madre, lo que suele ser un síntoma de
profecía y descabezados; perecieron descuartizados San Walamboso, San Sabiniano,
San Witremundo y San Abencio, todos ellos monjes mozárabes. Al cupo se agregó
Santa Columba cuyo cadáver incorrupto, después de haber sido aquella monja del
mismo adoratorio violada y despedazada por sus verdugos, apareció a los tres
días colocado en una barca que los angeles guardaban rumbo a Sevilla.
Las aguas del Guadalquivir se
mancharon con esta sangre o con la ceniza de los cadáveres incinerados y
aventados. El monasterio Tabense
se hizo famoso por el abundante número de mártires que dio a la Iglesia
en aquella aciaga coyuntura. Se guardan actas que recuerdan la fecha del
primero de junio de 851 como excepcionalmente trágica.
Igual suerte que sus compañeros dos años más tarde siguió la abadesa
de San Salvador de Peñamelaria -los
monasterios mozárabes eran mixtos y admitían en su seno hombres y mujeres
casadas- Santa Fandila, que estaba velada con otro monje de aquel lugar, Peña
de Miel, por nombre Pedro, y otros cincuenta valientes más que fueron pasados a
cuchillos por un eunuco del harén de Abderramán apodado “ Alzaraquí”(el Tuerto).
Esclarecido también con el don del martirio fue el santo niño San
Pelayo cuyas reliquias se veneran todavía en la catedral de Oviedo. Su
biografía fue historiada por una religiosa del ciclo gaélico, Santa Roswita, que
vivió en Whitby en el lejano corazón del Yorhshire británico. Resulta
portentoso descubrir cómo cundió la noticia por todo el septentrión cristiano
del heroísmo de aquellos hispanos valientes del sur profundo que prefirieron
morir antes que trocar la cruz por enseña del falce lunar, renunciando a ser
pupilos de Mahoma. Este dato que el monaquismo estaba muy consolidado ya en
occidente antes de la llegada de San Benito.
Nació Pelayo o Payo en Tuy donde pontificaba como arzobispo un hermano
de su padre por nombre Hermigio. En una incursión sarracena de primavera ambos
fueron tomados cautivos y llevados con otros muchos de aquel país a tierra de
infieles, después de una batalla que tuvo lugar en Nájera. En el cautiverio
cordobés todos los ojos se fijaron en él. El propio Abderramán III quedó
prendado de la singular hermosura del rapaz. Los relatores del acta martirial,
tanto Roswita como el presbítero Frugel, prefecto del monasterio de Cateclara,
quien también escribe su panegírico, son de la persuasión de que Payo o Pelayo
fue asesinado por negarse a acceder a los apetitos infames de sus verdugos, que
habían quedado defraudados en sus expectativas. La belleza del prisionero había
salvado la vida de su tío Hermigio, que pudo regresar a su diócesis dejando a su
sobrino en prendas. Parece ser que el obispo no fue tan firme en la fe como su
joven paje, y “sobrino”. Sencillamente, claudicó. El sacerdote no dio
testimonio. Lo tuvo que dar el monaguillo. Este acto de sustitución nos
llevaría a muy densas conclusiones sobre la esencia del cristianismo, que
pertenece a los débiles. Cuando los rabadanes abandonan al aprisco, es un zagal
el que, mediante el lavacro de purificación del martirio, auténtico bautismo de
sangre, rescata a las ovejas de las garras del lobo, no importa la extracción
social y hasta la condición sexual, porque bien puede ser que el niño Pelayo
fuese un eunuco en la corte prelaticia de Tuy antes de ser llevado como rehén a
Córdoba, del que saca la cara por Cristo. La sangre restriega toda mancha de culpa.
Pelayo fue descuartizado un día de junio de 925 por orden del califa,
que no era otro que el tan ponderado Abderramán III, hijo de una cristiana, el
constructor de la mezquita de Córdoba y que hizo de aquella urbe un emporio de
molicie y de lujo. Tenía un palacio con catorce mil esclavos. La sodomía era
una de sus debilidades y el amor efébico era corriente en este ambiente de
sensualidad. Mahoma no la condena en el Corán y por esto los moros nunca la
desdeñan. Este niño galaico tuvo el arrojo de negarse a ser juguete carnal del
encumbrado mandamás omeya. Por eso lo mandó descuartizar. Cabe suponer que
Pelayo, tras permanecer encerrado varios veces en el serrallo, fuera objeto de
repetidas violaciones sodomitas a viva fuerza.
Pero la fiera profesión de castidad de este infante de Tuy va a
convertirse en bandera de la Reconquista. Desde entonces el abismo entre moros
y cristianos, por mor de la práctica del vicio nefando es un abismo poco menos
que insalvable. El peor baldón que puede caer sobre un individuo entre nosotros
es el de llamarle maricón. Eso es así. Inamovible, inapelable, y, por lo mismo
infumable, por mucha carne en el asador que echen los charlatanes sobre la tres culturas, la
tolerancia del otro, la solidaridad, etc. El Evangelio predica la tolerancia y
el perdón del pecador pero condena su pecado. Es bueno estar todos juntos pero
no revueltos como propugnan los abanderados del Nuevo Orden. Que sigan las
insulsas maripavas alcahuetas del fornicio con sus cantilenas y monsergas
fláccidas, empecatados en la exhortación al escandalo, haciendo el caldo gordo
a mentes farisaicas y estrechas, cargando el éter de chocarrerías sin médula ni
substancia, desviandose de todo aquello que de verdad importa, y cargando la
maquina sobre las chorradas. Son de esa manera, porque son la voz de su amo, y
así honran el contrato del Gran Cofrade que les paga. A mí eso de la ley de
Mahoma que dice que donde las dan las toman no me peta. La inversión de la
naturaleza no puede entrar en el capítulo de “mis” derechos humanos. No puedo
cohonestar ni transigir con la abominación.
Los restos del santo niño mártir fueron llevados por Ordoño “El Craso”
de León, tristemente famosos en los anales por haber sido el responsable del
tributo de las Cien Doncellas - los asturleoneses, feudatarios del moro, habían
de pagar a éste diezmos y primicias; tenían que ofrecer todos los años a los
musulmanes una ofrenda de cien muchachas casaderas - y que acudía a Córdoba
todos los años para su visita liminar, y de paso, ir a los médicos que trataban
su gordura. Allí se lo pidió a Abderramán. El monarca abasí transigió. Fueron
trasladados con gran solemnidad a la capital del reino del norte.
Con motivo de la caída de León
arrasada por Almánzor el año 1000 las reliquias del mártir se vieron otra vez
en danza, y, sacadas a toda prisa de la cripta isidoriana por manos fieles,
cruzando Pajares - un hueso quedó en Arbás del Puerto- se hizo depósito de
ellas en la Cámara Santa. Durante muchos siglos la misa de San Pelayo en rito
mozárabe tuvo motu propio, con la particularidad de que en el canon se pronunciaban plegarias
en lengua arábiga, rogando por la conversión y el perdón de aquellos que
ocasionaron el suplicio del santo. Entonces cada diócesis, por facultad de su
obispo, tenía capacidad para organizar su propio culto y llevar un registro de
sus mártires y de sus santos, y mantenían una independencia y autonomía con
respecto al Vaticano que hizo posible que la luminaria de la fe no fuera
apagada en medio de los grandes vendavales y que hoy se echa mucho de menos en
estos días que corren cuando tanto se habla de democracia, y la autocracia y el
despotismo cunden en todos los planos, tanto el político, el social, o el
religioso.
Roma se ha hecho más piramidal
y monolítica que nunca.
Digresiones a un lado, ello fue que los cordobeses celebran su
tránsito el 21 de junio y los asturianos cinco días más tarde. Es un misterio
este baile de fechas, pero demuestra que la conmemoración del tránsito glorioso
estuvo muy extendida por toda España.
En recapitulación de lo dicho cabe temer - la historia habla como un
libro abierto- que el Islam no es una religión tolerante, ni tampoco lo es el
Judaísmo en su afán de desquite. Alá y Iahvé dos deidades vindicativas y
sanguinarias poco se acercan al rostro amable y manso de Nuestro Señor
Jesucristo. El uno porque es responsable de casi todas las guerras que ha
habido en suelo español y el otro por haber sido el dueño de los cuartos con
que las guerras se llevan a efecto. En una mano, la cimitarra, y, en otra, la
bolsa. A moros y a judíos siempre les encantó hacer la guerra. El uno, como
jarca y el otro, como asentista o proveedor de las mesnadas. Unos pusieron la
espada y otros el cofre. Asimismo, como azuzadores de las rehalas satánicas no
hay quien ponga a los israelitas un pie delante. Son el pueblo que ama la
sangre. Su oficio en la historia parece ser el de caminar errantes sembrando
allá por donde la semilla del rencor y la cizaña.
Y he aquí que de nuevo el odio
nos envuelve. Es un odio demoníaco que escupe sobre la cruz. Pero la Media Luna
ni el Menorah se distinguen precisamente por su condescendencia ni con su
escrupulosa guarda de las nuevas tablas sinaíticas que han bajado del monte los
norteamericanos. Clinton es judío. También lo es Magdalena Albright y el
general Clark, y el propio Javier Solana, que si no es judío practicante, se ha
mostrado siempre como un trilateral redomado.
El gobierno mundial abomina de las enseñanzas de Cristo y se está
entendiendo con los islamitas para proceder a un segundo arrasamiento de
Europa. Sobre Pristina, la Pristina de los latinos, en cuya lengua quería decir
la Primera, y la antigua residencia de los zares serbios, se abate un bosque de cimitarras amenazantes.
Brillan los alfanjes y se escuchan las ráfagas de los Kalashnikovs. La historia
del santo niño astur galaico se repite en la persona de Milsosevic acusado de
criminal de guerra por no haber querido ceder al Turco la sagrada tierra de
Kosovo y Metopia. La supositicia de los verdugos británicos imperialistas,
siempre jugando al tresillo de sus intereses desempeña una importante baza en todo este negocio. Es
para echarse a temblar que un país que se dice cristiano, pero donde mandan los
judíos desde Disraeli y Lord Templewood, se ensañe contra los serbios. Tenemos
a la vista una verdadera guerra de religión, mientras el papa polaco ha
enmudecido extrañamente ante los atropellos aliados. Quizá es porque no tiene
la conciencia tranquila. A este calamitoso estado de cosas ha desembocado la
manida Teología del Holocausto. Holocausto, desde luego. Pero ¿ a cuál de ellos
se refiere Su Santidad?
Vemos el mismo latrocinio, la cara de odio. Los morancos vuelven a
hacer de las suyas. De nuevo está a las puertas de Viena, de cuya llave son
dueños los súbditos de Su Majestad Graciosa, mientras los alemanes tragan, la
horda tártara, se ven por las pantallas a todas horas- debe de ser una consigna
del Gran cofrade - las agujas de los minaretes sarracenos taladrando el cielo
con su dardo amenazante. Esto tiene
todos los visos de cruzada al revés. Clinton, con sus pretorianos al lado, es
el que lanza el grito de “Alá es el mayor. No hay otro dios que Alá”, y envía
sus escuadras de portaviones contra un país diminuto pero lleno de dignidad
como es Yugoslavia. Ochenta colosos formidables contra uno. Ya podrán. La
pasada conflagración contra los serbios, tan sórdidamente comenzada y tan
extrañamente concluida, puede que sea el principio del fin. El enemigo del
género humano no ha cambiado de táctica. Se hace pasar por santo y, a veces por
papa, al que todo el mundo está en la obligación de rendirse a sus plantas. Es
un villano y un matasiete. Lo llaman el cálido, el piloso, el homicida; y, no
en vano, a lo que se ve. Por algo será.
Un furor antiguo pega
aldabonazos. Aquellos que les quede un poco de dignidad y de decoro y cierto
sentido de dignidad no tendrán otro
remedio que menear la cabeza con tristeza. De nuevo los Opas y Ulfilas de turno están abriendo los postigos del recinto
a los piratas berberiscos, echan abajo los quiciales para que entre toda esa
algazara. Son puestas en juego las muletillas de antaño y se escuchan todos los
tópicos y las tonterías que se dicen durante la chicad. No es lícito enrolarse
en la cruzada. Pero los amos del mundo
han dado el visto bueno, conculcando el derecho de gentes, a la chicad contra
Yugoslavia. El ambiente está muy cancerado y la herida del mundo, por causa de
la gangrena que lleva en el alma el pueblo que mandó crucificar a Cristo, emana
un tufo inaguantable.
Hablan de limpieza étnica, como
si los árabes no la hubieran practicado en Europa, a conciencia y sin
contemplaciones durante muchos siglos, como prueban los ejemplos de los
mártires de Córdoba arriba señalados.
El oriente cristiano está acostumbrado a hundir la cabeza bajo el ala
y volver la otra mejilla cuando viene el
turco. San Isidoro exhorta a la mansedumbre y a la aceptación del otro. Tenía
más razón que lo que era: un santo. Pero esa visión utópica de las cosas de
tierra poniendolas en la misma ringlera que las celestiales no es una razón
practica. San Agustín, que sabía más que Cardona, también es un abanderado de
la tolerancia étnica y la libertad religiosa, pero al propio tiempo pregonaba
la conquista de la utopía, un poder mundial o ciudad divina que sancionase la
convivencia entre los humanos a partir de la doctrina del NT Con lo que su influjo en la mentalidad
medieval y en la forja del papado jerárquico fue enorme. La consecución de la
utopía abarcaría a los hombres de todas las razas, latitudes, y épocas. Pero
esta tolerancia, anexa al cristianismo interior, basado en el Amor Divino no llegaría nunca a ser
puesta en práctica por el cristianismo exterior, la burocracia, el papeleo
inherente a toda estructura social. La casuistica y la estadística vencen casi
siempre por abrumadora mayoría. La maldad y el pecado ganan siempre varias
cabezas de ventaja. Por otro lado, las otras dos grandes religiones
monoteístas, no ya tan sólo se mofaron de la credulidad que presupone que el
ser humano vive en un estado de inocencia, sino que combatieron al Amor y le
hicieron la guerra. No puede decirse que moros y judíos hayan sido precisamente
tolerantes con la religión verdadera, aunque apeen su argumentación sobre los
supuestos excesos cometidos por uno cuantos cruzados o la avilantez de ciertos
personajes que han subido las gradas del altar de San Pedro. La acción del
Islam supuso la aniquilación y el exterminio de las florecientes comunidades
cristianas del Norte de África y del sur de España. Caería la cultura visigótica. Los supervivientes de
aquel holocausto tuvieron que ir a buscar refugio a las fragosas sierras
cántabras.
En 1099 Raimundo de Peñafort funda las Hermanos Hospitalarios de San
Juan de Jerusalén para socorrer a los cristianos de la primera cruzada,
víctimas de la degollina o de la desbandada. Se comprobó que para llevar a cabo
su labor humanitaria se necesitaba no sólo la fe sino el poder de la espada.
Este primer núcleo de hospitalarios es el germen de las Ordenes Militarizadas.
La actitud sumisa de los católicos ante la avalancha árabe que había llegado
más allá del Loira (incluso entraron en Roma), haciendo del romano pontífice
pechero del sultán es a partir del siglo XII que cambia. Se trata de una
mecanismo defensa con cifra de agresividad moderada.
Los historiadores al uso -un espíritu que nació a humos de la
Revolución Francesa- en su ceguedad volteriana se ensañan contra la Iglesia y
fundan su argumentación anticatólica en las tropelías y excesos cometidos por
las turbas de descamisados que aparecen
tras las predicaciones de aquel Pierre L`Eremite, aquel santón francés
con trazas de iluminado, que, estando un
día en oración ante la tumba de San Pedro, escucha una voz extraña que le habla
de la necesidad de rescatar los Santos Lugares. Una autosugestión personal la
convierte en oráculo. Se entrevista con
el papa Urbano II, quien le delega para que vaya por los caminos del mundo
anunciando el contenido de su revelación a las pobres gentes poco duchas en
Teología. La revelación era una rebelión en toda la regla, con que la Iglesia
se disponía a salir del marasmo causado por las disensiones entre el papado y
el imperio germánico. Esta vez la divinidad se sirvió de un loco para
encarrilar los proyectos de salvación transformadora. Ocurre con harta
frecuencia.
Cesar Cantú afirma que fue el movimiento más importante desde la
natividad de Jesús, que cala a todas las capas sociales, pero esta opinión del
historiador italiano no la comparte la mayor parte de los que escriben
iluminados por el candil de la Ilustración. Su obcecación les torna miopes y
parciales. Aplican el rasero crítico de los tiempos modernos al Medievo. Ahí
subyace una petición de principio, porque no se puede utilizar términos
unicolores. Las palabras evolucionan y cambian de sitio. El cristianismo no es
el resultado de una teoría estanca sino que se mueve al compás del avance de la
misma vida. Tampoco se puede decir que es una institución judaica. Nacida del
AT incorpora, sin embargo, creencias ancestrales de los mitos paganos. Entre
los visigodos esta presencia romana es ineludible. El Cister se propone
resucitar esas vivencias del mundo romano en abierta confrontación con los
Hijos de Sem y de Jafet, que subyugaron al cristianismo. Anteriormente, los
mozárabes tratan de adaptarse a los dominadores islámicos. Por desgracia, esta
conato de adaptación no daría fruto y,
en definitiva, aquellos que eran perseguido en Córdoba o en Toledo se
refugian en las montañas, buscando la
custodia de los primeros condes castellanos y de los reyes astures.
Ello fue que por estos pagos
del desierto de la Pedriza desde la marca de Sepúlveda, la septem publica, porque tenía siete puertas en tiempo de los vacceos
y los romanos, según rezan alguno textos del
nuncupativo[1]
fundacional, siguiendo las hoces del Duratón hasta Fuentidueña y más allá, se
organiza la primera gran Tebaida española. Otro lugar sería el Valle del
Silencio en el Bierzo. Guardando la
normativa tradicional cenobítica relacionada con el yermo del Nilo
hombres y mujeres se visten de marlota, a imitación de Juan el Bautista,
se alimentan de hierbas y de cardos y
organizan su vida conforme a los estrictos cánones de renuncia evangélica,
rezan por el mundo, incluso por sus perseguidores y viven en comunión con la
naturaleza, y ademas, luengos años. Porque como anunció Jesús, “ el que busca
su vida la perderá y el que la pierde la ganará”. El primer monaquismo
encuentra ascendencia en los patriarcas bíblicos. Es un deseo de abstraerse
para conocer la voluntad de Dios a cada instante.
Los patriarcas del AT gozaron
de días dilatados. Adán se quedó a las puertas de ser milenario. Por unos meses
no llegó a cumplir el milenio y Noé, el patriarca Abrahán y Noé alcanzaron los
seiscientos años de vida. San Antonio Abad rindió su espíritu a los 120 y así
otros muchos, porque los cartujos ninguno suele bajar de los 80. ¿ Cuál es el
secreto de que estos preclaros hombres y mujeres de la austeridad, la
simplicidad y la inocencia gocen del don más precioso y solicitado del ser
humano en los albores del 2000? Todos hacían poco ejercicio, ayunaban harto y
se cuidaban poco de sí mismos, a redropelo de lo que se estila hoy. Quien busca
su vida la perderá... ¡Lo llevamos claro!
Las espeluncas monacales de este apartado sector de la provincia
segoviana y las Médulas, esos mojones de sangre roja, en el corazón del Bierzo,
que tantas similitudes guardan por su orografía escabrosa y apartada, serán
andando el tiempo dos bastiones templarios.
Ninguna otra región española va a contar con un número tan vasto de
iglesias y monasterios como estas dos parameras. Sin embargo, la segoviana se
distinguirá y aventajará a todas por la gran cantidad, si no la calidad de
monumentos románicos que aquí se edifican aprovechando aras celtas o romanas.
Prácticamente, un monasterio en cada valle, y una iglesia o un propileo en cada
alcor. A una sociedad declinante corresponde una religión montante, pero la
religión que surge no era del todo nueva. Se ha decantado y acrisolado, pero
los ritos son los mismos. Los dioses
paganos, bautizados por el tesón de aquella fe vieja y ancestral, se quedan en
sus puestos aunque con otro nombre. Se aprovecharon las piedras y los mojones.
Sólo cambiaron de apellido las deidades. Una religión que nació del judaísmo y
del apóstoles en parte tiene poco que
ver con sus orígenes. Pero tampoco conviene ser puristas ni alarmarse. Cristo,
el alfa omega, medida de todas las cosas, así cambia el mundo.
Esta es la zona elegida por los cistercienses llegados de Francia como
base de operaciones en su afán de difundir el culto mariano, roturar campos,
plantar viñas (gran parte de los majuelos que se desceparon en Fuentidueña
cuando se implantaron las cooperativas y España empezó a beber whisky y cerveza
a todo trapo, habían sido colocados en las laderas, al abrigo de los cierzos
por una mano firme y sarmentosa de viejo monje templario que creía en las
propiedades eucarísticas del vino) invocar a la Trinidad durante siete veces en
el transcurso del día y velar por la seguridad de la población batante nutrida
y numerosa e integrada por individuos procedentes de todas las etnias, hispano
visigóticos, los antiguos celtas, judíos y
musulmanes.
La orden cisterciense, que es la primera de la Iglesia en abolir la
esclavitud, va a ser una especie de crisol de culturas.
Como es fácil de comprobar en la iconografía del humilde románico
rural de esta comarca, los alarifes árabes dejan estampar su influencia en los
tímpanos solemnes y en las ventanas abocinadas o geminadas de los ábsides de
tambor, donde la decoración de los capiteles prefiere la decoración vegetal al
rostro humano. Dijo Papini: Cada capitel
románico aboceta un ideograma del apocalipsis. El Fuero de Sepúlveda y las
cartas pueblas de Alfonso VII el Emperador - se coronó en León en 1135 -
demuestran este afán integrador de todos sus vasallos, judíos, moros y
cristianos, en la religión verdadera.
Cierto que se combatía al moro, pero, una vez ganado, se le dejaba
vivir en paz, sin hostigamiento
permanente. Iscar, Cuéllar, Peñafiel, Fuentidueña. Coca, Ayllón, Aguilafuente
eran villas donde el impulso cisterciense se deja percibir y albergaron dentro
del encintado amurallado, o en el alfoz, un gran componente étnico[2].
En las villas castellanas más importantes había siempre una judería, una alhama
o “rabad”, de la que parece proceder arrabal que era el sitio destinado a la
población muslímica en una especie de casa fuerte a las afueras.. O un “call”
en Cataluña. El reinado de este monarca castellano que había heredado de su tío
Alfonso VI la tolerancia para con las otras tres religiones y de su padre,
Raimundo de Borgoña, los aires europeos y de reforma religiosa, va a resultar
un equilibrio de fuerzas y el equilibrio hubiera resultado hacedero, de no
haber mediado la intolerancia y la crueldad de los almohades. Pero no nos
engañemos; las tres religiones se soportaban, pero en realidad de verdad, el
clima de recelo y de sospecha no llegó nunca a alcanzarse.
El halo aguerrido cisterciense, según la vehemencia y apasionamiento
de su fundador, no era un argumento ad hóminem. Por desgracia este sello no fue
respetado siempre. Hubo lamentables excepciones como en la cruzada de los
albigenses, confiada por Inocencio III a los cistercienses de Osma. Santo
Domingo de Guzmán era canónigo cisterciense en Osma antes de fundar su propia
orden de los dominicos. En esta campañas que contó con los excesos y tropelías
de simón de Montfort, cuando se crea la Inquisición, que, contra lo que algunos
sostienen no es una institución española, sino francesa, se advierte que el
hombre con harta frecuencia tuerce los senderos del Señor. Pero ahí intervienen
factores exógenos y hasta patológicos, como la lucha política, la codicia y
otras miserias humanas.
Hay un románico de sillares y otro mudéjar que se extiende desde
Cuéllar, la antigua Collenda romana, hasta la capital vaccea y una de las más
ricas por lo que guarda de síntesis de España
que es Arévalo. En todo este radio de acción vemos la influencia templaria y la
de los monjes bernardos o bernardos.
Cabe pues hablar de un verdadero anillo de oro integrado por este
grupo de monasterios segovianos. Un segundo aro de defensa de la cruz frente a
la media luna sería erigida entre León y Pontevedra. El Cister se convierte,
pues, en matriz del Temple, pero esta nueva visión no nace por osmosis ni por
generación espontanea. Hemos visto a San Frutos y a sus hermanos rehabilitar
las antiguas tebaidas. Caminando por la cuenca del Duratón encontramos las
famosas grutas de los siete altares, una serie de aras empotradas en la roca
viva con un arco de herradura y decoración jeroglífica. En estas catacumbas
ancestrales se comulga con el espíritu de Cristo, asimilada a la cultura de
otras deidades sincretistas. Hay necrópolis visigóticas en Sebulcro, La
Molinilla, el Monte de la Hoz. Es un paisaje cósmico, como lunar, más cerca del
cielo que de la tierra. Se alzan las rasas sobre los tajamares, espolones y
peñascos acuchillados o piedras grajeras en los que hacen nido ahora el buitre
y las aguilas de Burgomillodo. Los ergastularios divinos, ávidos de un género de vida semi salvaje
y penitente, se escondían aprovechando los clavijeros o cavidades de roca de lo
que en otros periodos geológicos fue ribera del ancho mar. Recientes hallazgos osteológicos de fósiles, de
animales marinos muy abundantes en la región, así lo corroboran.
Al monasterio benito de San Frutos se llega desde Villaseca. Está
emplazado sobre un península y los muros del antiguo recinto se miran en el
espejo glauco y sombrío del Duratón empinándose sobre el abismo mismo. Dicen y
con razón que el que, por promesa se
atreve a circunvalar de rodillas la ermita del santo, como se hacía antaño y
parece que algunos audaces lo consiguieron, no le volverían a doler las muelas.
Un paso en falso y te despeñas. La religión hostigada y perseguida vino a
acogerse a estos ríspidos e inaccesibles breñares. Allí no podían llegar los
moros porque se alzaba contra sus aljubas desde los cuchillares de la altura el
cayado fantasmal de San Frutos. Y, santo y todo, era al parecer un hombre con
toda la barba, aunque prefiriera utilizar un procedimiento que entre los
celtíberos viene a dar resultados, porque aquí no hay una estirpe propiamente
dicha, cada uno es hijo de su padre y de su madre, y andan los tiempos muy
revueltos y el personal muy mezclado y entrometido el uno con el otro: la fuga
penitenciada. Hubiera podido sentar la mano contra el infiel, pero Dios
permitió que al golpear la tierra con su garrote se abriese una zanja entre el
santo y sus perseguidores. San Frutos es
como un nuevo Moisés segoviano. Esta tierra recia, algo resquebrajada y
dolorida, muestra desde muy antiguo una fuerte prosapia contemplativa. A romper
con todo, callar, largarse al desierto. Somos demasiado roqueños para estar
juntos. En soledad, nos volvemos tiernos y, si trasplantados, somos cosecha del
ciento por uno. Quizás para nosotros el misticismo haya sido lo más fácil. De
los hombres fiamos poco y a Dios se lo damos todo, pero ¿no será ese Dios un
apéndice del yo que nos martiriza, una excrecencia fantasmagórica de nuestro propio egoísmo?
Es el eremitorio lo que se dice un verdadero nido de aguila. El
priorato, según su acta fundacional, fue levantado, años adelante por una
donación efectuada por Alfonso VI, como dependiente o anejo del Monasterio Silense el 1073. Pero, como digo se asienta sobre
otro mucho más antiguo en el que habitó san Frutos(642-715) que vivió en esta
soledad entregado a la oración y a la penitencia, con una manojo escogido de
discípulos, después de haber ocupado la silla episcopal de Segovia. Todavía
entre las ruinas campea el blasón señorial de Silos (una espada inversa
tronzada en báculo, con los gavilanes en forma de alguaza con una corona en el
vértice y otra por cada cuartel con borde de enarma o empuñadora del broquel,
pero también pueden ser sendas aldabas) sobre el dintel. Son las ruinas de una
montaña sagrada. Con esa tendencia a esquematizar y a comprimir se cometen
atentados a la verdad, pues parece ser que la interacción entre los
benedictinos y los cistercienses es más fuerte de lo que se supone. Los monjes blancos que no son más que el
envés de la moneda mejoran y reforman la Regla de San Benito; y tanto es así que sin ningún problema se permitió el
asentamiento de los cistercienses sobre lo que era fundo de los benitos.
El conde Fernán González había otorgado al abad de Cardeña en 932 una
“monasterio en santa María de Cárdaba pro pastura, allí donde se había
aparecido la Virgen al Beato Juan de Paniagua”[3].
Doce años más tarde, se donó a su vez por el conde Ansúrez y su mujer, doña
Gontroda, estos armentos, y en la escritura se habla de la tierra de Montelium
(Mondejo) y de Aderata (Torre Adrada), así como Sannoval(Sandoval).
En los “Anales del Cister” el P. Manrique certifica que en las Cuevas
de Peña Colgada habitaron siempre ermitaños y que en una de ellas vivía un
anciano anacoreta llamado Juan de Paniagua. Su sepultura, objeto de devoción en
los sexmos de aquella redolada, hizo muchos milagros. El primer convento
cisterciense de Castilla se coloca bajo la protección de Santa María y de Juan,
esclarecido no sólo con el don de milagros sino con el de fervor de la Virgen
Bendita, que solamente en esta provincia del riñón de las Españas recibe hasta
casi cuatrocientas advocaciones, correspondientes hasta otros tantos
humilladeros, ermitas y santuarios de mayor o menor rango. Hornuez, el Henar,
la Soterraña, El Rehoyo de Membibre, que tanto veneraba mi padre, y la
Fuencisla, se llevan el lauro, pero hay muchas más casi tan desconocidas como
sorprendentes, porque la devoción romana al culto de fecundidad, Cibeles para
unos y para otros Afrodita, debió de arraigar de firme entre los vacceos.
El cristianismo no hizo más que, amen de dulcificar las costumbres
aguerridas de aquellos barbaros,
proyectar esta veneración filial por la madre tierra, que aparece en su
carro tirado por dos leones rendidos, empuñando un cetro y una corona, símbolo
de soberanía y de reposición, cambio, en el ir y venir de las estaciones y de
los ciclos, que velaba por las cosechas
y por los hombres, hacia la Madre de
Cristo, que ya aparece radiante en la vulva mística de los impresionantes
frescos de Maderuelo.
En Fuentesoto hay una fuente que llamamos la “Fuentona” con forma de
vagina. De niño me pasaba horas extasiado cara al raudal estallante. El agua parecía igual, pero nunca era lo mismo.
Líquenes verdes y guijarros de varios
colores tamizaban el fondo cristalino. La tierra rompía aguas. Los arabescos de
la reflexión de la luz del sol contra la concavidad del peñasco juguetones
hacían cabriolas y a mi me parecían ángeles cantando a la parida, mientras
llenaba el botijo. ¡Salve, linfa que
manas este casto regocijo!
Sobre ellos se comprime esa impronta que es a la vez tierna y tosca,
reflejo de esa pureza campesina. Arte primario y agricultor, pero un fervor
rudimentario accionado por la chispa de una inspiración sublime. El castellano
se hace albacea de ese sentido místico religioso hacia la tierra y hacia la
diosa que depara las cosechas de los latinos. Olvidando sus verracos celtas que
todavía siguen mugiendo desde sus casi soeces formas de Guisando y sus símbolos
concupiscentes de la coyunda que no cesa, empezó a amar a la Diosa con todas
sus fuerzas. Estábamos como cansados del mundo y avergonzados de nosotros
mismos. Había que huir, marcharse a otra parte, hacer las Américas. La tierra
era dura e ingrata. Luego, la gente no se llevaba bien. Había envidias, peleas,
enfrentamientos por la herencia. No hay nada que hacer para los segundones. Me
marcho a Alemania, madre. Hijo, no cojas frío. Aquí va este escapulario de
Nuestra Señora que te sirva. Y la efigie querida de la Madre Hermosa despedía
como un calor en nuestro pecho que contrahacía toda la falta de ternura y el
cariño que no nos supieron dar las madres terrenales. Aquella imagen era un
rostro dulce para lidiar en tiempos muy
duros. Fue nuestro gran amor, el único que conocimos. El que no falla. Creemos
en ella porque estamos seguro de que la rueda de la vida no se detendrá cuando
nosotros faltemos.
Resulta un sinsentido de la
naturaleza que un pueblo tan austero en expresiones hacia fuera, y tan parco en palabras, reserve
lo mejor de sí para Nuestra Señora. Aparece esa constante en Berceo y en las
Cantigas. Castilla empezó a hacerse cristiana a través de la Madre del Verbo.
Lo lleva en la masa de la sangre y le
entra por los ojos. Era algo que ya tenía de antemano. Desde este presupuesto
iniciativo podemos meternos en el dédalo románico. Dejemos una cuerda atada a
la manija de la aldaba, como Anteo,
quien se fiaba poco de su torpeza, a la entrada del Laberinto. Creta no sólo instituyó
el culto al Minotauro sino que fue donde estaba el hilo de Ariadna, el
principio de la Gnosis que tuvo rostro de mujer: Mitra, Afrodita, Venus y otras
alusiones a la fecundidad y al triunfo de la vida sobre Tanatos. Está pegando a
Efeso donde se cantó por primera vez el “Agatonik”(Alegráte, Madre de Dios) o
el Akathistos que los cristianos orientales cantan de pie recitando las 24
estrofas de este hermoso ditirambo mariano, y así se viene cantando desde el
año 626 en que fue compuesto para conmemorar la victoria del emperador Honorio
sobre los escitas, gracias a la intercesión de la Virgen María. Pero no nos
vayamos por la tangente. No queremos perdernos y divagar: para entender el
significado del Cister hay que tener delante todos estos contextos de Deípara,
Deigenitrix, Potens, Fidelis, Sedes Sapientiae, etc.
La historia, al contrario de lo que quieren algunos alacranes (¡ pica
tanto y escuece y con frecuencia es mortal su aguijonazo ¡), partidarios del
raspado de memoria y de los lavados de cerebro, no es una raya continua. Sigue
las evoluciones alifares. Es en conjunto un arabesco con rectificaciones de
línea, tachaduras, cambios. La trayectoria no se pierde ni claudica porque el
maestro que diseña los alboaires de la bóveda de cañón tenga un mal día, se le
hayan cruzado los cables o lo haya echado a rodar, dándose al vino de la ira,
la guerra, o la venusta molicie.
Un buen día despierta el alfarero de su borrachera y se pone manos a
la obra tirando por otro camino. No se pueden aplicar baremos sólidos a las
cosas, porque la vida es solo consecuente consigo misma: su variedad y mudanza
pavorosa.
Mas, por lo que se ve, hay algunos audaces a los que gusta conducir
temerariamente por las autopistas de la sinrazón. Invaden el carril contrario y
pisan la raya amarilla. Son los nuevos kamikazes del arcén. Así luego aparecen
tantos cadáveres de muerto en carretera fin de semana. Los muertos hablan, ríen, se tiran pedos y sueltan coces
últimamente, o se las dan de novelistas. Los hijos de Julián Marías preponderan
en esta charca de ranas en que se ha convertido la cultura de últimas. Uno de
esos batracios vino a croar hace poco lo
siguiente:
- San Bernardo era un fascista.
- Hombre, Don Álvaro, ¿cómo me salta con ésas? Yo le diría, fíjate,
que más bien no, y según y como. Y al revés se lo digo para que la vista del
ciego se aclare y los oídos del necio se hagan con entendederas.
- Pues le digo yo a usted que era la violencia personificada.
- Caramba, mister Pombo cómo la lleva hoy vuesa merced. No sabe porque
no lo ha leído o lo ha leído mal seguramente que el padre de los monjes blancos
fue el primer defensor de los judíos que nació en la Galia? Si es un fascista
el que defiende a los judíos desde el púlpito, la cátedra y el libro, pase el
adjetivo calificativo, que hoy se ha convertido en un terrible anatema. Pero,
si no, me parece que con su libro donde ensarta una serie de venablos
jupiterinos contra la institución del monacato, ha metido el cuezo hasta el
corvejón. Y ahora así se lo pagáis. No tenéis perdón de Dios porque desconocéis
lo que significa la gratitud. Está visto que con los de esa especie, que es la
de quien me habla, por su mala índole y por su protervia, hay que utilizar la
tranca, pues tanto les va la marcha.
- Un fascista a secas. No hay más que hablar.
Y el escritor en ciernes, de ojos gatunos, se mesó la media barba y
giró sobre sus talones con gesto imperativo. Y yo no fui capaz de contenerme.
Había que decirle a semejante plumífero algunas cosas bien dichas. Porque al
Cid nadie le mesa la barba y un judío que se la mesó a Cristo, de puro miedo,
se convirtió.
- Menos mal que no le ha llamado lo que es usted. Por lo menos, no se
dedicaba a rondar efebos por el Parque del Oeste, como hace Su Reverencia
alguna veces. Es un axioma indeclinable en estos tiempos que vivimos. Si no
eres marica, lesbiana revanchista, o de la cuerda del Ansón o de Polanco,
olvídate de publicar. Si aparte de invertido, defiendes la aljamía, como le
pasa a “la” Gala, eso sube la nota. Si, a falta de pluma, te regaló Naturaleza
una nuez de Adán que sube y baja como el azud de una noria, y te parece algo a
D´Artagnan, tus libros figurarán en la lista de super ventas.
Así está el panorama. Los cristianos se hacen moros, los cisnes se
convierten en gorriones. Y Dios te coja confesado si no judaízas o apostatas en
esta corte que no es la del cuarto de los Felipes sino la del primero de los
Borbones Rehabilitados que reina a la sombra de la herencia del dictador. El
Cister es una de las pocas cosas dignas que nos quedan. Hay quien la emprende a
golpes contra sus ruinas, y es que debe de ser porque sigue pegando fuerte a juzgar por los contumeliosos
ataques de los que es objeto. La horda sectaria siguen currándole la badana a
los monjes blancos. Ha sonado la hora ciega de las tinieblas y de la perfidia.
Quieren tronzar el árbol de la cruz. Se ven impotentes. De ahí su rabia. Pero
tampoco habrá que tomárselo a pecho. Ya caerán.
Quizás esta orden, coetánea del
Cid, esté ganando batallas después de su muerte, tal cual. Allí donde aparecen
estos hijos de San Bernardo no se aproxima el Infiel ni se entregan los reyes
de taifa con la alacridad acostumbrada a sus expolios estacionales. Eran buenos
agricultores, mas no por eso, se llaman a parte cuando se sienten conminados
por algún intruso. Allá cruces se convierten en lanzas. Gente prevenida en
frontera, el fundador de Claraval les quería unidos y recios. Eran
especialistas en el cuerpo a cuerpo con los árabes. Las rutas de acceso con el
Paular por Navafría eran guardadas por ballesteros de la comunidad del
monasterio de Santa María de la Sierra. Al estudiar este anillo de oro o
cíngulo estratégico, especie de avanzadilla de
Castilla en impulso hacia Toledo, el ojo se detiene ante los gruesos
muros y profundas arpilleras de estas moles castrenses de las fortificaciones
que se desamarraran por la cornisa nororiental segoviana.
La arandela cenobítica sujeta
los arribes del Duero poniendo contrafuertes de defensa a lo largo del Duratón
y del Cega, se expande hasta las vegas de Peñafiel desde la roca tajada de San
Frutos. Así llamada para conmemorar un milagro que hizo Dios. Todavía se ofrece a la vista del que quiera
ver la famosa cuchillada por donde se despeñaron las tropas del califa. El siervo de Dios, cuando una jarca de bandidos
iba pisándole los talones, se encomendó a la Virgen. Al punto, debajo de su
cachava, nota cómo el suelo cede y se abre una enorme sima donde sucumbieron
los que iban tras él. Sin embargo, tanto él como sus “hermanos”, Valentín y
Engracia (aun está por evaluar el parentesco, puesto que un estudio de las
costumbres eclesiásticas desde el punto de vista del celibato, tasado y
recomendado por el concilio de Elvira, pero que no adoptaría como norma hasta
Gregorio VII en el siglo XI, nos alerta como hacedero el que ambos discípulos
no fuesen sino la mujer y el hijo del santo obispo) salieron ilesos. San Frutos
pudo alcanzar aquel paraje sublime, lugar de contemplación.
Los primitivos monjes del denominado Priorato de San Frutos estaban en
estrecha relación con los de Santa María de la Sierra y los de Sotos Salvos,
aunque unos dependían del abad de Silos y otros del de Cardeña. Bernardos y
benedictinos, en un principio, colaboran, no se hostigan, a lo que se ve en
esta empresa de armas tomar. Por desgracia, los condes de Castilla, siempre a
la greña con el reino de Navarra, Aragón y León, no imitaron esta conducta de
fraternidad de los frailes, los cuales no se entrometen ni se llevan a matar,
como con harta frecuencia suele suceder en una pueblo tan individualista y
suspicaz como es el castellano, dejando que el espíritu de cada Orden cuaje,
sin interferencias ningunas.
Años adelante habría- como no - cisiones, fricciones y roces, hasta el
punto de que con la muerte de Benedicto a finales del siglo XIII la relajación
fue pavorosa y Martín de Vargas tendría que reconstruir la institución de
arriba abajo porque se había traicionado al espíritu y la letra de su fundador.
No hay que dejar de reconocer que el horario de los bernardos no dejaba hueco
alguno para la intimidad. Regimentaban a
toque de campana sus actividades. Trabajaban, rezaban y comían juntos. Sus
horas de sueño transcurrían en dormitorios corridos y, por otra parte, la norma
de silencio no era tan estricta, como al principio, por lo que postulantes y
profesos se entregaban con frecuencia a conversaciones excusadas, surgían
rencillas y desavenencias, como en cualquier grupo humano. Terrible cosa es en
los conventos la murmuración.
San Bruno tuvo la caución previsora, para evitarse líos, imponer en sus
casas el gran silencio a rajatabla. Un
hechos vale por mil palabras y el
silencio es oro. Era un gran psicólogo, conocedor de las flaquezas de la raza
humana. Sin embargo, cartujos y cistercienses empiezan a rodar su andadura
monástica guiados por un mismo espíritu de búsqueda de la excelencia en las
cosas del alma. No embargante esta altura de miras, a veces resulta penoso
acercarse a la consumación de ese ideal. Quienes piensen que los monasterios
son ínsulas de paz a veces tienen ideas equivocadas. Ya no hay paraísos. En el
claustro la vida es muy dura, máxime cuando el aislamiento y la rutina
dificultan y transforman la convivencia. Estos cenobios, al principio en
precario, luego se enriquecen y se hacen poderosos. La disciplina se cuartea.
Al final de la Edad Media se hace de notar las dificultades que encuentra la
vida monástica en Alemania, en Francia o en Inglaterra, y nada se diga en
Italia, que en punto a corrupción eclesial siempre se ha llevado la palma.
Muchos rompían el voto, asesinaban al abad, como pasó más de una vez, y se
tiraban al monte, convirtiéndose en disolutos y facinerosos exclaustrados, los
giróvagos, andariegos, amigos de lo ajeno, borrachos y violadores, que no se
sujetaban a ninguna norma y sembraban el terror por las aldeas.
Con todo, los cistercienses no parecen ser los peores. Destacan sobre
todo los de las ordenes mendicantes. Casi todas las sectas de iluminados, según
se comprueba al cotejar algunos procesos de la Inquisición, se ceñían los lomos
con el cordón de San Francisco. Y hasta entre los cartujos se comprueba ese
desencanto con la forma de vida abrazada. Muchos pronunciaron un voto que luego
son incapaces de cumplir. El Lazarillo, que es una sátira implacable
contra las corruptelas del clero, ofrece el caso de aquel cartujo que, llevaba
un doble y vida, y acudía, so color de ir a pedir limosna para el convento, a
entrevistarse con una entretenida. El padre Anselmo, que así se llamaba el tal,
murió, al parecer de muerte natural, entre los brazos del pícaro redomado que
era Lázaro de Tormes y que le había entrado a servir en su ermita como criado.
Su albacea marcha en hábito penitente a dar la noticia del buen ermitaño al que
ya no le dolía nada “pues hará siete días que lo dimos tierra” y le reciben
anhelosos y expectantes, al fondo de una escalera oscura, la mujer, la “
suegra” y tres niños, supuestos hijos naturales del cartujo incontinente y a
los que con sus limosnas sustentaba. Al ver a Lázaro de Tormes los niños
dicen”: Éste no es papá” y la buscona se destapa con el siguiente parlamento:
“Estando en la villa de Dueñas, seis leguas de aquí habiéndome quedado
estas tres hijas de tres diferentes padres, que, según la más cierta conjetura,
fueron un monje, un abad y un cura, porque siempre he sido aficionada a la iglesia,
me vine a vivir a esta ciudad para huir y evitar las murmuraciones. Todos me
llamaban la viuda eclesiástica, porque por mis pecados todos eran muertos; y,
aunque luego otros que entraron en su lugar, eran gente de poco provecho, de
menos autoridad, y, no queriéndose contentar con la oveja, acometían a las
tiernas corderillas. Viendo, pues, el peligro evidente, y que la ganancia no
nos podía pelechar, hice alto, y asenté aquí mi real, donde a la fama de las
tres mozuelas acudieron como mosquitos al tarugo; y de todos, a ninguno me
incliné tanto como a los eclesiásticos, por ser gente secreta, rica, casera y
paciente. Entre otros llegó a pedir
limosna el padre Anselmo, que viendo a esta niña le hinchó el ojo, y con su
santidad y sencillez me la pidió por mujer; dísela con las condiciones y
capítulos siguientes: Primera, que se obligaba a sustentar nuestra casa, y que
lo que pudiésemos ganar sería para sustentarnos y para ahorras. Segunda: que,
si mi hija tomase algún coadjutor, por ser algo decrépito, callaría como en
misa. Tercera: que todos los hijos que ella pariese, los había de tener por
propios, y que la hacía su legítima heredera. Cuarta: que no había de entrar en
nuestra casa cuando viese a la ventana jarro, olla o vasija, que era señal que
no habría lugar para él. Quinta: que, cuando él estuviese en casa y viniese
otro, se había de esconder donde le dijésemos, hasta que el tal se fuese. Sexta
y última: que nos había de traer dos veces a la semana algún amiguito o
conocido que hiciese la costa, dándonos un buen gaudeamus. Estos son los
artículos, prosiguió ella, conque aquel desdichado dio palabra a mi hija, y
ella a él. El casamiento quedó hecho y acabado sin tener necesidad de ir al
cura, porque él nos dio no era menester, pues lo esencial dél consistía en la
conformidad de voluntades y en la intención mutua”[4]
Es la otra cara de la moneda, pero la verdad es mucho más infausta de
lo que quisiéramos. Este agrio y humorístico pasaje del anónimo autor de una de
los libros más celebrados y debeladores de las costumbres eclesiales y que
debía de conocer a fondo, puesto que, al parecer, debió de ser un fraile que
colgó los hábitos y se convirtió en giróvago, descubre una cruda realidad. En
algunas cosas Erasmo, cuyas ideas recoge nuestro primer novelista picaresco[5],
llevaba bastante razón: el padre de la mentira había ingresado en los
conventos, convirtiéndolos en patios de Monipodio y aposentos del libertinaje.
Sin embargo, estas excepciones no hacen sino demostrar la rectitud de
la regla. El hombre tiene el alma cancerada por las malas inclinaciones. Sólo
dios es santo, y justo. Únicamente, Él salva. En la organización monástica,
aparte del aspecto humano, hay un componente de interés político y económico.
La grandeza de estas instituciones hay que analizarlas a la luz del sentido de
lo que va dentro. No lo que queda fuera, que nos lleva, naturalmente, a la
corrupción y la licencia que ha desmoralizado al pueblo. La Iglesia mueve unas
fichas de carne y hueso. Sus miembros no son serafines. El cuerpo pesa. Y con
todo y eso, ello no tiene porque despojarnos de la fe.
Conviene tener presente que San Bruno, muerto en 1111, y que es
coetáneo de la consagración de todos estos templos cuyo asunto nos ocupa, quiso
dar a su instituto un talante de sigilo y huida. Un años más tarde y en
escoltado por un cortejo de veinte nueve de sus arqueros, todos los cuales
pidieron el hábito blanco, llamaban a las puertas de Clairvaux. El abad era un
inglés. Se llamaba Tomas Harding.
Cuando el papa llama a Roma al
famoso canónigo de Reims para hacerle obispo, él huye a Calabria, donde
establece su segunda cartuja. Ni condena ni aprueba los procederes
eclesiásticos, inhibiéndose de cuestiones mundanas y recomendando a sus hijos
que mueran a las cosas del siglo. Por el contrario, Bernardo, más decidido y
vehemente, se compromete con el entorno y tiene la audacia de lanzar contra
Honorio II, el cual frente a Alemania se había pronunciado a favor de Luis el
Craso de Francia, un reprimenda”: El honor de la Santa Sede ha sido gravemente
comprometido bajo vuestro pontificado”.
Como buen cartujo, y aun siendo consciente de estos males causados por
la malicia y la ignorancia o el despotismo humanos, calla. El cister pone
enmiendas a las constituciones benedictinas. Los cartujos también se proclaman
los monjes blancos pero su Regla, que es hoy la misma que en el siglo XI, y
profesan el misterioso apego a la Reina de la Sabiduría en sus costumbres que
los hijos del doctor Melifluo, nunca reformaron su observancia. Por eso se
dice: Cartussia nunquam reformata, quia
nunquam deformata.
Por una lado, el entusiasmo Bernardino y por otro el mutismo cartujo
son los dos pilares sobre los cuales se apea la grandeza de la Iglesia Latina
medieval. Cister y cartuja caminan al unísono y ambas lograron dar un impulso
al catolicismo que sigue infundiendo energías aun en el tercer milenio. En ello
se ve sin duda el dedo de los designios divinos.
Sin embargo, dentro de la vida secular, lejos del claustro, el clima
de rencillas entre las distintas
monarquías o los escándalos de la política de los estados pontificios han
enturbiado el panorama. Las discordias y recelos a cargo de los reinos de León
y de Castilla, y con Navarra haciendo de peón de brega, alargó la empresa de la
Reconquista. El clima enrarecido se proyectaría después a las guerras de credo
en la edad moderna, que no son más que una secuela de las reyertas de Trono y
Altar y alcanza casi a nuestros días.
Bien claro y sentado lo dejó dicho el Señor cuando anunciara que su
reino no era de este mundo. De ahí que la fuerza y el carisma del pacto con
Dios no haya que ir a buscarlo en la hojarasca de las apariencias internas o
jerárquicas. Lo que vale es el Cuerpo Místico del Salvador Mesiánico, del
Eleuterio. Cuanto más miro estas ruinas de los collados de mi pueblo más
convencido estoy de ello. Sus sillares desmontados y por los suelos siguen
emitiendo ese mensaje de esperanza.
Ya sé que la adaptación al siglo de las cosas de Dios siempre será
difícil. Todo lo demás no es más que encaje de bolillos. Ese ir y venir de las
ambiciones humanas que llaman acarrear.
Hay que ceñirse a la
mentalidad cabal de siglo de las Cruzadas para
entender este deseo de paz del
yermo como un hastío provocado por las cosas de la tierra. Alfonso VII, a cuya
donación y voluntad expresa, se debe la fundación de Sacramenia, ha de pechar no sólo con los almohades, sino,
por encima de todo, con las veleidades de su augusta, madre, doña Urraca, quien
revolvió Roma con Santiago a fin de anular los esponsales con el padre del rey,
puesto que, a decir de las malas lenguas, siendo moza se había enamorado del
arzobispo Gelmírez, titular de la silla de Compostela. Razones de Estado
determinaron casarla con Alfonso de Aragón. Esta díscola y entrometida hembra, paradigmática de las miserias y grandezas de la mujer
carpetovetónica, que no se significa precisamente por la dulcedumbre, sino por
lo extremoso de su carácter, empaña un poco este augusto reinado.
Pues, Don Alfonso, pesar de que
tuvo en ella a su genitora y a su verdugo, incluso sus enemigos lo llamaban “
el magnánimo “, y fue de talante conciliador. Otro, en su caso, hubiera
derivado hacia una de esas peligrosas patologías en que suelen degenerar los temibles complejos
de Edipo, surtidor de psicópatas, homicidas y de tarados.
Claro es que en el siglo XII la psicología no estaba inventada. A mí
siempre me pareció emblemática la presencia en nuestra historia de estas
mujeres de rompe y rasga desde Doña Tota, aquella que subía al caballo para ir
a guerrear contra la morisma, hasta Agustina de Aragón. Pero una nación marcada
por el signo de Marte, y que, además, es un matriarcado, nada de particular
tiene que acostumbre a criar estas furias. Las españolas, con frecuencia, son
ásperas. Parece un mecanismo de defensa
para abrirse camino entre tanta crueldad. Este país es duro como su nombre y su
maravilloso paisaje lo personalizan. Jano devora a sus hijos, y doña Urraca era
una de aquéllas de rompe y rasga.
Los líos de familia proliferan por estos pagos ya mucho antes de que
apareciese el “Hola”, único sustento intelectual de los pobres y de los ricos,
un atavismo en sí que habla de la degeneración del gusto y la doblez ñoña y
chabacana. Nos privan las alcurnias
monaguescas. Pero esto ya era así desde los tiempos. El misticismo, al que tan
proclives somos, por otro lado, puede que sea una reacción hasta ese estado de
cosas. Refleja un cansancio de los hombres sublimando ese sentimiento de
fracaso hacia la búsqueda de Dios.
A Alfonso VII le tocó en suerte una de esas madres crueles y sin
contemplaciones que tanto abundan y sólo cuando murió Doña Urraca conseguiría
respirar tranquilo empezando a desarrollar el papel con el que le conoce la
Historia. El de Pacificador, que corresponde al cliché de líder ecuménico
puesto que trató de fundir en Toledo las Tres Culturas. Eso es como la utopía,
pero, al menos, él la intentaría inaugurando una tradición que culminaría en su
biznieto, Alfonso X el Sabio, quien estableció la Escuela de Traductores de
Toledo.
Castilla, y más concretamente esta zona de las vertientes del Duratón y del Cega sería repoblada bajo
sus auspicios con antiguos moradores de la Penibética. Suscribo este detalle de contraste para
realzar la personalidad fuerte y magnánima de este reinado durante el cual se
colocan las primeras traviesas de la unidad española. Don Alfonso respondió a
su cognomen de “imperator” por su magnanimidad, la tolerancia, el perdón y el
vivo interés por ayudar a moros y judíos después de la batalla de Jaén. A los
vencidos envía hacia el norte para colonizar los arribes del Duero hasta
Despeñaperros. Un siglo después de [6]Calatañazo,
el fiel de la balanza se inclinaba en poderío económico y en importancia estratégica del bando de los castellanos.
Comulga con el espíritu abierto que muestra el Abad de Claraval que
despliega a lo largo de su libro “ De
Consideratione”, una serie de cartas al papa Pascual II que resultan un
verdadero código de valores, amén de una suma teológica. Aboga por la igualdad
de trato hacia los islamitas y hacia los judíos. Estos adquieren una singular
preponderancia en Roma y en todas las cortes castellanas.
El que cesase la hebreofobia se debió en parte a las prédicas de San
Bernardo. Varios historiadores coinciden en señalar que, como consecuencia del
tumulto y furor mesiánico que despertaron los sermones de Pedro El Ermitaño,
toda esa raza podía haber sido exterminada de un golpe. Eran el pueblo deicida, desde luego. Pero
advierte que Jesús nació de la Casa de David y es un sacrilegio atentar contra
cualquier individuo de esa estirpe, amén de que Él vino a salvar y a perdonar.
Cierto que éstos no le estuvieron reconocidos, porque, con arreglo a
sus costumbres el orgullo precede a la misericordia. Pero siempre fue así. El
antisemitismo nefasto no es más que una
muestra de repulsa hacia la impiedad que resiste a la gracia y no cree sino en
lo que tiene delante de los ojos. El pueblo judío no es más que un pueblo
laboratorio en el que se condensan los rasgos de la estirpe de los
descendientes de Adán. Lo que mantiene lozano y vivo al cristianismo ha sido
esta voluntad de cruz de perdedor y es por lo que es atacado y vapuleado, unas
veces desde dentro por sus adeptos más tibios, y otras porque su defensa de la
libertad y del perdón ha ido de por vida contra los intereses tiránicos. Cierto
que un cristiano no está facultado para entregarse a escarceos antisemitas,
pero judíos y musulmanes han tenido de por vida carta blanca para marchar
contra los seguidores de Cristo. He aquí
un enigma que no ha podido despejar nadie. Las grandes persecuciones contra la
cruz, vilipendios y escarnios han sido sufragadas por el pueblo que se revuelve
contra el estigma del Gólgota. Ellos han sido los primeros el Evangelio y han
estado metidos en todos los contubernios y conspiraciones que se han producido.
Se tiene que perdonar y soportar a esa estirpe que siguen rodando en las
tinieblas del error, pero sería cometer perjurio convertir a la Iglesia en
sufragánea de la Sinagoga. Como su propio nombre griego indica “εkλεσεiv” es
convocar a los hombres de todas las razas y credos.
A ese afán ecuménico y de tolerancia responde la erección del primer
monasterio del Cister en Castilla: ser amalgama de las Tres Culturas. El abad
Raimundo y sus doce frailes iniciaron las obras en 1143. La construcción fue
lenta y con muchos altibajos como demuestran las adarajas cubiertas del moho de
los siglos que quedaron el las iglesias filiales. Las obras no acabaron hasta
treinta años después. El obispo de Segovia cede al abad el sitio con todas las
pechas que le correspondían en el lugar. Sería sub dependiente o anejo de Cardaba
la granja de Cabaniel cabe al Henares, junto con el ya mentado pequeño cenobio
de Santa María de la Sierra, el cual funge como vanguardia de una avanzadilla
de casas de oración en dirección hacia la sierra que luego tramontan por la
parte de Ayllón.
Toda la documentación al respecto yace en los fondos del Archivo
Nacional, aunque de ella habla con frecuencia Ángel Manrique, todavía está
aguardando la llegada del historiador o del erudito. La donación del fundo no
la realiza directamente Alfonso VII al abad borgoñón recién llegado de allende los Pirineos sino a
un tal Don Cerebruno, que debía ser religioso, o persona de consideración, pero
no se dice más. Previamente, el propio rey había enviado una legación a Roma.
Allí se encontraba San Bernardo en el primer monasterio de cistercienses de la
Ciudad Eterna. Dada la devoción que sentían tanto el monarca castellano como el
Doctor Melifluo hacia uno de los mártires más populares de los siglos antiguos,
la ermita de san Vicente en el soto pueda que fuese puesta bajo esa advocación
por doble motivo.
Resulta misterioso explicar como la Regla cundió tan rápidamente a no
ser por la personalidad y el carisma del fundador. El cister ponía y destituía
a papas. La ascendencia que tenía San Bernardo en San Juan de Letrán era muy
considerable, a juzgar por sus reconvenciones al papa reinante entonces, y a
quien él había dado previamente la cogulla blanca y el escapulario negro, hacía
unos años. A Su Santidad Eugenio III, lo trata prácticamente como un monaguillo
en su libro “De Consideratione”.
Inflamado de amor a Dios, San Bernardo en esta larga carta que ocupa
cinco volúmenes, brilla a la altura de las grandes luminarias de la Iglesia.
Esta admonición a los papas tiene hoy en día una actualidad sorprendente,
cuando dice que estos han de ejercer su vicaría de Cristo, no desde la
prepotencia y el privilegio, sino desde el servicio a la grey, en comunión
mancomunada con el sínodo de obispos. La primacía en lo temporal y espiritual
que se recibe mediante la entrega de las llaves, con la tiara, el anillo, la
silla gestatoria y el flabelo, no es marca de privilegio sino voluntad de
servicio. El papa, recién ascendido, recibe las llaves de Pedro cruzadas, como
si fueran dos espadas. Ambas abren y cierran, atan y desatan en la tierra y en
el cielo, en el cielo. Pero también defiende el monje de Claraval la libertad
de conciencia y el sínodo.
Cuando se coloca la primera de este cenobio segoviano en los predios
que hoy denominamos Peña Colgada, que yo tengo bien pateados de ir de niño a
coger moras, o a uvas al majuelo de mi abuelo Benjamín, por la fiesta de
Pentecostés del año 1143, está claro que se utilizan para la fundación los
residuos de una antiquísima laura eremítica. Sobre aquel despoblado, en lo más
áspero y a trasmano de la provincia y que debió de tener una singular
importancia estratégica para los romanos. Estaban en el itinerario de las
legiones del emperador Antonino. De niño recuerdo que jugábamos a vélites, équites
y mílites, y arrimábamos la oreja contra el césped de la dehesa del Colorado
porque alguien nos dijo que se escuchan cánticos extraños. Algunas veces las
ondas magnéticas enviaban rezos y cantos de monjes en la penumbra. Otras eran
los golpes del taconeo de un caballo. ¿El del Apocalipsis?
Desde entonces el enclave me ha parecido siempre estar penetrado de un
halo mágico y espectral que conecta al hombre de los tiempos presentes y
venideros con sus ancestros. Teodosio
era de Coca y Trajano pudo haber nacido en Pedraza. Luego llegaron los varones
de misericordia huyendo de las persecuciones de los hombres del sur o de los
líos y querellas, pleitos y guerras continuas de los que se decían profesos de
la misma fe, y, desengañados del mundo, se vinieron a enriscar por las
oquedades de este páramo, en el corazón mismo de la soledad. Muchos de ellos
consiguieron ser felices.
Las incursiones almohades y almorávides expulsaron de sus grutas a los
penitentes. A muchos de ellos la horda les pilló desprevenidos con la paleta y
la llana en la mano y tuvieron que salir arreando. Ahí están para demostrarlo
esas muescas de andamio y esas adarajas de pared sin terminar. Las de san
Gregorio nos parecen más significativas que las de San Vicente. Ambos templos nunca acabaron de hacerse, pero
estuvieron muchos siglos abiertos al culto. Los peldaños del husillo de la
escalera de caracol de la torre están gastados y alabeados por el medio. Cierro
los ojos y veo subir y bajar por ella a una multitud de sacristanes atareados para
hacer sonar la voz del bronce. ¡Cuánto ir y venir! Eterna será siempre la canción del bronce.
Voleos de gloria, toques a clamor, toques a rebato y las señales de misa:
primeras, segundas, terceras. Cada una con un son diferente, y, según era el
impulso que se daba a la manija que tira del badajo quería decir una cosa
diferente. Era el más perfecto sistema
de señales de comunicación.
Cada una recibía un nombre
adecuado y su fe de bautismo. ¿Cómo se llamarían las campanas ausentes de la
Torre de San Gregario, coronando la cima del somo, con su majestad de abad
sentado en su faldistorio, y sus ojos cóncavos de arco de medio punto? Es de un
angular impresionante enriscado en la eminencia del cerro que al visitante le
hace recordar el versículo de aquel salmo”: Dominus
custodiet ossa eorum: unum ex his non conteretur”.
Aquí Iahvé, como si dijésemos,
ha querido cumplir la palabra empeñada al salmista. Los franceses desmelenaron
las campanas, derribaron la bóveda de cañón de la nave, utilizada hoy para enterramientos,
pero las cruces del Temple y las piedras siguen ahí en pie desafiando a los
cierzos y ventalles del escarpe. Continua sentado en su trono el obispo
impartiendo bendiciones. Por uno de esos milagros de la imaginación, oigo su
repique. Ahora me parece que están sonando a vísperas las campanas de San
Gregorio convocando a los montes y esparciendo su sonido solemne sobre los
rastrojos. Los fantasmas de mi cerebro bolean a gloria ya. Es el grito eterno
de la Resurrección, porque los que mueren en Cristo vivirán para siempre. La
vida no se les arrebata sino que se transforma y muda hacia una dimensión
superior.
Momento de auge fueron los primeros años. Ximenez de Rada, el
arzobispo primado y gran protector de los cistercienses, se empapa de ese
talante francés cuya consecuencia más relevante es la construcción de
monumentos tan importantes como la catedral de Toledo, los enclaves templarios
de Fitero, Brihuega y la misma Osma.
El tránsito de románico al gótico fue muy rápida. En 1194 la catedral
de Chartres es levantada.
Cala la moda francesa en el gusto y la inclinación arquitectónica,
produciéndose no pocas deserciones de lo autóctono. El Vaticano no miró con
buenos ojos esta aproximación de los herederos de Alfonso VI, cuya madre era
una mora y con otra mora se casó (este casamiento daría lugar a la leyenda del
Ceñidor de Zenaida, tema del que hablaremos más adelante si nos queda tiempo)
esta tolerancia de los castellanos para con los miembros de las otros
religiones mistéricas, cuando, precisamente, los bretones, alemanes y galos
estaban empeñados en una dura campaña contra el sarraceno en Tierra Santa.
España, que siempre ha ido a su aire, seguía conservando como un
tesoro la liturgia en rito mozárabe. Los cistercienses desde un primer momento
tratan de imponer el rito romano. Los castellanos se muestran remisos a ese
cambio. Inocencio III, que no se caracteriza por ser un pontífice conciliador
(instituyó la Inquisición con la mira opuesta en luchar contra los cátaros a
los que masacrara) se quejaba de que el rey Alfonso VIII parecía amar a la
sinagoga y a la mezquita que al templo católico.
El año 1219 por el IV Concilio de Letrán queda proscrito el rito
hispano visigótico. Los frailes de San Bernardo se habían salido con la
suya. El panorama religioso y político,
cambió porque las disposiciones conciliares determinan la abolición de ese
clima de entendimiento, que, mal que bien, había sido la pauta en la
convivencia de la España antes de los Reyes Católicos.
Incomprensiblemente, son obligados los miembros de la comunidad
hebrea, por disposición del referido concilio lateranense a portar sobre el
hombro izquierdo un traje distintivo. Los musulmanes no lo necesitaban porque
siempre fueron ataviados a la morisca y muchos cristianos llevaban al pecho una
cruz bordada sobre el pecho. Alfonso VIII acata la norma del pontífice, pero la
considera arbitraria y añora en los actos religiosos aquellas misas cantadas
del rito oriental, con sus constantes invocaciones a los ángeles, las letanías
tan repetitivas, pero que eran un remedo de la oración hesicasta de los
orientales los cuales gustaban de corear una palabra o una oración cientos de
veces. Triunfó Roma con su forma de ver la vida austera. Cotejando los antiguos
breviarios y cartularios se aprecia que el rito hispano visigótico estaba más
lleno de exuberancia, y de poesía
imaginativa que el implantado por los borgoñones.
Dentro de las capas sencillas del pueblo, la implantación de la
arbitraria medida del papa que estableció la Inquisición, cupieron también
resistencias a tener que rezar según modos extranjeros. Mas, como dice el
refrán, “allá van leyes do quieren reyes” y, en hablando Roma, se acabó la
cuestión. La cristiandad pasaba por momentos rebosantes. Poco después, Fernando
III el Santo conquista Sevilla y Córdoba y, apoderándose de las campanas que
habían sido confiscadas por Almánzor y que durante dos siglos habían sido
utilizadas como lámparas de la Mezquita, las traslada hasta la Ciudad del
Apóstol. Estas, empero, no son más que
vicisitudes extrínsecas; en lugar de echar por tierra el argumento del quid divinum que imbuye a la Iglesia,
lo realzan. Son parte de su misterio y lo traemos a colación en el afán de
buscar los caminos de Cristo por sendas escondidas, lejos de los
convencionalismos que siempre tornan algunos aspectos eclesiales repulsivos
para el no creyente, y sirven de yesca al fuego para alimentar los almiares
incandescentes de la impiedad. Las grandes almas que han acompañado este
devenir en medio de tanto avatar incierto han calado siempre hondo en esta idea
del anonadamiento y del fracaso en la tierra, porque el verdadero triunfo, la
apoteosis, vendrá sólo en los Cielos. Aquí, mientras tanto, lo que procede es
sufrir y perdonar. “Todo llega para el que sabe esperar”, escribe en una de sus
veinticuatro cartas místicas Rafael Arnaiz Barón, el oblato cisterciense muerto
en la trapa de la localidad palentina de Dueñas en 1938, en olor de santidad.
Este humilde donado, del que hablaremos en otro lugar, fue una de las
últimas flores que han florecido en el Jardín de María instituido por San
Bernardo. Demostró con su vida que la clave está en perdonar. “Si la
misericordia fuera un pecado, yo la cometería”. La santidad verdadera consiste
en la crucifixión del yo, al tiempo que desdeña un desdén hacia la vida
terrestre y a las cosas de los hombres.
Los reyes de Castilla no exigieron el bautismo en masa de los no
cristianos. Alfonso VII se constituyó en mentor de los judíos. Es una pena que
el Sanedrín Sionista no haya sabido entender esa munificencia con que se ha
tratado en España a los hijos de David.
Pero también quisieron que la cruz fuese por delante de sus vidas.
Concretamente, la basílica de San Vicente de Avila, joya del arte románico, fue
construida gracias a los caudales de un rico mercader, que se había convertido
a Jesús, y estaba bajo el patrocinio directo del monarca. No se puede escribir
la historia del revés, como pretenden algunos buscando la revancha. Cuando yo
muera, atraeré a todo lo creado hacia el Árbol de la Cruz. Estas palabras
presagas del Redentor parece ser que siguen molestando a sus enemigos. Lo malo
es que no habrá vuelta de hoja, por mucho que se empeñen. La grandeza del arte
gótico que perfecciona se basa sobre este planteamiento de síntesis y de
amalgama de pueblos. Algo bueno tendrían
que tener las Cruzadas. Godofredo Bouillon, dejándolo todo para seguir a
Cristo, descubrió que Éste es múltiple en sus miradas. No cabe una sola
perspectiva, porque la divinidad es amalgama de muchas cosas y está más allá de
nuestros prejuicios y concepciones a priori, que pertenecen más que a la
religión a la lucha política. Pero antes era preciso que todos los pueblos
conociesen y honrasen la memoria de Jesús.
El marqués se equivocó de proceder, porque sus hombres cometieron mil barbaridades
a las puertas de Jerusalén y de Constantinopla.
Dios permitió aquel mal para que se subsiguiera un bien. ¿Porqué no
pensar, entonces, que del turbulento clima social que han degenerado en las
guerras más sangrientas, y teorías filosóficas, como el marxismo o el feminismo
radical, que niegan cualquier soteriología, o por medio de las nuevas
tecnologías se puede acceder al descubrimiento de un rostro del Señor que antes
no teníamos?
Esto es a grandes rasgos la índole del cambio que se operaría en la
mentalidad humana a través de la revolución mística del siglo XI.
En el románico de ladrillo, amasado y colocado por manos de operarios
que creían en Mahoma, pero que respetaban la religión de Cristo, aunque no
dejasen de sentir cierta aversión a la forma con que la vivían algunos
cristianos, ha quedado para siempre esa huella ecuménica, que se plasma sobre
los lienzos de pared, esas ménsulas e impostas recargadas de tracería vegetal y
todos esos alifafes misteriosos del capitel románico, donde se quería esculpir
un mensaje críptico y esotérico.
Podemos interpretar el recado sólo a ojo de buen cubero, porque las
claves están perdidas. Las figuras, recargadas de símbolos, y cinceladas de
alegoría, nos hablan de que es preciso una metamorfosis para ir al encuentro de
una vida plena. Ese intelectualismo en piedra tallada sigue inspirando en quien
lo contempla el deseo de concordia. Es la armonía del universo reflejada en las
archivoltas y las escocias.
Por primera vez, este rey abulense consigue que sus súbditos puedan
vivir en medio de una paz octaviana que no se conocía por aquí desde hacía
muchos lustros. Este auge e importancia del castellano va en menoscabo de los
reinos taifas del sur peninsular. Acaban los ignominiosos gravámenes, como el
ya antes reseñado Tributo de las Cien Doncellas y se dejan de pagar las
onerosas pechas al Califa, quedando sólo en recuerdo el nombre de algunas pesas
y medidas de talante morisco. Los árabes habían inventado la aritmética y
enseñan a los pueblos a contar. Huella de su presencia son algunas palabras que
han quedado en el diccionario: arroba,
área, arancel, azumbre. almoneda, alpargata, ajedrez, algodón, andamio,
alfombra, alfamar y alhamar, auge, almirez, arrope, azar, azúcar, adobe,
alcanda, alcántara y alcantarilla, alcanfor, almacén, azogue, almohada,
albañil, albérchigo, azafrán, algarroba, azucena, acerola, arroz, cifra,
guarismo, elixir, cero, quintal, fanega, quilate, tahona, tambor, cenefa y alcabala,
por sólo citar algunas a manera de florilegio. Muchas de las cuales siguen
moteando nuestra conversación corriente. Con esa habilidad para las cosas
concretas y la vida práctica y siempre a ras de tierra incluso en religión,
porque al árabe no le gustan las especulaciones, tiende al esquematismo del
suma y resta y deja secuela en esta forma de ver las cosas llamándolas por su
nombre o hablando en cifra en el idioma castellano, que se enriquece no sólo
con el acerbo lexicográfico sino también semántico del morisco, con su actitud
diferente frente a la ida, porque siempre fue un pueblo realista que prefiere
los deleites materiales a las promesas de las otra vida. Pero también sus
creencias pueden volverlo fanático.
Y para aquéllos que aun sigan creyendo en los Reyes Magos unas
palabras proféticas al respecto del máximo historiador español, Claudio Sánchez
Albornoz, tan grande como ninguneado e incomprendido, porque aquí los que
mandan son los discípulos de Américo Castro, y cortan el bacalao en literatura
los Hijos de Julián Marías, judíos conversos, a los que la cabra les tira al
monte. Don Claudio, que era un abulense
integérrimo, y recio como los pinos de Ríofrío, y que, transplantado a
Asturias, la tierra de sus cariños, creció hasta concertarse en mayestático
cedro de la verdad. Por ella sufrió, fue desterrado y perseguido. Sus palabras,
escritas en 1969[7]
cobran un treno profético en este verano del 99, con una nueva marea
islámica a las puertas de Belgrado:
“¿Se me perdonará también que, a veces, al contemplar la crisis social
y espiritual de nuestros días, a la inversa, haya pensado en la pérdida de
España? Porque temo que otra gran
tronada histórica pueda poner en peligro a la civilización occidental, que lo
estuvo por obra del Islam en los siglos
VII y VIII. Ésta fue salvada, según creo firmemente, por Pelayo en Covadonga,
resistiendo al Islam en las peñas de Asturias. ¿Quién puede imaginar dónde
tendrá lugar mañana una nueva batalla de Covadonga? ¿Dónde se iniciará una
nueva reconquista que salve al cabo la civilización nieta de aquélla, por la
que, con el nombre de Dios en los labios, peleó el primer vencedor del Islam en
Europa?”
Al oír las inspiradas
amonestaciones de Don Claudio, al que Dios tenga en su Trono, se nos vuelve a
poner la carne de gallina. No es extraño que los memorialistas de la hora
presente intenten por todos los medios enjalbegar la memoria con muchos
alifafes y enredos. Ningún padre de la Iglesia sanciona la violencia, pero sin
la ayuda divina, que a veces permitió las guerras de defensa, el cristianismo o
lo que es lo mismo la civilización de Poniente habría perecido. Todo pueblo
tiene derecho a repeler al invasor que pretende sojuzgarlo. El Duero fue
poblado y repoblado una y otra vez. Las banderas de los castillos cambiaron de
mano ininterrumpidamente entonces ¿Y ahora quién parará al Islam?
Muchos parecen querer olvidar que hubo acoplamiento, avenencias, y
algunas veces, palos, pero conviene tener presente que España y no los
musulmanes ganaron las Reconquista. Por todas las trazas barrunto que los
americanos se proponen un nuevo relevo del pabellón, pero si vuelven aquellos
aciagos tiempos, no será por culpa de los españoles que aman a su patria y a su
fe.
Por aquellos días fuimos mucho
más tolerantes de lo que algunos cacarean. Se conciertan casamientos de
conveniencia o por amor entre musulmanes y aborígenes. Hay bautizos en masa y
los monarcas otorgan privilegios de asentamiento: las Cartas Pueblas. El modo
de ser de aquellos pueblos del norte africano caló. Mal que nos pese, lo árabe
sigue circulando por la masa de nuestra sangre, con su tendencia a la
ostentación, el orgullo de las gentes del desierto, su austeridad y también el
fuerte sentido de la honra y la pronta inclinación a la venganza. Ese “ me las
pagarás” es un remoquete del odio africano que a veces se apodera de nosotros.
Sin embargo, esto, por ser tan frecuente, no creo que revista la menor
importancia.
Dos cruces de piedra que había, una situada a unos pasos del cocedero
de la Tía Grilla, y la otra en el Redondillo, según se baja hacia las pobedas
camino de San Vicente, era dos hitos que recuerdan al visitante este hecho de
que la convivencia no ha sido del todo pacífica y cristiana. Ambos símbolos
fueron erigidos para precaver a la posterioridad de dos acontecimientos
sangrientos, provocados por reyertas entre mozos o altercados con navaja con
mozos forasteros. El día de San Pedro del año 1748 dos cuadrillas de Sacramenia
y de Fuentesoto tiraron de navaja. Iban cargados de vino y por un quitarme allá
esas pajas, que si has bailado con mi novia, el resultado fue una riña con
resultado de varios muertos. La del Redondillo se levantó un siglo más tarde
casi por lo mismo. La víctima fue esta vez un fraile exclaustrado de Cardaba
con motivo de la desamortización de Mendizábal de 1838.
Es posible lo que escuché decir antiguamente en los filandones por el
invierno cuando salían a relucir historias de ánimas y de aparecidos que el
alma en pena de este pobre monje, que no se había distinguido lo que se dice
por su inocencia de vida, pero a quien la pérdida de su cordón de cuero y la
cogulla blanca desquició, vaga por los desmontes de Peña Colgada, alma en pena
y que hace conjuros y maleficios contra aquellos que osen profanar el recinto.
Mentira o verdad, lo cierto es que, como se sabe, el claustro y el ábside fueron
comprados y los sillares desmontados y marcados trasladados en barco a Nueva
York por W. Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa estadounidense, el
mayor enemigo que tuvo España en la guerra de Cuba porque se le hace
responsable de la impostura de la voladura del bien y de la muerte de tantos
soldaditos que pelearon en la manigua antillana contra los mambises, las
fiebres palúdicas y las mentiras y amarillismo de los rotativos de la Cadena
Hearst. Pues bien, este creso rey Midas, que tenía en sus manos los grandes
consorcios de la comunicación escrita y radial se arruinó al poco de hacer la
operación de compra. Una de sus descendientes Patricia Hearts anduvo metida en
el escándalo de los asesinatos rituales de un tal Mason, que en los años
sesenta conmovieron a California y a medio mundo. El plutócrata debió de pagar
cara su audacia. El espectro de Cardaba lo hizo blanco de su cólera. Con los
españoles y menos con los de Sacramenia, Mr. Hearst, no conviene hacer el
tonto. Su imperio se vino abajo a raíz del hundimiento de Wall street muriendo
al poco por un paro cardíaco. O por el conjuro del alma en pena del fraile del
convento de San Bernardo...
En el siglo pasado los recintos sagrados de la laura se encontraban en
estado de abandono, pero todavía seguía funcionando, a trancas y barrancas. En
1866, cuando gira visita el polígrafo mallorquín José María Quadrado, fue
escoltado por un fraile ya en la ancianidad. Su presencia casi espectral al
igual que los muros derrumbados le hacen glosar una versículo de Job”:Voy a
dormirme en el polvo y, si mañana me buscases, ya no seré”. Quadrado es un
verdadero viajero romántico que sigue una tradición empezada por los hermanos
Bécquer. Ellos compraron otro monasterio cisterciense, el de Veruela. Allí
Gustavo Adolfo iba a curarse de su tisis.
Con todo y eso, todo hay que decirlo: el hecho de que España no haya
tenido una revolución como las tuvieron Inglaterra con Enrique VIII y Cromwell
y Francia con el furor sanguinario de Voltaire, preservó algunas de nuestras reliquias
inveteradas. Era mucho lo que había, el expolio, sobre todo con las invasiones
napoleónicas, fue largo y tenaz. Al pasar a la burguesía los bienes en manos
muertas, el patrimonio religioso enriqueció a una legión de anticuarios y
trapisondistas. Si a esto se añade, la dejadez, la ignorancia y el escaso apego
a lo propio, lo extraño que al cabo de siglos de rapiña se alcen todavía
señeros en los alcores y cerros castellanos esas señeras ruinas.
El odio a la cruz de Cristo, llámese desamortización, llaméese
secularización, las persigue, pero su barrena no lo ha zapado todo. Muy
posiblemente esa labor de aniquilación se consume en un plazo de cien años. En
los años ochenta desparecieron varias cruces y humilladeros que hay en
Fuentesoto y para más inri en la fachada lateral de la iglesia de San Pedro de
la noche a la mañana alguien pintó la del diablo, esto es, la que se traza al
revés. He pregunté a varias personas que por qué esa “descrucificación” tan
aparatosa y nadie me supo dar razón. Uno me dijo por toda respuesta y como
dando a entender que en estas cosas la mejor norma es el no meneallo:
- Ahora vivese mucho bien. Cien veces mejor que antaño. Vamos pero que
muy a gusto.
- Bueno, pues, bendito sea Dios. Pero yo no veo la relación que pueda
existir entre tirar las cruces al río, dejar que se arruinen monumentos y
marchar bien,
- Sí que la tiene - dijo el Clodomiro con acento de quien frena una
discusión en seco.
Su gesto me dejó parado. Vi que los ojillos birlones del Teodomiro
gritaban para su capote: basta ya de historias y de cuentos. Aquí la única
estética es la de la andorga. Lo importante es marchar bien, ganar dinero,
tener un buen coche. Queremos renunciar a nuestro pasado. Todo aquello fue el
símbolo del oprobio.
- Pero eso es confundir el culo con las Témporas, Clodomiro, majo.
¿Y a qué no sabéis lo que me dijo? Que me fuera a tomar por él. Me
entraron deseos de agarrarle por el escuezo y lanzarlo chimorretes abajo, pero
buena de gana de discutir. Y sin decir
adiós tomé el montante y me senté a la puerta de la bodega, la que tiene una
antojana con dos almendros, con mi tocayo Tomás Parrilla, que el año pasada
cogió treinta cántaras de un par de majuelos. Como nos llevamos pocos años,
poco más o menos somos coetáneos, ya nos conocemos. A los dos nos gusta la
sangre de Cristo, que no somos moros ni judíos, ni tampoco lo negamos, ni hemos
cambiado de chaqueta, ni afusilamos. De vez en cuando es no sólo conveniente,
también saludable, para aventar las telarañas del alma que tanto escuecen, con unos
tientos al jarro.
-Y de hoy en un año.
-Eso es lo que hace falta. Y que lo veamos.
El vino de por aquí debiera de traer el gollete de los Vega Sicilia.
Fueron los del cister los que plantaron las viñas, una tradición que aun sigue
brindando. Aunque muchos desceparon los majuelos cuando el ingreso en Mercado
Común, mi amigo Parrilla los dejó intactos. Hay que ver que mi tocayo siempre
fue un sotohontanero listo, aunque, a diferencia de otros, nunca le dio por
zorrerías. Y eso que se va a llevar por delante. Y si no fuese por el fruto de la vid, que es
fuente de salud y de vida (los antiguos lo acreditaban como el árbol del Edén;
Eva, tras su pecado cubrió las vergüenzas con hoja de parra) ¿qué sería de
nosotros, Julián? Nos demuelen las
cruces, se llevaron las piedras nos tiraron la olma, nos lo han cambiado todo de sitio. El escudo del
Yugo de la Labor y de las Flechas del Poderío fue lo primerito que quitaron en
este impresionante de ocultación del testimonio y del legrado de memoria al que
hemos asistido en todos estos años.
Era el símbolo que tú y yo más hemos amado. Con pertinacia tesonera,
poco a poco, sin dar cuartos al pregonero y como quien no quiere la cosa están
desmontando lo que quedaba. Y en la iglesia de San Pedro las mujeres rezan la
epístola y en ella por las fiestas dan conciertos y se arrancan por
fandanguillos. ¡Si don Frutos, que paz descanse, con lo mirado que era para
estas cosas, alzase la cabeza! Se me ha clavado en la memoria el recuerdo
doloroso de aquel día, un primero de junio del infausto año 92, el del Quinto
Centenario, ya sabes, lo estaban aguardando los traidores de este país para
hacer de las suyas, esto es: todas las judiadas habidas y por haber, cuando,
terminado el funeral, me fui a la sacristía a pagar al cura y vi cómo libros y
códices valiosísimos yacían por el suelo o andaban amontonados sobre las
cajoneras.
-¿Qué es esto? - pregunté airado.
Una mujer trayendo las vinajeras, la que canta la epístola y la que
pronto dirá la misa a los del pueblo, al paso que vamos, me lo explicó:
- Morralla. Han desmontado la casa del curato y los libros se los ha
quedado un tratante de ganado, que los ha comprado por dos mil duros. Es amigo del señor vicario.
Si no hubiese sido porque tenía que presidir la conducción de respeto
en el funeral, te prometo, Julián Parra, que hubiese montado un número. Estaba
de tanto enojo que la bilis se me subía por los gañotes y alcanzaba casi los
terceletes de los lunetos, allí donde antaño, se escuchaba piar a los gurriatos
cuando el cura don Amancio predicaba alguna de sus desangeladas arengas, pero
teníamos allí al pobre Silvino el ataúd envuelto en la bandera de España, con
el sable de oficial y la gorra con dos estrellas, las cosas que más amaba, y no
tuve más remedio que transigir y callar. De no haber sido por el duelo en aquel
momento de dar sepultura a mi pobre difunto, hasta le hubiera dicho cuatro
verdades al señor vicario, al obispo o a quien hiciese falta. Nos lo quitan
todo, Julián, pero el vino que se guarda en cubetas de roble no se lo chiscará
esta horda de borrachuzos que se ha apoderado de España. Paciencia y barajar.
La biblioteca de la rectoral fue adquirida por cuatro cuartos por un
chamarilero de Galicia que se la ha vendido toda a los ingleses. Te participo
que tu clarete, al que me invitaste aquel día, es de los que ayudan a vivir y
hacen más llevadero el morir. Ya sé que
tú lo recoges sólo para el gasto, pero aun así no por eso deja de ser un
quitapesares. Que san bernardo te bendiga por no haberte sometido a los trágalas
imperantes. Tú no descuajaste el majuelo, tío. Y, gracias a ti, no se rompe la
tradición.
Tales desafueros no me pillan de susto, la verdad sea dicha. Estoy
curado de espanto; ya sé que me llamáis el “tonto de las ruinas”. Pues falta un
epíteto”: el de los libros”. Mira que os di tabarra con lo de la ermita de San
Vicente, que si el tejado se os iba a desplomar, que no hay derecho a convertir
la casa de Dios en un muladar. Y efectivamente la techumbre se vino abajo y se
perdió toda la fachada de Poniente. Me
llené de indignación cuando el año 80 descubrí el derrumbe. Todo eran cascotes
y hasta habías pegado fuego a una imagen de Santo Tomás, talla del siglo XVII
de madera de pino. Pude salvar una mano del santo que ahora tengo yo en el
sitio donde escribo como una cara reliquia, que me inspira y me exhorta a
promulgar la verdad, pero tampoco conviene remover el agua sucia, que todos nos
vamos a perder perdidos en el charco.
Como os dije, la cosa viene de largo porque ya en el 68 le dediqué uno
de los primeros reportajes a este lugar. Apareció en el Diario SP a doble
página. Aquel otoño anduvimos por aquí Santiso y yo tomando placas del ábside
de cuarto tambor. Tiramos fotos a todo lo que se movía. A los trojes de las
eras, a la yunta de machos, a las torres, a las viejas enlutadas en la iglesia
acurrucadas cabe los hacheros funerarios y sentadas a la morisca, con sus
manteletas que recordaban al flameo de las mujeres romanas. Sacamos al cura con
el alba y la estola responseando. Cada padre nuestro, una perra chica. También
tomamos instantáneas de las palas, las horcas y los garios, los aperos y los
carros de telera, que hoy son bocados escogidos de los anticuarios. Esta
urgencia por dejar constancia gráfica de todo aquello era porque nos cercaba el
presagio de que estábamos ante las ultimas reminiscencia de un mundo medieval,
y un sistema de vida pronto a sumirse en la laguna del olvido. Por eso, aquel
reportaje tuvo mucho de denuncia y de aviso testimonial.
Nos fue difícil ganar acceso a la ermita de San Vicente. La llave oxidada, no corría bien el pestillo.
Cuando por fin, a golpes y meneos, conseguimos hacer trabajar a la cerradura,
nos pareció aterrizar en el mundo de ultratumba, que guardaba dentro de densas
tinieblas las riquezas y fruiciones de un lóbrego paraíso. Olía a moho.
Todavía penetraba algún
resquicio de luz por las aspilleras y nos pareció escuchar el eco de cantos
gregorianos, porque la ortofonía era perfecta, que en aquellas iglesias no
hacían falta micrófonos, y la voz humana resonaba importándose a través de los resquicios de la plementería.
El suelo, según la tradición primitiva en las antiguas iglesias, de tierra
apisonada mostraba los túmulos de algunas tumbas recién excavadas. Había
esparcidos algunos huesos y el fotógrafo como buen gallego torció un poco el
gesto, porque no le gustaban aquellas cosas. Aunque era comunista, Santiso
creía en la Santa Compaña. Al que esto escribe tampoco le llevaba la camisa al
cuerpo. Pero llevábamos con nosotros al cura, don Laurentino que se reía un poco
de nosotros. “Quietos, que os vais haceroslo en los pantalones, pero si los
muertos no hacen nada, hombre”. “Ta.
Pero, e por si muove, carallo, nun lu toques“, dijo mi colega en buen
coruñés a la vista de un par de calaveras y algunas tibias que blanqueaban casi
fosforescentes en la oscuridad.
Las ballesteras empotradas como una ojo vertical sobre el muro
advertía que el recinto tuvo una función militar que cumplir. Desde estas saeteras se disparaban flechas
contra un supuesto invasor, pero las lauras de decoración de la archivolta
poseen una frescura casi virginal, observándose en la piedra marcas de gubia.
Además fue extraída de canteras por aquí, porque dentro de su configuración
calcárea se advierte la filigrana de raíces o de pequeñas valvas fósiles. La
luz del día penetra por el ventanero iluminando los perfiles mágicos del
decorado. Las figuras del capitel empiezan a mirarnos. En uno, hay un obispo
que aparece exultante entre dos ramas de palmera. Carilleno y orondo,
impartiendo su bendición al concurso desde su cátedra desde la que oficia una
hermosa liturgia interminable. El prelado luce sus insignias pontificales: la
mitra, el báculo y bendice con el indice y anular de la diestra que sujeta un
anillo bisulco o de doble dedo. La mano se enfunda en una quiroteca litúrgica
cuyos pliegues hacen muescas en la piedra. Es una expresividad llena de quietud
sobre toda ponderación.
Estamos ante uno de los capiteles más impresionantes y solemnes de
toda el arte románico. Debajo, al lado del bando de piedra bajo la arcada,
donde se sentaba el diácono y la orquesta coral, se abre la oquedad de una
piscina, abriendo como la ranura de una llave. Dentro de la austeridad y
desnudez del altar cisterciense este aditamento servía para guardar los vasos
sagrados y abluciones, porque en aquellas iglesias, sagrario no había. La
comunión tenía más sentido de participación que de sacramento y en todas las
celebraciones el sacerdote y los fieles consumían el corpus y el sanguis sin
dejar ni miga ni gota. Era para eludir profanaciones pero también porque aun no
habían llegado las aberraciones de los siglos subsiguientes, donde el Cuerpo de
Cristo, que es salud y vida de fe, se convierte en arma arrojadiza y caso de
guerra entre papistas y protestantes. Como siempre, la testarudez y necedad
humana consiguen que el medio se convierta en fin y no en objeto. Siguiendo los
cánones del ceremonial hispano visigótico, tan importante como la eucaristía
era la eulogía o recepción del pan bendito.
La devoción a la eucaristía empieza a afianzarse a partir del siglo XIV.
Esta piscina, en su verdadera semántica litúrgica, que he visto yo en muchas
iglesias rurales de Inglaterra y en el iconostasio de los griegos, luego empezó
a llamarse credencia y a continuación tabernáculo. Pero dejemos de meternos en
esos andurriales de la fe que nos llevarían muy lejos.
Justo por cima un torso humano y una faz contrita que trata de
hundirse en el lomo de la oveja rescatada se agacha ante un cordero de diseño
tosco y lo abarca con la panza. Es el Buen Pastor. A la vera aparece una cara
como de una máscara. Su expresión no sé si expresa pasmo o hilaridad. Es el
momo que contrahace a la sombra del buen pastor. Lo que el uno hace el otro
desmorona. El buen pastor se dedica a ir buscando las ovejas perdidas que el
diablo devora. Sin esta dualidad o lucha de fuerzas contrarias que perdura por
los siglos de los siglos no podríamos comprender la simbología románica plagada
de mensajes crípticos y de una exultación soteriológica que el hombre moderno a
duras penas acierta a compenetrarse. En el otro capitel se plasma a unas aves
muy prietas - pueden ser palomas, perdices o urogallos - que parece que se
retuercen y se desgañitan haciendo trenzas con sus pescuezos en arco. El resto
de los cimacios exhiben tan sólo una decoración de helechos o de canastillo.
A Santiso y a mí nos parecía que habíamos llegado al hipogeo del gran
laberinto de la existencia. No nos olvidamos de dejar la puerta bien abierta no
fuese a escaparse el gato o de acordarnos de aquel Anteo mítico que, para no
perderse, se amarró con una cuerda a la cancela del Dédalo Cretense. Sólo
conseguimos salir de nuestros sueños cuando el cura, don Laurentino, sacó la
petaca y todos juntos, con el alcalde, Constantino de Frutos, y quien esto relata, en paz y armonía de
viejos camaradas, echamos un caldo. Nos parecía que aquel era un momento
trascedente. Verdaderamente habíamos llegado al límite. Luego, para que se nos pasara el susto,
fuimos a merendar a las bodegas.
-Tantas ruinas- comentó mi fotógrafo- afligen, rapaz, pero el vino no
es malo.
Y, tanto; que aquella tarde
de octubre bien que soplamos. Entre los cuatro, metimos al coleto casi una
cántara. No sé ni cómo conseguimos salvar las vargas y cuestas de todos los
Castros, que son tres: el de Fuentidueña, el de Sarracín, y el de Gimeno, según
se va a Sepúlveda y que fueron todos ellos acampamientos del ejército romano.
Pero, conduciendo y dándole a la petaca, entramos en Madrid sanos y salvos. Se
conoce que, como fuimos buenos chicos, el fantasma del fraile de San Bernardo,
vino acompañando y velando por nosotros por toda la carretera de Francia. Al
fin y al cabo, lo que pretendíamos era dar a conocer al gran público el
abandono en que se encontraban aquellas riquezas ocultas.
El artículo tuvo pegada y hasta me felicitó personalmente el bendito
Marqués de Lozoya, que fue un verdadero ángel de la guarda protector del
patrimonio artístico español, aunque siga habiendo modorros que guarden hacia
él ciertas reticencias. Pero bendita sea su memoria.
Después del 77, otra vez volví a insistir en el tema desde las páginas
del “Arriba”, como si Sacramenia, lugar mágico, hubiese encontrado en mí un
pregonero. ¿Será porque anunciar la necesidad de una vuelta a la espiritualidad
es la razón por la cual la Providencia me ha puesto en el mundo? No lo sé, pero
aquella tierra tiene una fuerza telúrica, que me atrae o me rechaza, según
convenga, pero siempre acabo regresando a ella, o con el alma o con el cuerpo.
Sacó siempre lo mejor de mí.
A la sazón trabajaba yo como corresponsal en la Onu de la desaparecida
agencia Pyresa. Uno en la ciudad de los rascacielos acaba harto de política. No
he sido testigo de tanta corrupción ni de tanto bizantinismo como cuando
asistía a aquellos debates que duraban horas y horas. Acabé no apareciendo por
la planta quinta donde compartía el despacho con un periodista indio, que debía
de ser un personaje muy significado en su país porque era pariente de Indira
Ghandi. Como no acudía al recinto, este hombre se sentía a sus anchas, pero, como
renunciara yo al despacho, y le colocasen a un coreano que trabajaba allí de
servicio permanente, allá fueron ellas; un día se acercó a mí el Ghandi aquel y
me zarandeó por la solapa, y me abofeteó: “Por qué has renunciado a tu sitio de
privilegio mirando al East River, loco”. Porque no me gusta ver constantemente
gabarras. Fluyen llenas de mierda”, le dije. “Pues me has hecho la pascua.
Vivía como una maharajá y me han puesto de compañero a un indeseable”. “Ese es
su problema”. Echaba espuma por la boca y dardos jupiterinos por los ojos.
Algunas veces me acuerdo con cierta melancolía de aquel maharajá de
Carpurtala.
Entonces comprobé que el tal
pacifismo de los indios, el karma y la no-violencia no es más que un cuento
chino. Las gentes para vivir tienen que seguir siendo alimentados por sus
propios prejuicios.
Cárter empezó a ser para mí un
nombre mil veces repetidos y Zbignew Bzrecesinsky le entendía. Su acento era
polaco. Nunca puede llegar un hombre a sentirse tan utilizado y manipulado por
los intereses de la economía cósmica que un corresponsal en Nueva York. Todos
los días hay que contar batallitas y repetirlas infinidad de veces. El lector
acaba creyéndolas. Si no hubiera sido porque la situación en España, recién
iniciada la Transición, era como un monstruo de muchas cabezas que se devoraba
a sí misma, y que tenía el jefe despachando a ocho mil kilómetros. Por el télex
me había llegado un réspice desde Madrid, porque el día que había muerto Elvis
Presley yo había enviado una crónica de pitorreo que empezaba así”: Silencio,
que se ha muerto el Rey del ritmo...”
A algunos incondicionales del ídolo de Menfis (Tennessee) les pareció
aquello una salida de tono, cuando no un auténtico sacrilegio. Del contexto se
desprende que a mí me priva menos el rock que el canto gregoriano. De la noche
a la mañana, aquel cantante que había fallecido hecho un monstruito a causa de
su adicción a los barbitúricos se había convertido en una mito. La
santificación de Elvis era un hecho que yo no comprendía. Lo mismo que fue
Alcapone, Carusso, Eduardo VII, Gardel y lo ha sido en el 97 Lady Di.
La sociedad moderna tiene necesidad de crear su propio martirologio
llenando el casillero del día con nombres que alguna vez causaron impacto en la
cultura de masas. A mí me pareció eso una alienación y así lo escribí. Dije que
desde Hollywood los cofrades del gran Hermano eran los demiurgos más listos,
pues saben convertir la basura en oro.
Se había muerto el Caudillo. Algunos, como Fernandino Jáuregui, se
rasgaron las vestiduras. Yo ya no tenía valedores. Criticar a los americanos en
tiempos de Franco podía ser rentable, pero ahora podía convertirse en algo muy
peligroso. Manolo Blanco Tobío, siempre un caballero, a pesar de no compartir
mis ideas, me echó un capote. Pero
también salvé la cabeza gracias a un milagro de la Virgen, porque los sabuesos
de la CIA habían puesto precio a mi cabeza. Iban a por mí. En la comunidad
paraláctica(todos teníamos algo de astros por más que nos dijésemos
periodistas) española en Nueva York el ambiente estaba bastante enrarecido a
causa de la pelea casi continua que sostenían Jesús Hermida y el llorado Cirilo
Rodríguez. Mi paisano era mejor periodista, tenía más valía, pero el onubense
con aquellos abrigos de piel con vueltas de piel de zorro que se mercaba en
Macy´s parecía un autentico príncipe ruso y gustaba mucho a las señoras. No
decía nada, pero resultaba más interesante, aunque reconozco que Jesús es un
comunicador nato. Parece haber nacido en un plató.
Me había hecho yo por aquellos días de aquel tórrido agosto
neoyorquino en que quedó solo en Manhattan, porque mi mujer se había ido a
España para parir a Antonio Gabriel, nuestro segundo hijo, y bastante
deprimido, amigo del meritorio de Cirilo, que era un chico de Sahagún de
Campos, que había conseguido una beca Fullbright y vivía en la universidad de
Columbia, con su compañera, Mari Carmen,
en una habitación de exiguas dimensiones -nunca vi tantas cucarachas,
pues Nueva York estaba atestado de ácaros. Ellos vivían en el West Side cerca
de The Cloisters. Una tarde subimos
a ver aquel recinto monástico a la vera
del Hudson y hecho de retales a base de portentosas piezas arquitectónicas
fletadas desde Europa.
Había castillos y monasterios enteros y entre ellos con dolor y
sorpresa contemplé cómo las ruinas de las piedras doradas de mi pueblo,
aquellas que había visto yo tantas en la vega de abajo cerca de la fuente
colorada de niño cuando mi abuelo me mandaba a abrevar a la yegua torda y a su
muleto, estaban allí haciendo dinero, y no en manos muertas. Pues en la fuente
Colorada habré yo quebrado más de una botija de agua, y más de una vez me habré
bañado con los de mi cuadrilla tirando desde el trampolín de unas piedras
pasaderas.
Pagué cinco dólares pero pasé un buen rato y el tema me sirvió de punto
de arranque para contar una bonita historia para mis lectores, de los mejorcito
que escribí yo en Estados Unidos. O la Virgen se me apareció o fue el duende de
San Bernardo el que me inspiró aquella elegía, partiendo de la base de que
aquellas piedras arrancadas de un mundo viejo habían venido a conquistar
mediante el gran silencio trapense al mundo nuevo. La crónica pego fuerte,
aunque las fotos no fueron tan buenas. No estaba allí, claro está, Santiso con
su retranca y ferrete a lo santiagués para sacarme de apuros.
Lo que más me dolían era que el refectorio, parte de la iglesia y del
claustro que lo había sido Santa María
de Cárdaba se mostrasen a los turistas como si fuesen trofeos arrebatados al
enemigo en una guerra de reconquista. A veces los norteamericanos adolecen del
mal gusto de los nuevos ricos. Capiteles, arquivoltas, aras y cornisas habían
sido vaciados de contenido esotérico.
Así se lo hice saber a mi colega Felipe Maraña y a Mari Carmen, pero
ellos no compartían mi opinión:
-Están mejor aquí que allá, con todo lo que tú digas.
Pero el fantasma del Coto de Cardaba me respaldaba. Creo que estaba
llorando de rabia:
-Esto es una afrenta para todos los cistercienses- gritaba desde el
fondo del abismo de la serenidad inmarcesible aquel fantasmagórico oblato.
Dicen que todos los monasterios
bernardos cuentan con la protección especial de la Virgen a la cual están
dedicados y luego al morir siempre se queda un monje de guardia que vigila por
la observancia y pone dificultades a los que tratan de buscar a Dios por la vía
del conocimiento místico, y debió de ser este espíritu que se me ha aparecido
varias veces el que evitó profanaciones y allanamientos de morada. Debido a su
acción, el magnate Hearst se fue al garete, y, aunque luego su imperio volvió a
resurgir, nunca sobrepasará los límites de un emporio de papel cualesquiera. Me
ilustró con una serie de profecías a las que, por recato, no haré mención.
Baste decir que las cosas de Dios son así.
- Con los americanos no hay quien pueda, padre - le dije
- A ellos también les llegará su sanmartín - replicó.
Y yo le pedía entonces que me asistiese con su inspiración para
escribir una crónica limpia y pungente contra aquella afrente al patrimonio
sacrameniense. Me miró con ojos enfierecidos y como diciendo”: Lo más seguro es
que sea así, pero ten en cuenta, hijo mío que ni el tiempo de Dios ni sus
caminos son los mismos que los humanos.
- Ah, ya. Es otra clepsidra, otra arena, otra forma de contar.
Luego me dijo que su nombre era Emilianus, pero que le llamaban
Millán. Enfundando las manos en las enromes mangas que le salían de la túnica y
calándose la cogulla despareció. Le he vuelto a ver mi querido Fray Millán
múltiples veces y en los lugares más inverosímiles. Su continente denota la
paciencia benedictina, y la parsimonia de un trapense, pero también sabe ser un
buen dialéctico y utilizar todos los recursos de la retórica. Había fallecido
el año 1838 cuando toda la comunidad se dispersó. Aunque traspuso los umbrales
de uno de los atrios, estoy seguro de que fray Millán no debe de andar muy
lejos. Le conté mis aflicciones, pues me
parecía que un señor nacido en Sahagún de Campos, que junto con Arévalo y
con Cuéllar forman el triángulo de ese
primoroso “románico de ladrillo” tuviese tan poco apego a las cosas nuestras.
Se estaba ya gestando el cambio de la guardia y asomaba su deletéreo hocico el
ciudadano González. Toda la operación “gonzalista” se gestó al pié de los
rascacielos. Fue precisamente el inefable Felipe Maraña el que pidió a su
tocayo el secretario general del PSOE el que pidió a voz en grito que fuese
desmontada la Prensa del Movimiento. Perdoné, aunque no he olvidado tal
incidente. A pesar de todo, acudí en su
compañía y la de su mujer a visitar los Claustros y me dieron ganas de soltarle
ante sus mismas barbas su desfachatez e indecencia. “Pero, caray, Felipe,
siendo tú de Sahagún de Campos y yo de
cerca de Cuéllar no entiendo tu postura iconoclasia”. Sin embargo, callé.
Empezaba un tiempo de silencio y de incomprensión. Era la hora de los
arribistas. Su único ideario: “quítate tú que quiero ponerme yo “.
Alguien observaba mi postura noble y patriótica. El espectro de aquel
cisterciense se convirtió en mi ángel de la guarda y estuvo al quite en todas
las tarascadas y mordeduras de víboras españolas en que se había convertido el
gallinero de la multimedia. En realidad, un fondo de reptiles.
Quedé algo reconfortado con su visita en aquel instante porque me
parecía que todas aquellas piedras estaban fuera de su lugar y que ni aquel
calor bochornoso ni la borrina que se alzaba de los humedales del Hudson
poblado de quintas en sus riberas y algunas embarcaciones de cabotaje era el
que le correspondía. A un de los ábsides le había atacado el mal de piedra.
Aquel contacto con la realidad y a la vez con los espectros me marcó
un poco para toda la vida.
Empecé a tener las ideas bastante claras acerca de lo que, no tardando
mucho, acabaría sucediendo, y parece que ser que todos aquellos presentimientos
negros que tuve aquella tarde a la vera del Hudson ante mis propias “Ruinas de
la Italia” se han ido cumpliendo una por una. Mari Carmen había traído merienda
y honré la hospitalidad de aquellos dos buenos amigos, que, aunque no
compartiéramos las mismas ideas, siempre seremos amigos. Hoy Maraña, que
entonces andaba lampando y tenía todo
ese fuego inconformista de la juventud, es un importante cargo en el periodismo
hispano, de lo cual me huelgo, pero no cambiaría yo ninguno de sus avisados
comentarios sobre la guerra del Golfo, o la situación en los Balkanes, por la
tortilla que había preparado su mujer y que nos merendamos en un prado contiguo
a la salida de aquel recinto medieval.
Se nos acercó una judía que se quedó con mi nariz de romano, pero yo
aquella tarde no estaba de buen humor y me despaché con unos cuantos alegatos
en favor del viejo mundo. Les dejé arreglando el mundo y me vine en el metro
para mi oficina donde escribí de un tirón aquel reportaje que tanto gustó. Lo
mandé por cablegrama y a las tres de la mañana, como estaba de Rodríguez en la
Ciudad de los Rascacielos, encaminé hacia un bar que había en la Tercera
Avenida, que se llamaba de “ Irish Rover” y traté de moderar la satisfacción
que me embargaba por aquel “scoop” con unos cuantos vasos de cerveza negra.
Brindé a mi acompañante sempiterno, Fray Millán:
- A su salud, padre.
Y yo que éste aprobaba con una sonrisa de pícara y haciendo un gesto
con las mangas de su hopalanda cisterciense aquella actitud de celebrar no
sabemos el qué. Chascó la lengua y luego
sonó un gaudeamus. No estaba tan
abandonado ni tan “ in partibus infidélium” como yo llegue a suponer.
- Te lo mereces. Lo has
clavado. Ahora lo que hace falta es que aquellos bodoques dejen de hacer el
tonto vendiéndoles sus tesoros a precio de ganga a los norteamericanos. Tú
sigue chascando la tralla para meter en vereda al mulo.
Fray Millán llevaba más razón que un santo, pero temo que, como
tampoco a mí, le hayan hecho demasiado caso. Mi fantasma particular y yo mismo
pertenecemos a una especie a extinguir, al igual que algunos funcionarios. Pero
no seremos nunca ni los primeros ni los últimos que se sienten consternados
ante esa dejadez atávica del papanatismo de nuestros días. Ya Quadrado
prorrumpe en un lamento profético al girar visita a Sacramenia, y tuvo la
sensación de desolación de la que fui yo partícipe al salir del museo
neoyorquino. Dice el escritor mallorquín. “Creí que, al salir de allí, escuché
el lamento del Santo Job recitando palabras melancólicas sobre la condición
humana la cual no es más que polvo. Si mañana me buscáis, ya no seré nada “.
Leopoldo Torres Balbás, un historiador ilustre de la Historia del
Arte, que estuvo en Pecharromán hacia 1920, antes de que el monumento fuera
vendido y dispersado, hace una detallada descripción de la iglesia, con una
longitud de 56 metros por 37. Las tres naves estaban separadas por pilares
cruciformes, y las bóvedas eran de plementería francesa. Se fija en los
capiteles de las columnas, lisos, con ábacos formados por un filete y una
nacela. Los capiteles eran grandes y en ellos se repetían motivos de decoración
vegetal: piñas, tallos, algún helecho, bolas y mallas. Separaba el muro de la
nave central una fina imposta, con dos gorjas invertidas entrefiletes. Se
apreciaba la ornamentación de rosas. Todo el recinto debió de someterse a una
reforma en 1733, fecha que aparecía en una talla de madera de San Bernardo que
era de aquel año.
Aporta Leopoldo Torres Balbás otro dato que corrobora lo tantas veces
declarado aquí del ascendiente musulmán que se aprecia en la mayor parte de
todos estos monumentos, lo que demuestra la propuesta de que el cister fue un
elemento aglutinante de pacificación y de fusión de las Tres Culturas, siempre
a la sombra de la Cruz como estímulo y nunca al revés, porque la religión de
Jesús ha sido la del perdón y la misericordia, cosa que no puede ser dicha de
las otras creencias mistéricas. Hoy
muchos investigadores obvian que bajo el estandarte verde del Profeta fueron
cometidas sarracinas -nunca mejor cuadra la palabra- y la Ley del Talión convierte
al judío en el pueblo de la buena memoria. El Dios del AT resulta contumazmente
vindicativo.
En tiempos de los tres grandes reyes que tuvieron por nombre
Alfonso(el Emperador, el de las Navas de Tolosa, y el Sabio) se alcanzó una
armonía inter racial entre los tres pueblos que habitaban Castilla que resulta
paradigmática y un ejemplo de tolerancia a seguir en el futuro. Por desgracia,
las Tres Culturas que hoy intentan meternos por los ojos y de la que hacen
apostolado los que han sembrado de bombas el territorio de Kosovo fomentan la
venganza, el fundamentalismo y la regresión al cuadrado cero de los tiempos
medievales. En el fondo, lo que se está predicando de forma subliminal es la
reconquista de Europa al revés. Este planteamiento que enardece a los judíos de
Norteamérica no puede conducirnos a nada bueno. Supondrá un nuevo a volver a
empezar de cero.
Es, poco más o menos, la pretensión esotérica de los cistercienses.
Bajo su amparo se cincelaron tantas catedrales, se buscó la quintaesencia y la
piedra filosofal no sólo a través del conocimiento místico sino también por
medio de los valores alquímicos. En ella todo está medido y tasada hasta las
dimensiones que debía tener una bodega. El vino no faltaba en ninguna casa de
los monjes frailes. Ellos enseñaron a la posteridad a cantar a la Virgen y a
plantar majuelos. El monasterio de Sacramenia se significó por su buenos
caldos. Porque la vid es vida, fuerza y lleva al conocimiento de la
trascendencia. No se puede dar de lado a este dato tan importancia porque los
antiguos cristianos, quizás debido al origen dionisiaco de la religión heredada
de Roma que la “sangre de Cristo” puede conducir al que pota a la divinidad
inmanente y es fuente de salud. Por eso mismo el vino no estuvo nunca prohibido
en ningún monasterio. Incluso, las observancias más severas, como la de los
cartujos, y la de los cistercienses reformados o trapenses permiten un vaso o
dos a las comidas, para hacer frente a los rigores del frío y a una dieta
estrictamente vegetariana.
En Sacramenia ha desparecido casi todo, pero quedan el rosetón de
poniente con la fachada de la iglesia y parte de la bodega horadada en una roca
de la ladera.
Se encuentran concomitancias con el Monasterio de Piedra, en Teruel,
otra joya cisterciense, y con la colegiata de Tudela en la labor de alfajor
propiamente morisca. Hay aspilleras y bóvedas en arista rematando un suelo
levantado donde se parecían los hoyos que otrora ocuparon las sepulturas
visigóticas de piedra labrada.
El claustro, que también emigró con sus columnas gemelas y sus
capiteles románicos tan agradables a los sentidos, pero tan difíciles de
interpretar ante los seres monstruosos que despliegan y que eran simbolismo habitual para el hombre de
aquellos tiempos pero que para la
mentalidad actual resultan un intrincado galimatías de pesadilla, era el núcleo
monástico por excelencia, según revela la “Carta de Caridad para los Usos y
costumbres de los monasterios” redactado por el abad de Claraval.
Se hallaba orientado hacia mediodía para que hubiese gran
disponibilidad de luz. Son fríos los inviernos por estas llanadas. La pieza
claustral fue edificada en tiempo posterior o sufrió alteraciones o reformas de
la época plateresca. Así lo revela el alfiz del arco ciego donde estaba situada
la armariolum o biblioteca de los códices.
El cillero o granero, una especie de horreo de piedra, debió de ser la
parte más antigua, pero de sus dependencias no quedan trazas. Durante la guerra de la independencia
sirvieron de caballerizas para los jinetes de Juan Martín el empecinado.
La sala capitular se conserva en Miami habilitada como museo. En uno
de sus ángulos había una ara de data muy antigua. Era un altar visigótico
dentro del iconostasio casi idéntica a la que yo alcancé a ver de niño en el
cementerio sotohontanero de San Gregorio y que ha desparecido misteriosamente.
Sobre ella, aparte e oficiarse la misa se depositaban los santos evangelios,
que en los monasterios mozárabes estaban expuestos la mayor parte del día
después de la misa del alba hasta el ultimo rayo del ocas y el abad o idumeo
bendecía a la congregación agarrando las tapas del texto sacro forrado en oro
con un humeral. Hay que hacer hincapié en que la costumbre de la bendición con
el Santísimo tenía su origen en esa practica. Asimismo, sobre el ara se tomaba
juramento. Cabe la sospecha de que Santa maría de Cardaba fuese una iglesia
juradera, como lo fueron San Pedro de Cardeña y Santa Gadea.
Solían allí solemnemente los condes castellanos jurar los fueros y se
llevaban a cabo las solmenes vigilias de armas y la investidura de los
caballeros andantes. Pero también se leían sobre el ara las colaciones u
homilías después del oficio divino.
El refectorio medía quince metros de largo por cinco de anchos. No era
tan aparatoso como el de Poblet, pero contaba con una cabida para poder allí
alrededor de quinientas personas. Durante la infesta del prandium o pitanza monacal se tenía por costumbre que un lector
leyese algo edificante desde una tribuna del lado que da a poniente cabe un
ventanal geminado.
Muy austero debió de ser el régimen de vida cisterciense, según se
desprende de la lectura de “Apología a Guillermo” escrita por el santo fundador
en 1225. Es una critica demoledora de la suntuosidad y lujo benedictinos. Al
propio tiempo, San Bernardo estaba empeñado en hacer de Claraval una especie de
segunda Roma. Todas las casas cistercienses estaban fuertemente controladas por
la casa matriz, no se sometían al poder de los obispos ordinarios. Los abades
eran auténticos monarcas de sus demonios, aunque para todo tenían que pedir a
Claraval. No podían comprar ni vender, ni menos edificar a su libre albedrío.
Hasta las medidas de los cimientos debían de venir aprobadas por el Capítulo
General. Querían los cistercienses una unificación de todo el monacato, siguiendo
las pautas de los cristianos orientales. En la ortodoxia, por el contrario al
rito latino, donde son miríadas los hábitos y tocas de frailes y monjas, por
ese nefasto afán fundacional de los muchos santos que pueblan nuestras
hornacinas, no hay órdenes ni institutos religiosos. Sólo, monjes, que, al
profesar, se comprometen a la castidad, la pobreza, y obediencia; y popes o
curas seculares, pero en la Iglesia latina cada palo aguanta su vela, y cada
uno ha ido haciendo la guerra por su cuenta. Hemos querido rizar el rizo.
El drama personal de San
Bernardo fue que no pudo ver ningún fruto a la cruzada que él predicó, ni
recabaría la meta por él tan deseada de la unificación monástica. Ni
camaldulenses, ni valdenses, ni benedictinos, ni cartujos quisieron aceptar su
disciplina. La solidez y austeridad de sus principios es algo que se deja
sentir también al contemplar los muros, muchos derruidos, pero que aguantan el paso de los
años, de sus abadías. Al establecer el Cister, lo que quiso fue diseñar para
siempre y de una forma definitiva una Orden de Cristo, que es lo que significa
en realidad. Cisterciense viene a ser lo mismo que cristianense, aunque hay
quien lo relación con el sustantivo romano castra
(campamento), pero a nosotros el primero de los significados nos parece más
distintivo, precioso y preciso. A la
muerte de del maestre templario, Jacques de Molay, en 1314, los cistercienses
portugueses de Tomar empezarán a llamarse Hermanos de Jesucristo.
La intima trabazón de los monjes blancos no ha sido bien delimitada y
es un reto que aguarda a los historiadores del mañana, porque es un parcela
apasionante que no cubre solamente el devenir de la Iglesia, sino la génesis
misma de las ideas estéticas de Occidente. El modelo que ellos encontraron y
siguieron en sus iglesias, que son verdaderos ribbats de sólidos fundamentos y con esa obsesión tan suya por el
seguimiento de la rueda solar y el culto al sol, presente en los cantos del
oficio divino a lo largo de las siete horas canónicas, no ha caducado. Siguen
siendo en realidad la prez de la Iglesia. Ellos consiguieron el máximo
esplendor del rito latino, pero, si bien se fija uno, conserva algunos aspectos
llegados de oriente.
Por ejemplo, los templos bizantinos tenían todos cinco cúpulas y un
campanario exento. Los templarios conservan este aspecto en el que se alberga
una intención iniciática (en honor tal vez de las Cinco Llagas) y adoptan las
campanas, pero dentro del recinto. Así la originalidad de la iglesia del
monasterio de Cárdaba es haber seguido el patrón bizantino de las cinco
cúpulas, pero no vertical, sino en horizontal. En cinco testeros planos. El
número cinco vuelve a repetirse en otros enclaves cistercienses: el templo de
La Cabrera (Madrid), en Santa María de Azoque (Zamora), así como en las abadías
de Furness y The Fountains, en el norte de Inglaterra.
¿Será casual esta curiosa homogeneidad? No lo sabemos. Lo que sí se
puede decir es que la cifra quíntuple se repite en el diseño de las plantas de
Santa María de Teverga (Asturias), en Leyre, en Almazán, y en Arbás del Puerto
y en San Juan de Lillo. Todos estos monumentos eran de factura mozárabe.
Según mi leal saber y entender, los cistercienses no se propusieron
sino la síntesis de los francés y de lo español. El ábside liso y sin contrafuertes
es una aportación netamente visigótica. La bóveda de cañón y el arco de
herradura que pasa a ser luego de punto a medida que se van resolviendo
problemas técnicos sobre la marcha, ya estaba aquí. La leva de religiosos
extranjeros traídos por Alfonso VII de allende el pirineo se establece en
valles escondidos donde previamente había habido monjes de la laura mozárabe y
es así como se lleva a cabo la fusión.
Sacramenia se caracteriza por haber marcado ese punto de inflexión de
adaptación a un tiempo nuevo.
Tal constante donde mejor se observa es precisamente en la ruinas del
cementerio de Fuentesoto, que por fuera ofrece los rollizos muros visigóticos y
por dentro aparece un arco ojival en cuyos paramentos quedan restos de grafías
góticas. Su traza cuadrada por una parte recuerda el arte asturiano, pero el
interior es paladinamente cisterciense.
He aquí un enigma que no ha conseguido ser resuelto por los eruditos,
pues aquí se empezó a construir con bóveda de medio horno, pero luego se volteó
en ojiva y lo que quedó fue una bóveda en arista que ha resistido
misteriosamente a la intemperie de casi diez siglos sin una mala gotera.
El camposanto a quien lo visita siempre parecerá un lugar mágico. Una
mágica telúrica arrastra a la vista hacia el cerro al que quieres llegar
dejando a la colación a tus pies pues Fuentesoto siempre me ha parecido un
pueblo fantasmas, hecho casi para creer en las Ánimas casi sin querer. La torre
de San Gregorio que lo vigila casi de arriba tiene una forma antropomorfita. Los
ojos del campanario y el aire de catedral o faldistorio de la configuración de
la piedra llegan a mostrarse a la imaginación como las de un gigante que se ha
sentado allá a descansar. Recuerda en parte las ruinas del castillo de Tomar,
donde está Cova de Iría, donde dice que se apareció la Virgen, paradero
insólito, y otra ubicación templaria. Aquellos castellanos que vivieron durante
la gran eclosión primaveral del siglo XII, cuando se nota un cambio de rumbo,
habían heredado de los romanos una tendencia ingénita a edificar siguiendo el
viejo instinto sincretista. Para conmemorar la victoria sobre e islam el rey
Alfonso Enríquez ofreció aquellos terrenos al patriarca de la orden
cisterciense. El mismo fue el que diseñó el encintando del cenobio del Castillo
de Tomar como tampoco me cabe la menos
duda de que San Bernardo anduvo por estos terrenos. San Bernardo era un genio
que se adelantó a Leonardo, porque tenía profundos conocimientos no sólo de
astronomía y de matemáticas, de pintura y de geometría, como revelan algunos
pasajes de su obra tan apasionada y apasionante que han llegado hasta nosotros.
Sabía de Leyes y de Teología.
Pero era tolerante y complaciente con sus profesos. En su “Carta de
Caridad” lo demuestra. Su pluma destila misericordia y comprensión hacia las
flaquezas humanas. Durante muchos siglos, en los monasterios cistercienses se
vivía bastante bien. Lo que demuestra que los jardines de María no son una
utopía inalcanzable, sino que pueden llegar a ser levantados y cultivados en
medio de este valle de lágrimas. Todo estribaba en la parsimonia de una vida
sin sobresaltos regida a golpes de campana, que discurría en parajes solitarios
y umbríos con mucha vegetación, y, sobre todo, se permitía hacer uso moderado
del vino.
A los enfermos se les
proporcionaba dietas denominadas de alivio, basadas en lacticinios y a los
enfermos se les solía curar con vino. Esta bromatología, tan peculiar de la
región cuyo estudio nos ocupa en esta parte de la provincia de Segovia, estaba
aun vigente hasta hace pocos años. Lo sé por propia experiencia. Mi abuelo
Benjamín curaba los catarros y hasta las afecciones de la vista con un vino
caliente que llamaba sopillas. La tuberculosis y el reumatismo así como una
afección medular o mielosis (esta es la
tierra de los quebraos de espalda y las faenas del campo propician la aparición
de las hernias tan frecuentes y que derivan en lesiones oseas), a falta de
otras boticas más contundente pedían el vino de ribera como purga de
benito. Fuera de eso, los frailes bernardos,
pues está constatado, eran grandes apotecarios e iniciados en la alquimia y
conocían la mayor parte de los secretos curativos de las hierbas medicinales,
pues, como decía Raimundo Lulio, no hay yerba que no tenga a sus propias estrellas que la empujen y la estén
diciendo a todas horas: crece. Gran parte de esta ciencia que yo he visto
guardada misteriosamente en los ojos de boticario y tarros de la farmacia de la
villa de Fuentidueña la sabían los monjes medievales al dedillo. Hoy está
perdida, pero, a no dudarlo, volverá a florecer, a no ser que la mano del
hombre siga empeñado mediante la acción deletérea de sus agresiones al medio
ambiente siga empeñado en hacer desaparecer a tantísimas especies de nuestra
flora autóctona.
A pesar de sus críticas a la molicie de sus mentores benitos, nunca
San Bernardo privó del vino a sus hijos. Debía de saber bien lo que hacía,
porque la sangre de Cristo, hoy tan adulterada y que en España absurdamente se
tiene en menoscabo porque tanto abunda y la gente prefiere el infame botellín
cervecero, pura química, al traguillo de clarete.
Defroque se llamaba en los antiguos a la herencia, constituida por las escasas
pertenencias, que lega un profeso al abandonar este mundo. Era costumbre
repartir entre los pobres algún tarro con medicamentos, los eucologios y
devocionarios, en ocasiones, algún cuaderno, los zapatos y la ropa interior. Es
la regla general: desnudos venimos y desnudos nos vamos al más allá. Tampoco de
ella se libran los monjes, aunque su constante contacto con la muerte y su
preparación a la vida futura, se las haga más llevadera, pues esta familiaridad
con la Huesuda es prerrogativa de cartujos y trapense. Esta esperanza en el más
allá hace que el tiempo se mida con arreglo a otros parámetros diferentes a los
que utilizamos en el siglo. Asimismo, es la razón por la cual muchos semblantes
sean alegres.
No queda ni rastro. Polvo serás. Al visitar, año tras año, los
escombros de lo que fue uno de los jardines de la Virgen más esclarecidos en la
tierra española, me asalta esta palabra. Defroque es una razón de despojo que
nos acerca a la realidad inexorable y fatídica: el hombre es el único animal
que sabe que ha de morir. Todo es un
defroque lento y paulatino, que muda las cosas. Las ruinas de San Gregorio marcan
un hito de éxtasis ininterrumpido con sus sillares purificados por las
lloviznas y los vientos de un milenio. Alzadas sobre el somo parecen cantar el
salmo de la santa indiferencia y proclaman que han alcanzado la vía unitiva.
Son el resultado de un despojo lento pero irreversible, el corolario
del desasimiento de cuitas terrenales. A Quadrado le dieron ganas de prorrumpir
en el canto del “Dies Irae” y Torres Balbás que hace la descubierta de estos
escondidos parajes se pregunta proféticamente, poco después de la primera
guerra mundial, cuánto tiempo tardarían en caer los muros de la iglesia
sacrameniense pertinentemente inventariada desde el punto de vista de su
descripción arquitectónica en su libro ya citado, en la que se incluyen
valiosas fotografías del recinto iniciático que hoy ya no se pueden obtener. A
mí, en mi modestia de periodista y de aficionado a estas cosas, también me
pervade esa sensación elegíaca.
Esa sensación de pigricia y
abandono me dice que nada es duradero ni permanente. No somos más que flor de
un día, verdura de las eras. El primer tuvo en la colina del Calvario lugar un
viernes santo, cuando los soldados romanos se jugaron a la taba la túnica
inconsútil del Salvador, verdadero origen del culto a las reliquias. Lo demás
es una historia repetida. Ha cundido el ejemplo, porque el odio o la
desprevención hacia todo lo relacionado con Cristo es en nuestros días de
reforma positivista casi un imperativo categórico. Ninguno nos quedamos aquí,
afortunadamente, para simiente. Puede
que de esta forma el Señor esté castigando nuestra soberbia, sin embargo, la
desolación ante estos pingajos que otrora fueron muro solemne y compacto,
valladar de contención contra las arremetidas del infiel y pebetero iluminado
por la plegaria de tantas almas consagradas a Dios se vuelve rabia ante la
incuria de un pueblo que ha querido volver la espalda a su pasado, dejando que
otros lo manipulen y tergiversen a su antojo. Alma arriba se me sube la
tristeza que pronto se transforma en bilis. Me parte las carnes y arponea mi
conciencia en este verano último del segundo milenio.
Del noveno centenario del Cid, que amó esta tierra, que era fundo de
su querido monasterio de Cardeña, nadie quiere saber nada. Si Larra dijo que
habría que candar su sepulcro con siete cerrojos, tal objetivo fue conseguido
con creces. Los historiadores ingleses escriben barbaridades sobre su persona,
señalando que fue una invención del franquismo, y por propalar tales injurias
se menciona a los ínclitos para los premios Príncipe de Asturias. Clausurada la
tumba del Campeador, pondrás las crónicas del revés. Recuerdo con horror cómo,
hace dos años, fui a visitarla. Me tocó con un grupo de turistas vascos. Uno de
ellos, ni corto ni perezoso, a la vista de la despampanante escultura del apóstol
Santiago que corona la entrada del cenobio cardenense, no se le ocurrió otra
cosa que escupir a la efigie del matamoros y ante la lauda sepulcral todo
fueron risas y apostrofes acerca de la Tizona, de Doña Jimena, etc. Estuve a pique de enfrentarme a aquellos
várdulos con pinta de energúmenos, pero preferí entonar un responso mudo por
los huesos de los doscientos religiosos que perecieron allí un seis de agosto a
manos de los amigos de aquellos bilbaínos que tantas pestes echaron durante lo
que duró la visita contra Don Rodrigo. Oficiando de cicerone un frailecillo
desgreñado y con cara de sueño, al que le asomaban unos pantalones de franela
por debajo de la túnica blanca, tampoco tuvo arrestos para llamarles la
atención. ¡ Dios, ¡qué buen vasallo, si “oviese” buen señor!
Pero ese viene a ser el destino crucificado de los que han sentido en
sus venas la pasión de España y la han querido amar inteligentemente. Siempre tienen que venir los Cien Mil Hijos
de San Luis a arruinar la parva. Agora no son los infames afrancesados, son los
hijos de Julián Marías los que vigilan el cotarro. Del Campeador sólo se
acuerdan de él para echarnos tierra a los ojos o para manchar de ignominia su
memoria. Y en este caso no sol los cien mil hijos de San Luis ni los de Julián
Marías, sino los de Raquel y Vidas, aquellos dos hebreos a los que engañó
llenado dos cofres de arena para saldar una cuenta. Debe de ser que todavía le
duele la triquiñuela. ¿Y qué pasa? Por una vez que el castellano engañara a los
judíos, éstos lo engañaron siempre, porque en aquellos años del reinado de
Alfonso VI los judíos bailaban a dos aguas, financiando las campañas unas veces
de moros y otras de judíos y el Cid era un mozárabe, no un mercenario, como
quiere demostrar ese tal José Luis Martín, que por decir una tontería lo han
nombrado catedrático de Salamanca. Pero esto no es más que la conciencia herida
de Raquel y Vida que demanda. Al Campeador no lo perdona y ahora lo queman en
efigie por haber ido por libre. Conque todavía estaremos pagando la deuda de la
pesada broma de los dos baúles cargados de arena. Va a seguir durante mucho
tiempo el expolio.
En 1996, con motivo de las fiestas patronales de Fuentesoto, para
honrar la memoria de San Vicente patrono de la ermita de su nombre y uno de los
restos románicos que, debidamente reparados, han quedado para guardar la
memoria de lo que fue el famoso monasterio de Sacramenia, en cuyos predios
estaban inscrito todo el valle, desde el hontanar, donde nace la fuente, hasta
los muros sagrados sacramenienses, pronuncié el siguiente[8]
pregón:
“Sr. Presidente de la Asociación e vecinos y amigos de San Vicente, Sr.
Alcalde, y concejales, entre los que tengo un amigo, Constantino de Frutos,
amigo del alma - falta otro, Gregorio, pero éste se nos ha ido a fumarse su
caldo de gallina al Cielo, desde allí nos estaría viendo, pues a él dirijo este
emocionado memento. Gente de este pueblo, local y forastera. Esta tarde todos
nos sentimos sotohontaneros. Porque notamos que en verdad pertenecemos a este
pueblo, Fuentesoto, donde parece que hasta las piedras rezan.
Os llamo sotohontaneros aunque es posible que el gentilicio no lo
encontréis en los diccionarios. Es de raíz latina. Soto viene de subter, lo que
está debajo, por oposición a somo, o summus, la cima que corona. Y de fons que
da por evolución de la f en h, como hontana y fontana, fontanar y hontanar. Es
para mí un orgullo dirigirme a vosotros por medio de este pregón en día tan
señalado, en esta hermosa tarde de agosto, cuando honramos la memoria del Dr.
Melifluo, esto es: San Bernardo, el gran cantor de la Virgen, el impulsor de su
culto el fundador de los monjes blancos del cister. También predicó la segunda
cruzada y fue un entusiasta del culto de las reliquias o de la devoción a los
mártires. Exponente máximo de esa devoción era San Vicente, el primer convento
que funda él en Roma se llama con ese nombre, igual que la de vuestra ermita
que se alza en los huertos de abajo.
Cuentan las crónicas que el famoso abad borgoñón, el cual a lo largo
de sus 63 años de vida (1.090- 1.153) erigió más de un centenar de lauras
cenobíticas diseminadas por la geografía de Europa, estaba en Roma cuando llegó
la delegación del rey de Castilla, Alfonso VII, presidida por el monarca en
persona. Ambos se entrevistan en el monasterio de San Vicente el primero que
fundara Bernardo de Claraval en la Ciudad Eterna. Corría el año 1.141. Era un
3o de enero.
El rey de Castilla, el hijo de doña Urraca y casado con doña
Berenguela que reinó de 1.123 hasta 1.157 quería perpetuar la memoria de su
victoria sobre las huestes de la Media Luna en Jaén, un triunfo que la tropa
cristiana atribuyó a un milagro de San Vicente obispo y mártir, uno de los
sucesores de San Segundo, cuyo nombre figuraba a su vez entre los Siete Varones
Apostólicos enviado por San Pablo a evangelizar la Península Ibérica. Con tal
fin ofreció el monarca a ll papa unos terrenos sitos en el señorío de
Sacramenia y, dependientes de san Pedro de Cardeña y en cuyas cuevas desde
tiempo inmemorial había habido monjes.
Este santo muere decapitado después de ser sometido a la tortura del
potro el año de gracia de 304 por mandato del prefecto Daciano de la ciudad de
Ávila durante las persecuciones de Diocleciano, la más sangrienta de las nueve
persecuciones romanas que registra la historia entre las padecidas por los
seguidores del galileo. Recibió la palma del triunfo por defender la fe de
Jesús en compañía de sus hermanas Sabina y Cristeta, dicen los martirologios,
aunque, según las averiguaciones de mi propia cosecha, ambas bien pudieran ser
la esposa y la hija del mismo mártir. En el siglo IV no privaban aun las
disposiciones sobre celibato para los ordenados” in sacris”.
Los que hayáis estado en Ávila, la de los cantos y la de los santos,
habréis podido admirar esa joya del arte románico que se llama Basílica de los Santos
Mártires construida por un judío converso en el lugar donde fueron decapitados
Vicente, Sabina y Cristeta.
Durante la Edad Media. Y en el rito hispano-visigótico o mozárabe, así
se colige de lo que ponen diversos cartularios, misales y libros de horas por
mí consultados, se les tributaba culto propio en las diócesis de la
Tarraconense el 27 de octubre. Su nombre figuraba en el canon de la misa
gregoriana hasta el siglo XII, cuando se impone coercitivamente el módulo de
liturgia romana, quedando como excepción a este rescripto papal que proclamaba
la universalidad de la modalidad lateranense para todo el occidente (el rito
ambrosiano y el hibernés fueron apartados al igual que el mozárabe) quedando
como excepción algunos juraderos o
basílicas de fuero erigidas para sepulcro de la realeza, como, por ejemplo, la
catedral de Toledo, la iglesia de Sta Gadea de Brugos, allí donde el Cid, aquel
castellano leal, comete la osadía de tomar juramento a su propio rey - Alfonso
no se lo llegó a perdonar jamás- o San Vicente de Bueno, cerca de Briviesca,
verdadero antemural de la fe ortodoxa, que guarda una tradición de hermosa
leyenda fronteriza: la de Santa Casilda, hija de Almamún de Toledo, a quien los
panes que llevaba para alimentar a los prisioneros cristianos en las mazmorras
de su padre se le convirtieron en rosas, caso prodigioso del cual no me es
lícito extenderme en este momento, en gracia a la brevedad.
Luego Cisneros remataría este anhelo por suprimir las diferencias
regionales que siempre ha tenido Roma en su trayectoria globalizadora. Hogaño,
la misa mozárabe sólo se celebra en la catedral de Toledo y durante las grandes
fechas en San Isidoro de León.
Aquí es donde la historia se confunde, entrevera, y nos deja colgados
sobre el precipicio de las lucubraciones y del supuesto. Estamos ante un
galimatías, queridos sotohontaneros. ¿A qué santo nos encomendamos o qué santo
ponemos? ¿A San Vicente obispo de ÁVila de los Caballeros, al que el poeta
Prudencia canta en versos inolvidables, por la constancia en la fe, por su
impasibilidad ante el tormento, pues después de sufrir el garfio, el potro y el
fuego, fue descuartizado vivo y su cuerpo arrojado a los perros por orden de
Daciano, pretor del Emperador Diocleciano, quien a su vez preconizó la ultima
de las persecuciones, la más sanguinaria de todas? ¿O fue San Vicente diacono y
coadjutor de San Valero de Zaragoza y que recibió el lauro del martirio en la
ciudad de Valencia durante la misma persecución y en las misma fechas que el
obispo abulense el año 304 de la Era de Gracia?
La hermosa tradición católica está a veces salpimentada de ucronías y
de nebulosas. Guara silencio ante lo que más importa desde el punto de vista de
la curiosidad anecdótica, aunque el depósito de la fe, la fe del pueblo, no por
los pormenores padezca merma, ya que permanecerás incólume y firme en sus
esenios en el devenir del tiempo. Así nos lo garantizan los Evangelios. Cristo
no podrá fallar a sus promesas.
Veamos.
Como no quiero aburriros ni llenaros la cabeza de cifras y de datos de
vetustos cronicones, os voy a contar un caso que ocurrió por estos pagos
durante una de las guerras carlistas.
El personal andaba algo revuelto y segado en bandos, cosa que, por lo
demás nada tiene de particular porque de suyo los sotohontaneros le tienen ley
a las banderías y facciones. Siempre fue así en Castilla la Vieja. Y unos eran
partidarios de don Juan. Otros, de Don Manuel.
Llegaban las elecciones, había palos, pero los comicios no despejaban la
incógnita. No salía alcalde. No había forma. Cuando hete aquí que teníamos en
Fuentesoto un sacristán, por nombre Felines, que era un vivales. Se las sabía
todas. Ayudaba a un cura, llamado Sisenando, quien tampoco le iba a la zaga. Un
día concertarán ambos una artimaña para deshacer aquel empate de las votaciones
y los pucherazos.
- Mire, Don Sisenando, aquí vamos a hacer una cosa. Ya va siendo hora
de que haya alguien que mande.
- Tú me dirás, Felines.
- Es muy sencillo. Se trata de lo siguiente: pedir parecer al Santo
Cristo, ése que sacamos en la procesión del Encuentro la mañana de Sábado
Santo. Le decimos: “Divino redentor nuestro. No tenemos alcalde y este pueblo
se pierde. Muestranos tu voluntad. Tú nos dirás a quien designas.
- Eso es pecado de vana presunción, una ordalía. No tenemos que tentar
a Dios. Jesucristo no quiso nunca meterse en política.
- Aguarde, Sr. cura, que los tiros van por ahí, pero no es así la
cosa. Nosotros hacemos como que pedimos parecer y consultamos el oráculo
divino. Sin embargo, como Él también nos enseñó a ser cándidos como palomas y
astutos como serpientes, y, como ya decía San Ignacio que el fin justifica los
medios, hacemos un simulacro, pero en realidad serán nuestras inteligencias lo
que maquinan todo mediante una pantomima. Se van a quedar muchos que nos les
llegue la camisa al cuerpo.
- Sé por donde vas, pero no se puede hacer. Es un sacrilegio. No y no,
y no.
Era testarudo el sacristán, y tanto le dio guerra al buen párroco que
al fin “Don Sise” consintió en someterse a la ardid urdida por Felines. Se
trataba de colocar sendas cuerdas a cada mano del cristo venerable para que, en
un momento y ante la interpelación del sacerdote, alzase la mano cuando se le
nombrase el candidato designado de los dos. Así quedaría deshecho el empate
electoral. Así podríamos tener alcalde.
- Mire, don Sisenando. Vamos a hacer lo que cumple. Usted se reviste
con alba y estola, se pone a la cintura el cíngulo de oro de las cajoneras, se
echa la capa la pluvial a los hombros. Mientras tanto, yo toco las campanas y
convoco al pueblo para que vengan a presenciar el “milagro”. Atamos una cuerda
a cada mano de la imagen, una para Don Juan y otra para Don Manuel. Usted canta
lo que sepa o responsea, que eso se le da bien. Yo me escondo detrás del retablo
y me acurruco en una tronera y cuando usted pregunte al cristo por el nombre
del candidato, que ha de ser Don Juan, que para eso es un tío muy de derechas y
de confianza, más que Don Manuel, que es un vaina y ha abierto en diez años
siete tabernas, yo, zas, tiro de la cuerda.
- Bueno, Felines. Haremos como te parezca, pero vaya por delante que a
mí no me gusta esta treta. No quieras meterme en líos.
-¿Y qué? ¿ No eligen papa los cardenales con una estufa que fuma humo
blanco y queman allí todas las papeletas? Pues nosotros vamos a elegir alcalde
tirando de una cuerda. Aquello es política y esto es política. Todo en la vida
no es más que política.
Conque un domingo por la mañana tocan a misa. Acude el pueblo en peso.
Pasados los kiries, el celebrante regresa a la sacristía para cambiar la
casulla por la capa pluvial como en las rogativas. Cunde la voz de que Don
Sisenando va a hacer un exorcismo.
Entona el” Veni Creator”, invoca al spiritu Santo, hace una pausa. La
expectación crece y hasta se oye el volar de las moscas. El Felines estaba
oculto en su escondite detrás de la hornacina de San Pedro. Era menguado de
carnes y cabía. Casi estaba muerto de risa cuando el cura acometió la
interpelación solemne con su enorme vozarrón de rabadán de las breñas.
- Santo Cristo del Milagro, - clamó - coadyúvanos en este aprieto,
concierta las paces en este pueblo. ¿A quién elegimos alcalde? Hemos colocado
una vara en cada uno de tus divinos gracias. Respóndenos, Cristo Muerto.
Pero el Nazareno, quieto.
Volvió a exorar el preste con voz todavía más campanuda:
- Dínos, Señor, ¿a quién? ¿A Don Juan o a Don Manuel?
La imagen no se movía. En los bancos crecía la expectación y la
inquietud. Y otra vez imprecó el bueno de Sisenando el favor de la iluminación
celeste, y nada. Cuando de allá a un poco salta la voz angustiada del Felines,
que se había hecho un lío con las riendas colgadas a las extremidades
superiores de la estatua yacente.
- Pues ni a Don Juan ni a Don Manuel, que se me quebró el cordel.
Este pregonero esta tarde, sin ánimo de entrar en polémica, ni de
ofender a nadie, y después de sopesar los pros y los contras de la cuestión,
sobre la que escribí yo hace muchos años un reportaje cuando hacía mis primeros
pinitos en periodismo, y luego me emocioné cuando en Nueva York y Miami pasé
por los claustros que miran al Hudson y al parque nacional de Everglades con el
mismo señorío despampanante con que miran para
nosotros esos muros de la torre del cementerio, antiguo templo miguelino,
augusto gremial de paz y de silencio en el páramo de ese somo al cual los
sotohontaneros nunca hemos de perder de vista porque es hito de advertencia
acerca de la vanidad de las cosas humanas y de la brevedad de la vida, se
inclina por el parecer de que el San Vicente de ahí en eso, el de nuestra
ermita, que está entronizado con su báculo y su anillo de obispo y sendos dedos
alzados para el “benedícite” guarda relación con el mártir castellano. No con
el aragonés. Con el Vicente obispo, no con el diacono de San Valero.
Y, como no me gusta dejar las cosas en el aire, y soy de formación
algo escolástica, voy a tratar de demostrarlo.
Si os fijáis en uno de los capiteles de nuestra ermita cisterciense
que resplandecen por las hermosura y virginidad de la piedra toba que parecen
haber salido de las manos del cantero ayer cuando han pasado ya más de ocho
siglos, os fijaréis en una de cabeza de obispo, ataviado de pontifical (capa
con broches, mitra, mocasines, anillo y báculo estevado, y los dos dedos de la
mano diestra que bendicen al concurso enguantados en su quiroteca. Es casi el
único motivo religioso dentro de esta surtida representación de flores y
animales mitológicos de origen pagano. La figura de San Vicente emerge en el
seno de una decoración ficoidea exuberante, dentro de un casalicio formado por
ramas de palma. Se trata, pues, de un obispo y de un mártir. el artista quiso
dejar estampada en la piedra la personalidad del homenajeado en este ara diciéndonos
que había alcanzado la plenitud del sacerdote por los atributos con que lo
representa. Esa fue a mi criterio la intención del artista que esculpió las
tallas de los cimacios del arco del ábside. Debajo de la tosquedad e ingenuidad
de su cincel late un espíritu cargado de simbología.
Alfonso VII, el mentor que auspicia esta fundación en la “domus
monástica “ sacrameniense nació y se crió en Ávila. A sus expensas se acometió
la obra de la catedral así como esa capilla del arte románico que es la
basílica de San Vicente y también fue este rey el que hizo la donación de
Sacramenia al cister. Alfonso VII el emperador era devoto de los Santos
mártires. Sin embargo, el primer convento que funda san Bernardo en Roma lo
pone bajo la advocación del otro San Vicente, el oscense. Hay una interpolación
de nomenclaturas.
Por otro lado, conviene meterse en la mentalidad del hombre que
habitaba estos tesos por aquellos tiempos del Terror Milenarista, cuando todos
creían que el mundo se iba a acabar el último día de diciembre del año 999, un
guarismo que representa la inversión de la cifra conocida por los hermeneutas
como de la terminación del mundo. El número innombrable e irrepetible. Estaban
en un equívoco, porque la Misericordia de Dios prevalece sobre la incertidumbre
y las trapacerías agoreras y otras iniquidades de los hombres y el sol siguió
luciendo.
No se puede entender la fe del hombre medieval sin el culto a las
reliquias. La vida era corta y azarosa, plagada de enfermedades, abandonos,
despotismos, arbitrariedades e injusticias. Los cristianos se aferraban a las
reliquias de los santos como talismán de protección, como salvoconducto y
baluarte contra las embestidas del infortunio. La seguridad estaba poco
garantizada debido no sólo a la razzias o campañas militares agarenas de
primavera, sino a las pugnas internecinas entre los propios cristianos. Porque
Castilla era entonces (y aquí radique tal vez su principal defecto) un reino de
taifas. La gente iba de acá para allá con la casa a cuestas con los huesos de
sus santos al hombro, como en la famosa novela del griego Nikos Kazantakis. Es
una costumbre oriental que los griegos habían copiado de la iglesia de las
Catacumbas. Es una parte ahora indispensable del dogma de la comunión de los
santos. Dios accede a las suplicas de la Iglesia militante en atención a los
méritos de la Sangre del Salvador y de los bienaventurados que le honran en la
Iglesia triunfante.
Tanto es así que únicamente se permitía celebrar la misa en aquellas
aras que contasen con los despojos benditos de algún confesor de la fe. Esta es
la parte principal del Santo Sacrificio de la Misa después de la anáfora o
canon. Se denominaba antímnesis o recordación. Estos altares purificados con el
testimonio de los que dieron la vida por la fe abonan la famosa tesis de
Tertuliano:”La sangre de los mártires será semilla de cristianos”
El “Cronicón Bruguense” señala que un seis de agosto del año 1002
moría en Medinaceli “siendo sepultado en los infiernos el caudillo Almánzor”,
al cumplirse un año justo de haber llevado la ultima de sus más de un centenar
de incursiones devastadoras contra el Norte.
Porque hasta cincuenta y dos de ellas le computan los cronistas. En una
arrasa la catedral de León, en otra siembra la desolación y tala las vegas de
Aranda, en otra derruye el acueducto de Segovia y entra a saco en el monasterio
de Cardeña donde 206 monjes fueron pasados a cuchillos. Cada año en la fiesta
de la Transfiguración, mana sangre roja de la fuente claustral. Cuando se
abatieron las hordas sarracenas sobre Ávila, sus moradores huyeron despavoridos
en todas las direcciones, llevando consigo y como única defensa las reliquias
de los mártires, Vicente, Sabina y Cristeta pero el flujo fundamental corrió
hacia tierras burgalesas. En el páramo o al abrigo de las montañas encuentran
refugio. Buscan los riscos y los yermos como el de Buezo o las parameras como
éstas y en uno de cuyos valles nos encontramos nosotros esta tarde.
El poema de “Fernán González “ refiriendose a aquellos días de afrenta
y desolación bajo el yugo fundamentalista del Islam intercala la siguiente
estrofa:
“...
Tomaron las reliquias, todas las que hubieron,
alçaronse en
Castiella, assy la defendieron “
Que la torre de esta iglesia de San Gregorio del cerro a nuestra
izquierda pudiera haber sido objeto de una de las 52 incursiones muslímicas del
sarraceno el año 1000 es una historia más que probable. Tienen esos muros
santos de nuestra colación todos los visos de ser un “ribbat”o castillo. La
torre en realidad es una atalaya. Se trata sin duda de un templo prerrománico
del tiempo visigótico, coetáneo de San Miguel de Lillo, San Julián de los
Prados, de Santa María del Naranco o de Santa Cristina de Lena. La bóveda se
trae un aire con la de la cripta de San Isidoro de León. Todas ellas son
iglesias de traza cuadrada, lisas y sin vanos. Antes del cristianismo quizás
hubiese en ese somo un templo a alguna deidad romana, incluso vaccea, ya que el
aspecto es el de un castro celtíbero. En cualquier caso, ahí está la espadaña
señera, su veleta enmohecida que tanto sabe de los vientos que han soplado
sobre nosotros. Pudiera ser el cálamo que trazase la historia nuestra y de
nuestros antepasados en todas las direcciones. Sobre su aguja quedan todos los
colores del espectro y permanece vigilante velando por la memoria y la paz
eterna de los ancestros, testigo mudo y perenne de la vida en el valle que
discurre con la alegría e inconsciencia de ese arroyo de aguas bravas que mana
de nuestra fuente.
Si es importante la figura señera de Alfonso el Emperador es porque su
reinado representa un oasis de paz y de bonanza en medio de la confusión dentro
de los crudérrimos albores del castellano solar. Es el monarca de la Tres
Culturas con pleno derecho y en el sentido estricto, no en el laxo que se
quiere dar ahora a esta palabra, ya que la Cruz en la cual creía y por la que
murieron tantos debe ser el faro y la guía de la ley del amor, que tolere, pero
nunca se compare de igual a igual con la Media Luna o el Candelabro Mosaico.
Porque es el rey de las Tres Culturas bajo la Cruz de la Victoria se hace
coronar en Toledo donde funda la Escuela de Traductores que luego sería
ampliada por su biznieto, Alfonso X. Fomenta la tolerancia para con moros y con
judíos. Perdona y repuebla las tierras arrasadas por las invasiones del sur,
rotura los campos y los limpia de malhechores y de bandidos. Es sobre todo el
primer gran impulsor de las peregrinaciones jacobeas.
En defensa de los peregrinos instituye las ordenes militares que abren
casas y castillos a lo largo de todo el camino francés. Son los Hermanos
Hospitalarios de Calatrava, fundados por un cisterciense, el abad Veremundo de
Fitero. Protege a los judíos y, pasado el furor fundamentalista sarraceno,
instituye y dona, por todos los confines, monasterios. Su presencia irrumpe
cual vaharada de aire fresco en un ambiente cargado y tenebroso como es el del
siglo XI. Pero, sobre todo, es el Rey del Románico. Europa se llena de una
serie de construcciones religiosas de apariencia ciclópea, como si los muros de
estas iglesias intentaran hundir sus raíces en la tierra a la búsqueda de la
profundidad de los misterios divinos, pero de una armonía de líneas y de un
candor que sugiere u enerva, y que no ha sido todavía en arte mejorado por
ninguna otra escuela o tendencia. Se trata de un mundo de la iniciación mística,
mágico, didáctico y terapéutico, labrado por rudos canteros analfabetos pero
que parecían hallarse en posesión de la piedra filosofal alquímica muchas de
cuyas claves de interpretación se han perdido. Como, por ejemplo, los seres
tetramórficos y las arpías, esfinges, águilas colosales, helechos que adornan
los arcos abocinados y se incrustan con mirada profunda y un si es nos burlona
sobre las ventanas telescópicas. Las bóvedas de cañón ofrecen maravillosa
contra acústica, y mediante una disposición de ortofonía en las rendijas o
huras de las paredes se realzaba la voz de los cantores y los predicadores no
habían necesidad de micrófonos porque tenían a su alcance la mejor disposición
sonora. Por el oído entre la fe y ciertamente en este tipo de templos románicos
es el sentido que más vale. Los interiores en penumbra permitían en cambio la
contemplación de los frescos que adornaban las paredes.
El monasterio es el paso siguiente a la antigua “domus áurea” y la
mansión de los fundos latinos, emplazados sobre lugares estratégicos, oreados,
y con una querencia de salvaguarda de los malos espíritus o demonios
familiares. Era importante que el lugar elegido para cada fundo gozase de aguas
salutíferas y de aires benéficos. Cumplía el papel que hoy se asigna a las
ciudades, que son centro de poderes y de saberes. El cister, por eso mismo, es
más que una orden eclesiástica; se trata de un auténtico proyecto de futuro,
una nueva forma de conocimiento y de acercamiento a Dios, a través de los
libros, de la razón, y de la observación de los fenómenos naturales. Aquellos
monjes practicaban la alquimia y sabían mucho de plantas medicinales.
¡Increíble, pero cierto! La cruz ochavada de los claveros de
Calatrava, Santiago, Alcántara , Avis, constituye el símbolo de un mundo nuevo,
que galvaniza a la catolicidad en un salto adelante, un programa de vida que
rompa con esquemas antiguos. Se dilatan los campos del conocimiento. Cambia la
escritura. Cambia el culto. Mudan las costumbres. Salamanca, Palencia, la
Sorbona, son emporios de la ciencia empírica y de la escolástica y constituyen
el signo catalizador, o revolución innovadora, que supone el románico.
Y ello acontece gracias al cister y a las órdenes militares,
establecidas bajo un mismo régimen, la “Carta de Caridad” promulgada por San
Bernardo en 1.118. Habían fracasado la primera y la segunda cruzada, predicada
por él, pero triunfa su mística traída desde oriente por los Monjes de la Cruz,
en sus dos ramas: la activa de San Veremenundo de Fitero, y la contemplativa de
cistercienses y trapenses.
Precisamente fue ese gran emperador de Castilla, al que tanto debemos
nosotros porque resultó el fundador de nuestro pueblo, quien establece los
Fueros de Calatrava los frailes soldados que llevaban al pecho una cruz
ochavada. ¿Por qué ocho puntas? Porque el ocho era el número áureo, el número
de la beatitud. En todas las fundaciones se esculpe en alguna ménsula o en
aquel otro modillón el citado guarismo. Es la insignia que cierra el círculo.
Ocho puntas tiene la estrella de David, y el ocho es múltiplo de doce, el ritmo
de la creación, cuaternario, como el de los logaritmos. Hay doce apóstoles,
doce planetas, doce meses del año, doce lunaciones, doce profetas. Si se
multiplica doce por dos, nos salen los Caballeros Veinticuatro de las leyendas
artúricas. Con ocho más nos da el número de gremiales que había de tener un
coro catedralicio.
Europa entera, como si inundada de entusiasmo, se pusiera en
movimiento con el proyecto de un objetivo común, se lanza al camino de la
estrella. Quiere saber y ser sanado. Es como, por así decirlo, y salvando las
distancias, saltar de la rueda celta y del arado de Cantalejo al Internet sin
solución de continuidad, sin pasar por Venta de Baños y haber necesidad de
peaje. Ese invento de Bill Gates, que ha revolucionado nuestras vidas en poco menos
dos lustros a esta parte se basa en los conjuntos binario de los misteriosos
monjes de origen cisterciense. Había habido un papa, Silvestre II que en los
albores del año mil había descubierto una cabeza parlante capaz de contestar sí
o no a cualquier pregunta, pero parece ser que la maquina de los templarios se
aproximaba a lo que hoy llamamos ordenador, basada por de sobre en la dualidad
matemática; sólo que sus movimientos los cifra en octavos, en lugar de dos.
Pese a todo, la más valiosa aportación de tales religiosos a la
civilización no son los descubrimientos técnicos y científicos que aportan
desde el claustro sedentario sino un movimiento de espiritualidad basado en el
triunfo y exaltación de la cruz de Cristo. El hallazgo del arco rebajado y la
bóveda de cañón es nada comparado con el resurgir del espíritu cristiano,
basado en la tolerancia, la paciencia, el amor al trabajo, la alegría de vivir
y el perdón. Las otras dos religiones monoteístas, que nunca predicaron la
renuncia a los apetitos y bajos instintos, nunca podrán jactarse de todas esas
consecuciones tecnológicas. Por eso, hoy muchos países islámicos siguen en la
Edad de Piedra.
Esa es un poco la clave del impulso civilizador que e opera a mediados
del siglo duodécimo. Y es ese mismo espíritu solidario, tolerante, alegre, con
esa elegancia a la vez llaneza con que saben hacer las cosas los de Fuentesoto
que renacen las fiestas de San Vicente, perdidas hace tiempo y recuperadas
felizmente, como la ermita que recatasteis de las garras de la muerte, porque
se había convertido en un muladar, merced a vuestro tesón. Yo me emocioné hace
un par de años cuando bajé en compañía de Constantino de Frutos y la vimos
adecentada, encalada, enlucidas las paredes de color salmón, y con ese aspecto
rojizo que tienen las tierras del páramo, y reformada primorosamente. casi
lloré. Le dije a mi amigo Constantino de muchos años, que tanto ha trabajado
por el progreso de Fuentesoto estas palabras:
- Constantino, haces honor al nombre que te precede. Tienes, en
verdad, maneras de emperador “et in hoc signo vences”.
Los dos adoramos la cruz recién restituida ante el altar. Nos pareció
que sobre el valle se perfilaba la que apareció en Puente Milvio el año 312.
En un tiempo en el que, nadando en la abundancia de bienes materiales
y de cierta prosperidad como la hubo pocas veces, aunque pendan sobre nuestras
cabezas los problemas del paro obrero, la eventual desintegración de la España
de las autonomías en taifas, y que este país se ha convertido en una especie de
asilo de mayores, donde las gentes se pasan el santo día en la tasca jugando al
tute, a la brisca y al dominó, o apoltronadas ante el televisor, cuando parece
que la nación ha perdido el fuelle y se ha convertido en una catasta, un
mentidero y una tribuna de reivindicaciones pasivas, y mira para las cosas que
verdaderamente para las cosas que tienen trascendencia y son nuestras como
quien oye llover, porque nos hemos vuelto cicateros de ahí nos las den todas, y
estamos en una actitud de acecho y de reserva de agachar la cabeza y a cobrar,
existe una gran soledad e incomunicación. Los demonios familiares hacen acto de
presencia por el somo. Todos vivimos físicamente encima unos de otros, pero
alejados en espíritu. Formamos una especie de “islas flotantes”, témpanos de
hielo arrastrado hacia la marisma cada uno encastillado en su propio iceberg y
atento a su trayectoria. Si alguien cruza en nuestro camino, arremetemos.
Cuando se predica la solidaridad por todas partes nunca hemos sido tan
inconsiderados para los que están cerca, aunque nos desbordemos en ayuda
humanitaria para con los que están lejos. De tejas abajo runde la envidia y la
maledicencia. Para los forasteros manda la regla del quijotismo y las
donaciones generosas para Bosnia, Kosovo o los terremotos de Turquía. Mandamos
ayuda al turco y apaleamos al pobre que llama a nuestra puerta.
Pues bien, instituciones y agrupaciones vecinales como la que hoy nos
convoca posan la llama del fuego sagrado de la tradición leal a la igualdad
cristiana y comunera, de amor y caridad - fijaos que hablo de caridad que es lo
que importa, no de solidaridad etérea y filantrópica, y que nosotros hemos
mamado desde niños, junto con las sopillas mojadas en vino que nos daban
nuestras abuelas. Porque el vino de por aquí en esto, zona de la ribera
durense, no es vino. Es más que vino. Era- hasta que desceparon los majuelos-
canto gregoriano. También arribó en las alforjas de aquellos benditos frailes
borgoñones del monasterio francés del Aula Dei que trajeron cargados sus carros
esquejes y mostelas de las mejores cepas del valle del Loira, cuando se
establecieron en Sacramenia y su contornada, a las órdenes del abad Beltrán,
que unos años más tarde recibiría la mitra primada de Toledo.
No puedo por menos de evocar ese talante hospitalario de beneficencia
y caridad que trajo el Temple a España, porque fue religión que se dedicó a
defender al pobre y al desvalido y sacar la cara por los enfermos que se
embarcaban en el Camino Francés desde los rincones de toda Europa para ganar la
salud. Estaban de parte de los menesterosos y del pobre contra las
arbitrariedades dela nobleza y de los señores de la guerra. Para acoger a los
que que no tenían donde caerse muertos abrieron lazaretos y casas del
peregrino. Fundan hermandades y cofradías como aquellas que había en nuestro
pueblo y que yo conocía que se dedicaban a visitar a los enfermos y decían
misas por los que fallecían. Cuando alguien caía malo, iban a verlo. Si
fallecían, se cuidaban de su sepelio. Había una norma de vida que presidía el
correr de la vida a la sombra de esa torre cuya cruz en lo alto cuyos ojos
siguen mirándonos como cuévanos orondos de eternidad y acogidas a esa cruz que
nos abraza con sus dedos inmensos y ésta era la honradez en medio de la
paciencia y la pobreza que gracias a la cruz se transformó en riqueza
espiritual, los dones que transformaron Castilla en un pueblo fuerte.
En tiempo necesidad se distribuían tarjas para marcar la entrega del
pan a las familias menesterosas. Las campanas, esas campanas que se fundieron
para fabricar balas cuando la invasión francesa, tocaban a rebato si acechaba
algún ataque, se había declarado un fuego, o sonaban a clamor por los difuntos.
¡Mucha y gran devoción hubo por las Ánimas en Fuentesoto!
La democracia nació en Europa en los concejos que deliberaban a la
sombra de esas olmas centenarias como la que había muy cerca de aquí junto a la
cloaca romana, talada cuando hubo que ensanchar la carretera. Era tan frondosa
y corpulenta que los músicos el Día de San Pedro podían tocar el baile subidos
a lo alto de ella. En el atrio de la iglesia los domingos se reunían los
hombres para tratar de los asuntos atañederos a la vida del común. Si alguno
tenía un problema, un litigio o una que queja formular, lo anunciaba en la
junta. De esa forma directa y de vis a vis se resolvían los pleitos y se
allanaban las diferencias. Allí a ninguno se
le negaba el uso de la palabra. Tampoco había tanta envidia porque no
existía esa desmedida ambición que ahora tanto nos aflige. Todos nos
conocíamos. Sabíamos de qué pie cojeábamos y en qué lugar nos apretaba el
zapato, pues como decía mi abuela Leonides., que Dios guarde en su gloria:”
Hijo, hay que saber perdonar, que todos tenemos un ventanuco al cierzo”.
El humor nos estaba reñido con el respeto, pero, si alguno cometía
extravagancia o decía algo que llamase la atención, que se fuese preparando:
los sotohontaneros conservan una memoria de elefante. Así todos nos acordábamos del burro del tío
Aquilino o los garañones del molinero de la Villa, que se acarraban, llegado el
verano contra las tapias de la iglesia o en la rinconada de ahí en eso, con su
costal al lomo, entre patadas, bostezos y el retiñir de las es esquilas en el
calor y las moscas de aquellos estíos inmensos.
Subían al pueblo inexorablemente a la hora de nona, a las tres de la
tarde, cuando expiró Jesús en el Monte Calvario y medio pueblo se encontraba
durmiendo la breve siesta antes de volver al trajín de segar, trillar, dar
haces, beldar, arrancar hieros. Los que velábamos les veíamos portar cabeceando
por el recodo de los Chimorretes avanzando pesadamente entre nubes de polvo
blanco. Al cabecear, hacían mover las esquilas enrolladas al pescuezo.
Era una estampa arrancada de la Edad Media que impresionó mi retina de
niño. En época de celo, cuando olisqueaban alguna burra torionda de lejos,
soltaban la carga, los costales el cencerro y se lanzaban a los cuatro pies
buscando al asna que les deparase un poco de amor y despertaban a los rezagados
con sus rebuznos. Daban un concierto que no era precisamente el de la escolanía
de pueri cantores. Por menos de un pimiento eramos testigos de esa llamada de
la sangre en la fórmula de aquí te pillo aquí te mato; presenciábamos a lo vivo
y sin tener que abonarnos a Canal Plus una exhibición contundente de los
poderes superdotado con que invistió Naturaleza al onagro, o de la vehemencia
fálica que otorgó Dios al jumento del tío Aquilino, quien ni a trallazos, ni
aun a fuer de horrísonos juramentos era capaz de deshacer la coyunda o de
evitar lo irremediable.
- Moño-decía el buen señor -, ya está éste re contra jodido
queriéndoseme ir de picos pardos, tan a deshora.
- Usted déle, tío Aquilino. Déle y que se j.
- No hago otra cosa. Pero la cabra siempre tira al monte.
Burdégano era aquel hermoso animal que nació a su padre, el garañón de
Moradillo, en lo de madrigado y a su madre, la burra del tío Isidoro, en lo de
caliente.
Todos recordaremos al tío Farruco con su cuartillo de vino camino de
la bodega.
-¿Qué hay? Bien y tú. ¿La familia, bien?
- Todos, superior, gracias a Dios, y que no falte.
-¿ Hace un traguillo?
-Venga, señor Francisco, ya que insiste.
-Si no insisto, hijo.
- De hoy en un año, pues.
Y sin encomendarse a Dios ni a su Madre, Emérito de la tía Melánea,
jaquetón y faceto, se metía entre pecho y espalda de un trago todas las
existencias de vino del bueno de Farruco que traía para almorzar. Éste miraba desconsolado para el jarrillo.
- Me has bebido hasta las escurriduras, hijo. Pues que te aproveche.
Hay que volver a por más. ¡Qué se le va a hacer!
- De hoy en un año, señor Francisco. Este vino de usted me sabe a
glorias. Me tiene que decir dónde la coge.
- ¿Dónde lo voy a coger? Pues, de las viñas,¡ leche! No creía,
Emérito, que te hubieses vuelto como el Gitano Señorito.
Tornó grupas, pero, como dicen que el alacrán picado se asusta de su
propia sombra, desde entonces tío farruco anduvo listo, se gastaba unos
jarrillos tan pequeños que parecían de tienda de souvenirs, dejó de hacerse el
encontradizo evitando los corrillos al pasar por la plaza. Subía hacia las
bodegas como a la agachadiza tapando la “sangre de Cristo” con su manaza de
labrador curtido, como si en lugar de un recipiente llevase un guijarro o un
arma arrojadiza capaz de estampárselo en las narices del pedigüeño ocasional.
-Tío Farruco ¿qué porta usted en esa mano péndula?
-Llevo una trampa para cazar gamusinos y el que quiera saber más que
se vaya a Salamanca, ¿hace?
- Pues,¡ ahora sí que estamos buenos!
Asimismo, todos nos recordábamos de frases geniales llenas de
estoicismo y de humor negro, porque , cuando no había, no había, y santas
pascuas, como aquel “esta noche ni tú ni yo , Teodoro, pues madre nos echa de
casa” y la carta en la mesa presa del tío Enrique, otro personaje singular, al
que todos conocisteis, y que velan el sueño eterno allá arriba entre los
lienzos de pared del antiguo templo de San Gregorio aguardando la trompeta del
Último Día que los despierte.
Memorable fue la despedida de aquel novicio (luego, no cuajó la
cosa)que se iba a los frailes del Henar, por nombre Crescencio. Vino a
despedirse de una vecina.
- Tía Piquilaya.
-¿Qué?
- Pues que me meto a cura.
-Pero,¿tú? ¿Tú?. Si eres un vaina. Andidiay.
-Dejo el siglo, señora Angustias (era su nombre de pilas, sin embargo
todos la conocíamos por el cognomen de su marido el Piquilayo) Hice unos
ejercicios espirituales, y me ha dado fuerte, y que me voy a los frailes, como
lo oye... ya no nos volveremos a ver hasta el Valle de Josafat.
-Largo me lo fías, Cresce, pero, si ese es tu gusto, yo te lo apruebo
y te doy mi bendición. Adiós, hijo, que tengas mucha suerte y que seas bueno.
Como recompensa regaló al neófito un duro de plata y dos docenas de
soplillos, como viático para el camino. Ninguna de ambos presentes llegó al
convento carmelita. Dio cuenta de los hojaldres y e los había gastado las cinco
pesetas antes de llegar a Cuéllar.
A los quince días, ya estaba de regreso en el pueblo. Se encuentra
otra vez con su vecina, quien se sorprende y se asusta, no estuviera viendo
algún trasgo o visión celeste.
- ¿Cómo por aquí, tunante? Yo que contaba con ser tu madrina en el
cante misa y tener un sacerdote a pupilo.
- Pues ya ve, tía Piquilaya. Sencillamente, no me probaba.
-¿Y de lo que te dí?
-Con putas y rufianes me lo comí.
-Anda, anda, con el santito...
Vegas abajo, tenéis el monasterio más antiguo de España y uno de los
más venerables de la cristiandad. Muchos de vosotros estáis al tanto de sus
vicisitudes y peripecias (fue trasladado piedra a piedra a los EE.UU.), de los
que os hago gracia en honor a la brevedad. Quiero recalcar que esas piedras del
ara venerable son un tesoro que nos vincula con el pasado y nos ayuda a
acometer el porvenir con esperanza y optimismo. Son nuestros manes, nuestros
dioses lémures y penates, tan importantes en las colonizaciones romanas. A
ellos regresáis cada año y ellos os acogen. Es como volver a los cuarteles de
invierno para respirar el aire que atando a la tierra regenera. Aquí tendréis
el descanso del guerreo, el lugar al que retornáis para lamerlos las heridas ,
`para coger fuerzas, cargar las baterías y regresar como nuevo a la ciudad
grande a la cual emigrasteis a haceros cargo de vuestras ocupaciones como
estudiantes obreros, ejecutivos, grandes jefes o, simplemente, frailes. Estos
días de hermandad y de solidaridad tonifican el espíritu y lo curten para las
luchas de la vida. Yo os deseo vacaciones tranquilas sin libertinajes,
veleidades, arrogancias, desidias o el mal perenne de la envidia, y mucha salud
al socaire de los altos chopos de este valle enjuto entre las dos grises
laderas de piedra toba, de zarzalejos y tomillares que nos circundan. Que no
haya discordias entre nosotros, que reine la paz de Cristo. Que los
hontanosoteros de arriba cabe la fuente y los sotohontaneros de abajo junto al
recodo de los chimorretes sean una misma cosa: hermanos espirituales legatarios
del mensaje de Bernardo y de Vicente.
Hecho estos incisos, porque aquí no venimos sólo hablar de piedras, de
arcos y de cúpulas sino de la gente que ha rezado en las gradas del altar de
nuestras iglesias antiquísimas, y tanto que se pierden en la noche de los
siglos, porque el Cister no hizo más que recuperar un cristianismo establecido
ya antes de las primeras invasiones muslímicas, de la era de los godos, y,
antes de los romanos. En ese mogote de San Gregorio debió de haber un templo de
urdimbre vaccea, pues tiene todo el aspecto de monte sagrado que convoca a las
fuerzas telúricas ocultas en la naturaleza. El cristianismo no hizo más que
consagrar un culto a la divinidad desconocida que existía aquí desde hace
muchos siglos. Lo grande de estos añojales y barbechos es que no se puede
trazar una raya exacta que divida al culto sincretista del trinitario.
El primer contingente de siete monjes bajo la estola del abate
Raimundo que sucede a Dom Bertrand al ser promovido a la Silla Primada se
establece en tierras de Sacramenia y su alfoz (Pecharromán, Santa Cruz,
Fuentesoto, Valtiendas y Cuevas de Provanco) al correr de 1.142. Araron los
capos, plantaron vides, construyeron cilleros, lagares y bodegas. Se cree que
en la ermita de San Vicente trabajaron alarifes bereberes que habían sido
tomados en cautividad por Alfonso El Emperador en Andalucía. Merced a la
redención de penas por el trabajo aquellos buenos musulmanes consiguieron su
manumisión y accedieron a la propiedad de la tierra. A ellos se debe todo el
románico de ladrillo que se extiende a lo largo de un arco de herradura
geográfico de los que sus dos salmeres de arranque serían Cuéllar y Arévalo, y
Sahagún de Campos, la clave del dovelaje. Nos dejaron algunas de sus
costumbres, ciertos rasgos faciales y algunas palabras. Todavía en nuestra
iglesia de San Pedro no había bancos, como en las mezquitas, y las mujeres se
sentaban en el suelo delante del hachero túmulo, para rogar por sus difuntos, a
la morisca y llamaban a la manta del macho alfomar.
No quiero dejar de pasar por alto en esta bella atardecida de agosto
pasar por alto que algunos aspectos de nuestra cultura se retrotraen al
ascendiente semita, tanto árabe como judío. Cuando las persecuciones contra los
hebreos de 1348 en Burgos, muchos de éstos salieron de aquella ciudad y se
esparcieron por diversos lugares de Castilla, prefiriendo como refugio aquellas
tierra de abadengo, colocadas bajo la autoridad directa del rey. Sacramenia era
una de ellas por pertenecer directamente al fuero de Cardeña.
El Temple se crea no desde un afán belicoso contra las sectas, sino
desde una óptica de paz y, a lo puro, guerra defensiva, condenando al pecado
pero amando al pecador. En sus estatutos se mandaba rezar al cabo de la misa
una oración en árabe y otra en la lengua rabínica. Los cistercienses quisieron
ser la síntesis de la cruz como vértice de todo, no de la cruz al revés, y de
volver otra vez a las andadas, cuando la lucha costó sangre de tantos siglos, como
quieren los abanderados de las Tres Culturas.¡Ilusos! Nunca en España pudo
haber eso sin admitir la prelación del Evangelio como norma de vida.
La integración llegó a conseguirse mal que les pese a muchos con sus
altibajos y movimientos sistólicos y diastólicos propios de la historia de
España, donde fue endémico el problema de los alumbrados, los judaizantes y
aljamiados, que siempre tuvieron preeminencia y un mando oculto entre nosotros
y para demostrarlo no hay más que echar un vistazo a nuestras letras del Siglo
de Oro. En ella llevan casi siempre la voz cantante los conversos. Incluso, son
de origen “marrano” la mayor parte de los tratadistas místicos: Teresa de
Cepeda, Juan de la Cruz, Malón de Chaide, Fray Juan de los Ángeles, Sor María
de Ágreda...
Aquí perduró hasta no hace muchos la tradición de las “tapadas”. Por
las calles de nuestros villorrios uno se creía en Marruecos o en Irán al ver
avanzar a las mujeres de rigoroso luto, cubierta la faz con el alfareme o velo
de castidad, que no era sino el residuo del flámeo romano. Se cubrían entonces
de los pies a la cabeza incluso para ir a trillar con manguitos y todo, y
alguna hasta con el chal. Ahora se desnudan...
En las eras en más de una ocasión escuché yo cantar a una moza aquel
estribillo del romancero trovado directamente del Cantar de los Cantar
“Morena me llaman, yo blanca
nasçí.
El sol del enverano me puso ansí.
Morena me llama el hijo del rey;
por la color de mi cara su amor perdí ”
La impronta cuneiforme vuelve a aparecer e las ménsulas, escocias y
cimacios decorados a la morisca en la mayor parte del románico. Late esa
superstición de las suras del corán iconoclasta a representar la figura humana
por evitar la idolatría. Dichas cláusulas de la Ley que recita la azalá del
alfaquí cinco veces al día en la fórmula del “khotbah” vedaban a los creyentes
cualquier imagen antropomórfica por no haber otro Dios que Alá [la ilah ilá Allá], un dios celoso que no
admite rivalidad. Este resabio iconoclasta es absolutamente morisco y la
antítesis de lo romano. Los latinos eran fetichistas. Sus templos consistían en
un camarín sellado donde ardían lámparas y ofrendas. El profeta quiso dar a sus
creencias un marchamo de abstracción al amor de la taxativa ley de que Alá está
en todas las partes y no tiene porqué representado. Es un ser espiritual lejos
de toda materias y esta suposición va a ser retomada por los docetas y los priscilianistas
, remisos a aceptar la presencia de Jesús en la eucaristía y mucho más a
manducar su carne, siendo todos ellos de costumbres vegetarianas. Por eso la
decoración que lucen las archivoltas y capiteles se esgrafía en lóbulos,
grecas, trenzas ficoideas y arabescos. Alguno de estos menestrales que buril en
ristre esculpieron las columnas que decoran la ermita de San Vicente y las
helgaduras del ábside debían de estar soñando mientras trabajaban en el Jardín
de Alá, un Paraíso de gozos diferentes y hasta sensuales (los guerreros que
hubieran perdido un brazo combatiendo en la guerra les volvería a nacer allá y
las piernas cercenadas en la lucha por el Islam crecerían otra vez, y les
servirían a la mesa una corte de bacantes y de huríes que para distraerles
cuando estuvieran aburridos danzarían para ellos la danza de los siete velos)
al que prometió el Salvador, que sólo atiende a los goces y recompensas del
espíritu. Para nada a los deleites carnales.
Sin embargo, en medio de este bosque de coníferas de piedra y de
tallos de ramas salvaje, podremos distinguir en las ménsulas a alguna dueña
medieval tocada de su caramallo que ciñe su faz en un barboquejo, moda de
aquella época, de origen francés, y que servía de coronación al brial, como
también, ya en el lado de la epístola, admirar el busto del glorioso Vicente
obispo que proclama su triunfo martirial entre dos palmeras por cada uno de sus
flancos y que aparece con mitra y báculo bendiciendo con el dedo índice y
corazón de su diestra. Para estar vivo sólo le haría falta recitar el salmo
XXVI que empieza: “Justus ut palma florebit”. El justo florecerá como la
palmera, etc.
La vida en ese convento bernardos, como en todos, transcurrió sin
novedad desde su establecimiento en 1147 hasta la desbandada general de la
desamortización de Mendizábal, un albalá de 1835 que disolvía las órdenes
religiosas. Los frailes vivían cara al sol observando las intercadencias de la
veleta de la torre claustral y bajo la férula de la campana que regía la vida
monástica distribuyendo las actividades cotidianas: las siete horas canónicas,
con Maitines a media noche y las Vísperas con el entrelubricán o luz del
Oeste. Alzaban con la aurora y se
acostaban al último rayo del crepúsculo. Las horas de trabajo manuales se
alternaban con el estudio, la copia de textos en el armolianum y las visitas en el refectorio. No quedan en Santa María
de Cárdaba rastros de esta dependencia pero en el Monasterio de Piedra, en
Teruel, otro enclave cisterciense, el viajero puede contemplar las bóvedas del comedor satinadas
por el humo de siglos. Las cocinas estaban en el mismo lugar donde se hacía la
colación. Solía ser la parte más caldeada del convento y justo al lado estaba
el dormitorio. Queda el de Poblet, que era enorme y con una capacidad como para
quinientos lechos, para atestiguar esta vida en común, que caracteriza a los
cistercienses.
Había un superior, el abad que en algunos casos sólo dependería a
efectos de jurisdicción del clavero o maestre, pero pro norma general los
abades eran mitrados y su predominio era omnímodo. No dependían de Roma a
efectos disciplinarios más que para cuestiones dogmáticas. En Sacramenia
llegaron a juntarse hasta tres centenares de monjes entre profesos y oblatos o
donados, sometidos a la disciplina de un prefecto. El capiscol o maestro de capilla
se encargaba de los cantos del coro, el racionero, de atender a los pobres; el
cillero, del menaje del grano; el ecónomo, del hogar. Había un hebdomadario
encargado de leer para los padres mientras se sentaban en el refectorio.
Destacado lugar ocupaban los pendolistas o expertos calígrafos que
transcribían los códices.
El paso del tiempo transcurría
sin notarse entre la sencillez , la rutina de los actos repetidos día a día,
pero de forma muy ordenada y meticulosa. Se desconocían las prisas y los
sobresaltos. Todo era parsimonia.
San Bernardo escribe su regla con mucha minucia y es una respuesta a
la suntuosidad de Cluny, el amor al lujo y al boato, tratando de enmendarle un
poco la plana a San Benito. Taxativamente se prohíbe en los estatutos de la
“Carta de Caridad” tener celda propia. Los frailes dormían en una crujía
separada cada cama por una mampara o una cortina. Manducaban a la misma hora,
marchaban al trabajo juntos y rezaban bajo el mismo techo y sus voces se
esparcían, en ese fabordón incesante de letanías y de antífonas rebotaban
contra las paredes y pilastras de sus templos bien artizados y dotados de una
excelente cata acústica para la reflexión de los movimientos vibratorios sobre
las superficies cóncavas. La mística bernarda es coral y del todo comunitaria.
Permitía pocas concesiones al individualismo.
Todo era liturgia. No se había descubierto todavía la oración mental.
Los que toman el escapulario blanco, color de la Virgen Madre, ofrendan sus
vidas en conjunto.
1835. El albalá del ministro de Isabel II secularizando los
monasterios. Un día triste para la catolicidad fue aquél. Abandona estos lares
el último hijo de San Bernardo. Sin embargo, durante la Guerra de la
Independencia, quiero recordar, nuestro monasterio tuvo una importancia capital
como vivac de guerrilleros. Fue incendiado por las fuerzas de Murat, a cuyas órdenes
los fementidos y temibles morriones polacos sembraron el pavor, el pillaje, la
violación de mujeres y el expolio general. Porque fue cerca de este lugar,
entre Honrubia de la Cuesta y Carabias que las hordas napoleónicas pasaron por
las armas a varios miles de patriotas.
Corría el año 1809 cuando Juan Martín el Empecinado, que venía huyendo
de Castrillo de Duero, se refugió en Fuentesoto en una de esas bodegas con
puerta de madera y un montante tenebroso excavadas en la roca viva que
contemplamos todos desde aquí, y luego un hermano lego se lo llevó al convento
de Santa María de Cárdaba vestido de arriero. Cuenta D. Hardman, historiador
inglés, en la “crónica de un guerrillero” cómo había acampado con una partida
de sus leales en el ejido de Pecharromán. Los monjes lo recibieron con los
brazos abiertos. En el refectorio durante el almuerzo contó el cabecilla cómo
había sido traicionado por sus paisanos en Castrillo de Duero. Hubo de salir de
naja valiéndose de una estratagema para evadirse de la cárcel municipal y,
fiado de su valor y de sus descomunales fuerzas(era capaz de derrengar a un
mulo de un puñetazo) y de su agilidad para esquivar las celadas que lo
tendieron, consiguió contactar con los suyos viniendo desde Aranda campo
través. Tuvo que estar metido tres días en un cubete hasta que los frailes
estuvieron seguros de que los que estaban en la dehesa de Pecharromán eran de
su partida.
“Oyendoles el prior - declara Hardman- que era un hombre de talento,
muy piadoso y buen patriota, aconsejó a Juan Martínez Díez abandonar la
provincia y pasar con su facción a Castilla la Nueva, donde no encontraría la
hostilidad de los que habiéndolo conocido pobre e insignificante, envidiaban su
encumbramiento, así como las fuerzas físicas que le dio Dios, que
verdaderamente eran legendarias. Le ofreció cartas dimisorias y salvoconducto
para todos los abades cistercienses de Andalucía y Portugal que lo protegieran.
Le dijo:”Nadie es profeta en su aldea. Vete en paz, Juan Martín. A Mahoma le
ocurrió lo mismo en Medina. Deja, pues, tu comarca y huye a otras donde te ha
precedido la fama, para que puedas seguir defendiendo la causa de España y de
la fe.”[9]
Con esta alusión a una de las
figuras más conspicuas de nuestros anales, Juan Martín El Empecinado - también
pudiera llamársele el incomprendido- y uno de los de la leva del Cid, un hombre
de la ribera, epítome de las virtudes y defectos de nuestro pueblo, quien tuvo
la desdicha de morir en el rollo de Roa, él que se alzó contra el oprobio
extranjero en defensa de las libertades por las órdenes de un monarca
calamitoso como fue Fernando VII y al que él había defendido con las armas en
la mano, pero que luego hizo renuncio y se revolvió contra los castellanos de
pro que habían arrojado al francés de la península, quiero poner punto final a
esta disertación. Roa no lo supo comprender y le dio garrote un aciago día de
mayo de 1825. Era un prócer, un vástago directo de las ideas cistercienses, un
hombre empapado del espíritu altanero y magnánimo de los hijos de la tierra.
Cuentan los que presenciaron su ejecución que, cuando era llevado
entre doce mamelucos al cadalso, consiguió doblar el brete que inmovilizaban
sus pies y las cadenas que lo maniataban. Dio muerte a golpes a seis de la
escolta y pelotón de cincuenta lanceros se las vio y deseó para sujetarlo a
golpe de bayoneta. Todavía se llevó a algunos por delante; moriría peleando.
Roa, el pueblo al cual, años atrás, había conseguido libertar del yugo gabacho,
pagó con moneda de ingratitud su gesta. A nosotros sotohonateneros nos cabe el
honor de haberle dado acogida aunque sólo fuera escondido entre las duelas de
un tonel que precintamos en una bodega como si fuera vino añejo, y vino añejo
de alta gradación era el alma del Empecinado como nuestros mejores de esos que
sólo merece escanciar una vez al año. Así derramó su sangre como vino superior.
Pero ya se sabe: si la piedra da en el cántaro, pobre cántaro.¡Pobre
empecinado! Remaba contra corriente. se adelantó a su tiempo. Pudo con los
franceses y con los traidores de su facción, no pudo con los Cien Mil hijos de
San Luis. La historia siempre está a punto de repetirse. He dicho “
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Capítulo III
JOYA CISTERCIENSE EN LA CÚSPIDE DE PAJARES: SANTA
MARÍA DE ARBÁS
UN HITO DE LA
ASTURIAS MÁGICA
Emplazada en un lugar que
irradia fuerza lumínica y silencio, al pie de una ladera donde comienzan las
escarpadas del Monte Ervasos, recatada y modesta pero luminosa en la noche de
las estrellas y de los surcos, ara de soledad y de silencio vivificante, a un
lado del camino y como contemplando el paso de los hombres, sus carruajes y sus
reinos, orante y como en éxtasis por todos ellos, soportales y aleros,
archivoltas de la iglesia de Arbás a la solana de la cordillera cántabra, poco
antes de que comiencen los pendios, precipicios y vargas de la ladera de
Pajares, marca el primer jalón de un rosario de monasterios que daban escolta a
los peregrinos(Acebos, las Monas, Campomanes, Mieres del Camino, Monsacro,
Valdediós, en la ruta guardada por los cistercienses) ya en la bajada. Es como
una hermana mayor, arcipreste de devociones mariales, que está en el secreto de
muchos tránsitos, de marchas y de contramarchas, portal de Asturias, y casa
matriz de todos ellos. Sus sillares hablan de la importancia que tuvo antaño la
vida cenobítica en el ámbito visigótico. Esos revoques platerescos y barrocos
de la fachada ocultan la pureza de líneas por de dentro, como si la pureza de
las nieves y el aire incontaminado de las cumbres se hubiesen obstinado en
guardar intacta casi a la fábrica medieval.
Al visitarla, se participa de ese misterio, de la pujanza del
catolicismo en su mejor hora. Aletea bajo sus bóvedas como una premonición de
eternidades. Es un baluarte, un revellín de plegarias en los antemurales del
Valle del silencio. Por el oeste, se va de risco en risco hasta Covadonga y por
el Este nos dirigiríamos hacia Astorga. En Arbás parece estar el ingreso a esa
laberinto mágico que se llama Hispania, la patria del dios Pan, o, si se
quiere, el lugar exacto donde comenzaba el Jardín de las Hespérides.
Como digo, no es lo que a primera vista parece, una iglesia de montaña
encajonada en los congostos del camino real.
Siempre que pasé por este sitio - y son veces ya desde aquella noche
en que aparqué mi “600" recién estrenado al amor de sus muros, cansado
como venía de las revueltas del Rabizo y
algo mareado por la sidra en mi primera excursión rodada en 1969- sentí como un
latido de los antiguos dioses. Era la llamada del Monte tabor. El hombre aspira
a la verdad, la bondad y la belleza. Siente nostalgia del edén perdido. No
llevan razón los que quieren volvernos a la condición heredada, según Darwin,
del simio. Nunca seáis remisos a esa llamada. Sentid la caricia de las alas
protectoras del ángel en vuestros rostros.
Escuché una voz que me dijo:
-¡Qué bien se está aquí, Señor! Montemos una tienda, una para ti,
otra, para Moisés y otra para Elías.
Hay lugares muy determinados de España que desparraman un magnetismo
incomprensible. Arbás del Puerto pertenece a la lista. La voz de la gracia que
incomprensiblemente y por tortuosas sendas me ha llevado a unir mi vida a
Asturias sonó para mí en estas cumbres una noche de julio. La bóveda celeste
era un palio tachonado de perlas vivas. Todo framontano tiende al lugar de sus
ancestros y la querencia de una existencia pasada, si es cierto que el alma del
hombre transmigra y se reencarna, irradiaba desde aquel punto. Treinta años más
tarde de aquella cita con mis manes, en un hermoso crepúsculo de agosto, he llegado
a ahondar en la causa del poderoso influjo. Allí se escondía una imán. ¿Por
qué?
Es una razón esotérica y personal, como esotérico y personal es el
Cister. Allí sentía la mirada de Fray Millán, el que se me apareció en
Manhattan, monitor de mis desconsuelos. La ruta me llevaba a otra vida que viví
al socaire de la túnica blanca y el escapulario negro. Noté sobre mis lomos el
calor del cíngulo con el que te ata el abad el talle en el momento e la
profesión cuando todo el Capítulo entona las estrofas del “Veni Creator” y tú
el cuerpo prosternado en tierra y con los brazos sientes el impulso del vuelo
de la paloma que quiere remontar vuelo hacia el Paraíso. El cíngulo es el
cordón umbilical que te ata a los brazos de Santa María. Ven, acercate. No soy digno. Nada sabes de lo que os tengo
preparado. ¡Sufrimos tanto, Virgen bendita! Sois los escogidos. Alegraos en el
dolor que expía la culpa. Pero, Madre, no me dejes. Es tan oscura la noche y
tan prolongada la crujía...
Todo tiene una explicación larga. La Magna Mater tal y conforme la
entiende el Dr. Melifluo es la bisagra que abrocha las dos mitades. Representa
la fusión de lo creciente y lo menguante. Pregonera de la Encarnación y sombra
intercesora de lo eterno, ella será nuestro refugio, porque a través de su
personalidad doble, el Dios de Israel se humaniza, baja de lo alto, y el hombre
pecador e imperfecto se diviniza. Acoge
en su regazo las dos edades: el tiempo de gracia y el tiempo oscuro. Reina en
Arbás sobre la cima de las dos vertientes. Los que honraban a la diosa Cibeles
con sus cantos peanes y los ritos isíacos estaban reconociendo a Cristo a
través de María. En la polémica que amargó las relaciones entre los dos
apóstoles, llevaba razón Pablo al preconizar que la circuncisión no es imperativo
sine qua. Cristo, aunque nacido en el seno del Judaísmo, no pertenece ya a la
Ley de Moisés sino a los hombres de buena voluntad de todas las razas y de
todos los tiempos. Pertenece a todos nosotros. Aquellos que siguen el mandato
de la caridad son “naturaliter
animae christianae” aunque no hayan
sido adscritos a la Iglesia mediante el bautismo.
Bien que el apóstol de los gentiles, un exaltado y un extremista, al
emprenderla a golpes contra los
flamines de Afrodita y los adoradores de Diana, estaba exagerando. Como buen
judío, algo le constreñía a la letra muerta de las prescripciones rabínicas.
Sin embargo, ya no sería nunca posible la marcha atrás.
El Temple supo penetrar más allá en el conocimiento gnóstico que era
emanación de la tradición helenística. Entendió mejor el mundo romano que aquel
vehemente Pablo, el cual, por mucho que proclamara su ciudadanía en aquel
“cives romanus sum” que exhibía como salvoconducto a los que lo perseguían,
sigue amarrado a las filacterias que lo enganchaban al mundo de Moisés. Y la
humanidad necesitaba un cántico nuevo, un corazón más limpio. En realidad, el
cristianismo, aunque nacido en el seno de la sinagoga, es una forma de
religarse a Dios diferente e incluso opuesta diametralmente al judaísmo. Se
debe a todos los nacidos. A los hombres de antes y después. Cristo hoy, ayer y
eternamente. alfa y omega, broche del círculo. Al reencarnarse en el seno de
María había querido mostrar un símbolo pontificio que conecta la orilla umbría
y la solana.
Al estallar el segundo milenio, se vuelven a recuperar los viejos
cantos de la “Virgo turreata” que había domado a la muerte con la fuerza de su
fecundidad. Una virgen en Nazaret había parido un niño. Cibeles, Mitra, Diana,
Afrodita eran el símbolo de la vida ovante en su germinar vencedor. Se
comportan como un anticipo de la Deigenitrix. Se exhuman de lo hondo de los
surcos las tallas de las vírgenes negras, y todas las catedrales tienen por
nombre votivo el de Notre Dame. San Bernardo en sus delicadas extravagancias
pasionales, llevado del fervor hacia Santa María, parece que desbarra. Sus
composiciones presentan una ascendencia de paganismo. Pero, al resucitar esas
reminiscencias estaba siendo inspirado por el Espíritu Santo que se sirvió del
esoterismo de aquel noble borgoñón para llevar adelante los planes de la
economía de la salvación. En la Madre Redentor se cumple la parábola del grano
de mostaza y las preconizaciones del “Magníficat”:”Y me llamarán bendita todas
las generaciones”.
La psicología cisterciense propende a ser síntesis de lo viejo y
nuevo, y, superando la retórica de los primeros siglos de cristianismo, vuelve
a conectar con los conocimientos perdidos. Es romano y occidental por
antonomasia. Si se quiere, reconduce y purifica algunas supersticiones de antes
de la caída del imperio, y presenta toda esa solidez profunda que en
arquitectura caracteriza al románico.
El Circo Máximo, el Capitolio, los acueductos en toda su grandeza y
soberbia factura en sus paramentos, fachadas, galerías y exedras ofrecen
demasiada obra muerta. Muchos vanos sin aprovechar que vuelven los recintos
deslumbrantes por fuera y tenebrosos por dentro. El románico, en honor a su
nombre, timbra tales constantes. Sin embargo, supo edificar, como por arte de
encantamiento, y por auténtica inspiración del Paráclito que secundaba a los
hombres, una floración de maravillosas construcciones que tenían algo de las
casas de campo de Toscana y ofrecían una ornamentación ingenua y tosca al
estilo de las esculturas en relieve sobre los arcosolios y columbarios de las
catacumbas de Santa Práxedes o de Santa Cecilia. Los temas de los sarcófagos,
donde resplandece el candoroso júbilo de los creyentes en la Resurrección
entreverado con el realismo de los ciclos estaciones, que proyectan esa
santidad de la naturaleza o préstamos de la cosmogonía sincretista reconducida
a la mitología religiosa, inspiran a los maestros que labraban los tímpanos
románicos: el Buen Pastor, que no es más que una refundición de Endimio
Crióforo y de Mercurio, el atlante que carga a cuestas con un globo. En el
tránsito paulatino de unas creencias a otras, el Cofre de Danao se muda en Arca
de Noé. Elías sube al séptimo cielo en el carro de Plutón. La vid báquica,
emblema del placer y de todo lo bueno y rotundo que, en su fecundidad y mudanza
depara la vida, es ascendida a símbolo de la Eucaristía, entre frondas de
flores, haces de trigo y gavilla que tanto gustan de formatear los buriles
románicos para rendir tributo a los ciclos estacionales. El crismón mesiánico,
el pez eucarístico, las guirnaldas, el ave Fénix y el pelícano. Los rostros son
toscos y las figuras humanas desproporcionadas, picudas, rechonchas o
cabezonas, pero aparece linda y bien lograda la ejecución de los paños.
San Bernardo insiste: ”Réspice stellam. Voca Maríam”. Ella es la
estrella y la estila dulce en el mar amargo, denso en procelas, de la lucha por
la vida”. Su majestad hace pensar en las ricos y exaltados dípticos y espondeos
de aquellos argones encargados de custodiar el altar de los sacrificios a
Júpiter. Nada tiene que ver este candor del santo con las complicaciones y
retorcimientos del mundo levítico. El Covenant, demasiado pegado a la letra,
descuida el espíritu. Nunca podrá entender esta ternura hacia una simple mujer
el hombre judío. El culto de hiperdulía supérstite preluce al crudo realismo
mosaico. Deben darnos pena los pueblos que no acatan el valimiento de Santa
María. Siempre estarán huérfanos. Son dignos de lástima. No son capaces de
mirar para la estrella, ni de invocar a la dulce estila. Serán precipitados de
repente en el océano de las tinieblas.
No se puede abarcar tanta grandeza. La penumbra de las iglesias
cistercienses se convierte así en el Helicón de los que sueñan en Cristo. Ha
sido siempre el más sagrado e insuperable de todos los estilos. Nadie ha sabido
imprimir a la piedra tanta sobrecarga de espiritualidad. El gótico suprime
luego las penumbras aligerando el dispositivo que desemboca en la apoteosis
ojival donde las bóvedas se encaraman como queriendo saltar hacia las estrellas
y las viras de la tracería suben y suben a la búsqueda de un infinito. Las
catedrales son un alarde casi exhibicionista de la materia que en pugna con las
leyes de la gravedad llega a divinizarse. Todo es vitalidad, belleza, artizada
polifonía. Dicen que Reims y Chartres fueron diseñadas siguiendo una escala de
valores que imita la gradación del arpegio y las oscilaciones del Péndulo de
Foucauld. Reflejan el guarismo de la nota de un libreto con infinidad de
negras, blancas, corcheas, fusas y semifusas. Por eso, presentan un aspecto tan
musical que invitan a entonar un “Te Deum” a chorro libre. Son dechados de
perfección acústica u ortofonía. Fueron edificadas para el sonido, porque éste
es, de los cinco sentidos, el primero que capta la fe. Ya sabemos que el diablo
nunca fue un buen músico y apostillen los alemanes que los “malos no saben
cantar”[10]
Esta maestría fue producto de la sabiduría gnóstica. Los Templarios
indagaron entre los hebreos, los judíos y los árabes y debieron de quedar
absortos cuando descubrieron que la altura de la pirámide de Keops, el cono más
perfecto, evoluciona a una altura de 149 metros, que representa la vertical de
la altura entre la Tierra y el Sol multiplicado por 1.000.000.000. Las leyes de
la belleza se combinan con las verdades matemáticas de la Física. De esa forma
el arte gótico aparece impregnado de la armonía de las esferas celestes.
Entrar en la esta iglesia solariega de Arbás por la puerta lateral de
arcadas embebidas apeadas sobre capiteles de traza fabulosa y en el que se repite
el tema ursino, del oso rapante de la escatología druídica que hace acto de presencia más que regular en los
blasones de la heráldica del norte ( el oso que mató a Favila, el oso
encaramado, prendido de las garras de un árbol) pero que aquí entronca con la
leyenda de la fundación del oso domado y uncido al carro por un cantero,
formando yunta con el asno y el mulo; la peligrosa fiera transformada por un
milagro en caballo de tiro, es un anticipo del asombro que sentirá el peregrino
de Compostela ante el Pórtico de la Gloria, dentro del contexto de la continúa
obsesión exegética por el Bestiario mitológico que caracteriza al románico.
Cada representación encierra en su arcano una semiótica algo más allá de su
tosca composición. Se trata de un salvoconducto, un talismán para entrar en el
huerto de las Hespérides. Era un lenguaje que entendían los iniciados.
Pasamos a un zaguán enmorillado,
extasiados en los arcanos de la arquería, prieta de figuras y de
símbolos que aluden a la resurrección de Lázaro ( por tres veces esculpida en
tres edículos del tímpano), la serpiente que se vuelve cerdo, y el cerdo, que,
a su vez, se transforma en oso. El oso que rampa, la culebra que repta y el
cerdo que hoza practican una interesante ambivalencia escultórica dentro de la
iconografía del medievo. Todos los pórticos románicos animan a la reflexión
escatológica. Como si de ellos descendiera la iluminación solemne.
Contemplarlos transmite paz y gozo, a pesar de la muerte, que es conculcada y
del diablo que se aparece a las almas, en guisa de mono, de sierpe, o de un
asno demoledor y obstinado (“Assinus ad lyram”)[11]
la mayor parte de las veces. El burro toca la flauta. Al final siempre Jorge
termina venciendo al dragón, colofón triunfal de la gloria expectante, que
impregna de lógica tanta fantasmagoría onírica. Ha salido del estro arrollador
de una raza de iniciados, gigantes visionarios. Hay un trasfondo de Cristo que
asegura y bendice, como una querencia sublime de revelación. El conjunto
constituye una investidura de eternidad.
Nunca el hombre estuvo tan cerca de los misterios del legado
evangélico ni alcanzó la cristiandad un grado de clarividencia espiritual como
en este frondoso estilo de muro sólido y de verdad consistente. El gótico es sólo un apéndice, la conclusión
ovante de este gran delirio didáctico del Maestro Mateo al que da cima el
bosque sagrado, que sirve de pauta a los artistas normandos para la erección de
sus catedrales. El óculo vertical de la aspillera del ábside desemboca en el
rosetón policromado, ese calidoscopio de colores policromados de la rueda que
gira sobre un centro inmóvil que a su vez activa todo cuanto se halla dentro
del círculo de influencia. El motor no padece mudanza ninguna. Dios es eterno e
inmutable.
Dentro ya del templo, nos sentimos como en un laberinto de paz
sacerdotal y agrícola. La nave central remeda un arbolado de piedra toba o
caliza, sus poros iluminados por los resplandores de soles milenarios que la
han bañado colándose por el rosetón, un elemento indispensable, pues así lo
determinan taxativamente las constituciones de la Carta de Caridad, en el arte
cisterciense. Es una luz de canto de vísperas. Se percibe aquí a las fuerzas
cósmicas librando un combate invisible. ¡Alta tensión! El alma se dispara hacia
lo alto levitando en la búsqueda de lo imperecedero. Los ojos se quedan fijos
en ese centro de la rueda que no experimenta mudanza en medio de los vaivenes
de la luz que da vueltas. Ha empezado el tiovivo de los rayos secantes y toda
esa fascinación que esparcen las combinaciones de la hora mágica del
entrelubricán.
Las nervaduras de las bóvedas de arista convergen en el almizate o
harneruelo que abrocha la cimbra. Parecen brancas celestiales de la palmera
mística extendidos sus brazos hacia arriba en gesto frondoso de eternidad. No
muere nunca la ceiba. La éntasis de su robusto talle la mantienen a cobro de
las ventoleras, pone en fuga a la furia del huracán Se busca la hebilla que
engarza lo invisible con lo invisible. La ceiba, roca del bosque sagrado, es
Cristo. El almizate ojival remeda al ónfalo
de“omphalus”( el ombligo, la mitad), el punto donde se produce la
comunicación entre el mundo de los vivos, de los dioses y de los muertos. A
través de este cabillo iniciático se accede al verdadero conocimiento. Los
nervios se aovan en ensamble octogonal.
Otra vez, el ocho templario, como en Ponferrada, la Vera Cruz de
Segovia o el atrio circular de Eulate. Ocho lados posee la cruz de las ocho
órdenes militares (Calatrava, Montesa, Avis, Thule, Malta, Hospitalarios de
Jerusalén, Santiago).Son los ocho lados de la rosa de los vientos y los ocho
grados de la gama de colores del espectro. Es el número áureo de los
alquimistas.
Arbás trata de armonizar por primera vez en las historia de la
Arquitectura la solidez normanda con la esbeltez de la ojiva. Las bóvedas se
apean, como en Sacramenia, sobre pilastras, responsiones y columnas. El ábside
lo corona una cúpula gallonada. Sus ocho franjas, como lenguas del Cenáculo,
convergen en el almizate del vértice. El artista trató de captar a la vez la
consistencia del hipogeo etrusco con la llama enardecida de la lengua de fuego
de Pentecostés. De la combinación de esas fuerzas contrarias nace una
misteriosa tensión espiritual. Vida y muerte se vuelven complementarias.
Una talla románica de la Virgen preside el presbiterio, justo detrás
del altar. Aparece sentada en un trono de majestad y bendice con dos dedos. Su
augusto y melancólico mirar cuadra con el color plomizo de este mediodía de
orvallo montañés. Resulta impresionante
el ambiente de brumas. De plata se vuelve la luz gris y en medio del silencio
místico creo atender a las voces de coros lejanos que devanan letanías. Solos
monódicos que nos revierten al Mantra y a las preces hesicasticas, los ritos de
purificación, y al eterno combate entre la vida y la muerte, el pecado y la
gracia. Cuanto más sencilla es una música, más inefable. Estas piedras han sido
colocadas para recoger las vibraciones del canto llano.
Los gemidos de misericordia
rebotan sobre las cavidades con un timbre de voz antiquísimo, ecos de la dulce
melopea de los monjes que acá rezaron otrora. Las codas celestiales aun
perduran, estableciendo entre el cielo y la tierra una escala de Jacob con
peldaños de ida y vuelta, irradiadora de protección. “Mater admirabils”, “potens”, “clemens”, “fidelis” , “prudentissima”...
Trono de la sabiduría... Avanzamos hacia la catarsis. Un ángel se ha convertido
en maestro de ceremonias de una misa cantada interminable. Se empapan de
añoranza todos los poros del alma impregnada de la sonoridad del aire. El
Tercer Ojo escucha melodías de un diapasón que nunca sabrán captar los oídos de
la carne. “Ex auditu ad fidem”,
sentencian los escoliastas. Es el más sutil y intelectual de los cinco con que
contamos ya que nos lleva a Dios. De la misma forma que el olfato potencia la
memoria, la vista, la contemplación, el tacto, la sensualidad, el gusto, la
aquiescencia a los placeres, por el oído comprendemos la realidades de la
revelación.
En los templos románicos es este sentido el que más manda. Todos los
demás se encuentran sometidos a esa grandeza acústica, a la sonoridad que lo
impregna. Los frescos que pintaban sus paredes apenas se atisban y las figuras
de los ábsides historiados casi ni se distinguen en la penumbra, pero la voz se
haya diáfana y cristalina, como en sintonía con las grandes vibraciones del
universo. In principio erat verbum
María, emperatriz, madre de la ciencia administra el conocimiento a
los elegidos desde el curul hierático. ¡Cuánta sabiduría insospechada encerrada
bajo ese nombre! Comanda las estaciones, rige los vientos, avanza hacia el
futuro triunfante sobre el carro del que tira una yunta de leones mansos. Este
es el principal mensaje del oso domado de Arbás. La bestia será subyugada. La
carroza en la cual marcha enjaezada y atalajada de los dones de la espiga, la
flor y el pámpano, significa el paso del tiempo, la vida que se renueva.¡ Loor
a la Magna Mater, a la Virgen en cuyo vientre late el infante que será presea
de nuestra salvación, el Mesías al cual asesinaron los malvados de Israel !
Desde entonces, Dios mira para los gentiles que quisieron reconocerlo. A través
de la Mujer, Dios abrazó a la gentilidad. Esa es una de las claves secretas de
la mariología, lo que la tanto la retórica concepcionista a ultranza del
barroco como el materialismo ateo no ha sido capaz de entrever: la fecundidad
que perpetúa la raza de los llamados.
Su templo, que como todas las fundaciones cistercienses, goza de la
advocación de Santa María, reclinado sobre un cueto en el arranca de un “arva” (campo
alto), era el punto de recalada de los peregrinos que hacían la ruta de
Compostela por Oviedo (camino francés). Parece ser que la veneración a la
Cámara Santa de San Salvador en la ciudad de Júpiter, esto es Oviedo, cuya toponimia arranca del genitivo
de este sustantivo,”Ovis”.
Se construye por una donación de Fruela, hermano carnal de Doña
Jimena, e hijo del Conde de Oviedo, a los frailes blancos, recién trasladada la
corte asturiana a León. El carácter hospitalario y militar del edificio ha
dejado por entero su impronta en el edificio, a pesar de sus múltiples reformas
y revoques, todas esas manos de cal y de arena que han dado los siglos.
La Virgen en su gremial dorado parece que me sonríe. Entonces, me
prosterno. De lo hondo de mí sale el canto de completas al uso cisterciense. Se
entonaban en el crítico instante en que caía el telón de la noche sobre el
horizonte y se encendían los primeros cirios de la vigilia. Mi voz modula sus
vibraciones a lo largo, lo ancho y lo alto de la casa de Dios vacía, donde
Cristo sigue esperando a los hombres:
Ecce iam noctis
tenuantur umbrae. Lux et aurorae rutilans coruscat: supplices canora voce
praecemur, ut reos culpae miseratus, omnes pellat angorem, tribuat salutem,
donet et nobis bona sempiterna munera pacis. Amen[12]
Es una llamada a la luz del alba desde lo más profundo de las
tinieblas de la noche. Lleva la marca de la liturgia cisterciense de una
estructura efébica. Cristo es Helios, el sol sobre el que gravita el universo.
Sus tres símbolos son el huevo, la almendra mística, por eso en el pantocrátor
se le representa saliendo de una especie de vulva, rasgando el himen de las
tinieblas, el orto del amor que vence siempre al entrelubricán de la maldad y
que cada noche se renueva, y la vid, que cura y embriaga.
La iglesia de Arbás, primorosamente reconstruida al final de la guerra
por un hijo del polígrafo Menéndez y Pidal, cuya familia era oriunda
precisamente de estos términos, fue un “ribbat” o fortaleza contra las
incursiones sarracenas y hospital de peregrinos. Nunca hay que perder de vista
estas dos variantes de la rama activa cisterciense: la defensa del cristiano
hostigado por las algaradas desde el sur, y la curación de los enfermos.
La letra arrasaba en los siglos medios. Capítulos adelante, veremos el
pavor que inspiraba esta palabra y la segregación y cuarentena de la que eran
objeto aquellos que la padecían. Muchos al enfermar se lanzaban a los caminos
en búsqueda de curación o contraían la enfermedad en plena ruta. Se encomendaba
a San Roque. Llevaban consigo una carraca o tablillas de San Lázaro que al ser
agitadas su sonido anunciaba a los demás viandantes que se apartasen; allí
llegaba un leproso. Otro mal era la sífilis que a veces se confundía con las
letras por sus llagas purulentas. Camino Francés y Mal Francés son casi homónimos. Las hospederías, asilos y lazaretos
que se desparraman a lo largo del camino son en realidad leproserías y hospital
de apestados. Arbás era uno de esos sitios. Llegó a contar con siete crujías
con una capacidad de trescientas camas para cuidar al malato. Muchos no
avistarían los cuetos del Monte del Gozo, ni regresarían a su lugar de origen
en Francia, Alemania, Escandinavia, o Constantinopla. El Apóstol les enviaba a
aquellos monjes providenciales para cuidarles en la hora suprema. Los pobres
caminantes enfermos encontraban refugio en las casas de Santa María.
Debido a lo áspero y escarpado de esta ladera de Eivaso, que
permanecía aislada a causa de la nieve en los crudo inviernos del páramo
leonés, y batida por los vientos polares que soplan desde Peña Urbina el
sostenimiento de una comunidad se hizo problemático. A ello debió de contribuir
la relajación de las costumbres monacales a medida que se acerca el
Renacimiento. El cister sufre un eclipse a partir de la supresión del Temple a
comienzos del s. XIV. También las peregrinaciones jacobeas aflojan en ese siglo
y se inician una serie de movimientos místicos en Alemania capitaneados por el
Maestro Eckhart que dudan del valor de los actos externos, como pueda ser la
peregrinación. En el Kempis tampoco se recomienda esta piedad que suele ser
puerta abierta a la disipación:”Los que muchos van de acá para allá visitando
Santos Lugares o acaparando reliquias poco se santifican”. Esto lo había podido
haber dicho perfectamente Lutero. Erasmo, jaquetón y lenguaraz, dos centurias
más tarde, le da la razón al autor de la “Imitación de Cristo”.
El decimoprimer siglo abre la puerta al apogeo de la religión. Cristo
se hace presente en la vida de las gentes. Fueron nada más que cuatro o cinco
siglos. Después parece que se aleja y ni el Humanismo, la Enciclopedia y menos
el Modernismo han querido aceptar su rostro de misericordia, pero en todos los
católicos del mundo queda como un poso de añoranza de aquel reencuentro con el
Señor. Ello explica sin duda el auge que han vuelto a tener las peregrinaciones
jacobeas en el verano de este año finisecular, cuando esto escribo.
San Bernardo representó para el mundo católico como un estallido
luminoso de estrellas que regó los campos de agosto. De su figura y obra emanan
un ímpetu tan súbito e inexplicable con los elementos de juicio a nuestro
alcance. El doctor Melifluo lleno del fuego del Espíritu Santo debió de ser uno
de esos varones incandescentes que iluminan toda una época. Desde que llama a
la puerta de la abadía de Citaeux y allí es recibido por San Roberto hasta su
muerte sobre el mapa de Europa se multiplican. En tan sólo una generación se
produce esta floración milagrosa de cistercienses cuyo predominio abarca desde
Rievaux en el Yorkshire hasta Tomar en Portugal y desde Pontevedra hasta la
Polonia profunda, ya casi en la estepa rusa, que era dominio de los escitas. Es
una verdadera eclosión de frailes blancos, que marca el apogeo de la vida
monástica.
Por desgracia, y por esa regla inexorable de los movimientos de
oscilación y de gravitación, como todo lo que sube baja, el cister también
cayó.
La personalidad del fundador
de esta orden es una de las más enigmáticas y sorprendentes. Hay incontables
facetas en este monje borgoñón: el doctor Melifluo de simpatía arrolladora y
desconcertante hermosura viril, como nos lo retratan los bolandistas del P.
Croisset, guarda escaso parangón con el polemista infatigable en las aulas de
la Sorbona donde sostiene una cerrada con Abelardo y Arnaldo de Brescia, o con
el agitador de masas de la Segunda Cruzada que electrizaba con sus sermones al
auditorio. Luego, está el político taimado, el escritorista, que se atreve
incluso a amonestar al propio papa. Medió en las reyertas entre Inocencio II y
Anacleto, lanzando un anatema contra éste último y considerándolo antipapa. Fue
el consejero y valedor exclusivo del pontífice a continuación del cisma:
Eugenio III.
Hay otro bernardo inspirado, clarividente y profético, al difundir por
el Occidente cristiano los presagios de San Malaquías, que hablan del fin de la
Iglesia jerarquía, y el inicio del milenio igualitario, o “quiliasmos”. Estas
ideas se contienen en “De vita Sancti
Malaquías et de rebus gestis”.
San Malaquías era un monje inglés que profesó en la orden bernarda y,
consagrado obispo de Armagh, hubo de abandonar su sedea causa de las
persecuciones de los monjes de St. Dunstan. Murió en los brazos del abad
Bernardo. Sus pronósticos sobre los papas reinantes del siglo XI se han
cumplido a carta cabal, tanto en lo que se refiere a los papas entronados como
a su divisa. Así por ejemplo el que hace el número 69, Paulo IV, tasado con el
blasón de “fide Petri” respondió a esta evaluación anticipada enfrentándose a
los judíos de Roma los cuales execraron su memoria, según podremos comprobar
más adelante en este libro. Caso parecido fue el de Benedicto XIV, “Animal
rurale” que padeció con constancia las persecuciones y trabajos, con la
paciencia de un buey, como se deduce de la historia de su pontificado.
La lista da comienzo con Celestino II “ Ex castro Tiberis” y acaba con “De gloria olivae”,número 111 del
catálogo. Según los cálculos malaquianos estaríamos, al abrir página el tercer
milenio, en el penúltimo de los sucesores de San Pedro, el 110. A J.P.II le
corresponde el distintivo “De labore solis” (los trabajos del sol) porque
verdaderamente ha sido el sol de los pontífices, y su luz e proyecta en medio
de grandes trabajos y la amenaza de las tinieblas y de un mundo en guerra. El
ciclo se cerrará con el triunfo de la paz; ese es el sentido de la rama de
olivo. Desandará los caminos andados por su predecesor, estableciendo la
concordia entre los creyentes desorientados. Morirá mártir.
Uno de los afanes primordiales de san Bernardo fue poner coto a los
abusos e intrigas palaciegas que pesan sobre San Juan de Letrán. Así se deduce
de sus advertencias a Eugenio III. Fray Justo Pérez de Urbel llega a escribir
en su “Año Cristiano”:” A la sazón Bernardo fue el verdadero papa de su tiempo.
Claraval tenía más importancia que Roma”.
A lo largo de todos sus escritos insiste en la importancia que tiene
la devoción a la Virgen María como salvaguarda de la fe, y al poner a la
humanidad a los pies de la Madre de Dios, estaba viendo desde su atalaya
iluminada por la luz del Espíritu Santo la necesidad de humanizar el rostro de
Dios haciéndolo más femenino. Asigna a la Virgen el papel de corredentora, pero
se muestra remiso a su concepción inmaculada. A ella va dirigida las dos
plegarias más grandes en Occidente del culto a la Virgen: el “Salve Regina” y
el “Acodaos”. Su discípulo, Malaquías, con esa ferviente pasión por Nuestra
señora que es común a los monjes blancos (cartujos, trapenses, y cister)
anunció que será “Ella la que rescate a la Iglesia de las fauces de la sierpe”.
Sin embargo, no todo fueron aciertos y panegíricos. El santo
postulador de la causa de María fue un fracaso político. Los reinos cristianos
se desentendieron de su llamada a la unidad. Comprobó que la cruzada segunda
por él predicada fue un desastre. Parece mentira que tantos aspectos pudieran
cobijarse a la sombra de un hombre solo. Bajo su iniciativa quedaron abiertos
150 cenobios en el espacio europeo, casi todos ellos se fundaron aprovechando
otros monasterios arruinados, o antiguas aras votivas a los dioses celtas o
romanos. Bernardo no derriba los viejos ídolos; antes bien, los rebautiza y los
incorpora al acervo espiritual del cristianismo. Reconduce el tributo a Júpiter
y no le importa bendecir antiguas aras de Minerva o de Cibeles. Esta es la cara
oculta de lo románico, pero siempre partiendo del principio de Cristo como
fuente de toda gracia y propulsor del conocimiento. Las gentes viven y
progresan gracias a la Redención. “Extra crucem nulla salus”. Pa él la Iglesia
no es más que un medio, nunca un fin. Solamente la cruz salva. El hombre para
vivir en armonía con Cristo ha de apartarse y vivir en el retiro de la
naturaleza, sus ojos fijos en el sol que torna. Para volver al mundo para
defender la cruz cuando ésta estuviera en peligro. Sus monasterios y las
órdenes por él inspirados constituyeron un baluarte de protección. El Islam se
estrelló contra este antemural de plegarias. Si no hubiese sido por San
Bernardo, toda Europa hubiese caído en las garras del Islam.
El cister empieza a perder su predicamento una vez terminada la
reconquista en 1492. Su labor había sido dada por concluida. Expiraba una
misión para dar paso a otra. Terminaba la época de los buceadores. El triunfo
de la Iglesia tridentina significó tenerse que adocenarse. Obediencia de
cadáver, taxonomía de Ignacio a sus pupilos, era un pasaporte a la solidez
piramidal del ordeno y mando, del anatema. Doctores tenga la Iglesia, pero el
aire se cuajó de poltrones de la sopa boba, practicantes de una doble moral,
que se arrodillaban ante crucifijos. Demasiados santos deshumanizados y
hornacinas pobladas de nimbos de cartón piedra. No discutas. A callar. Todos
como en misa. Se había interpretado con alguna indolencia a Jerónimo, el
hirsuto y ardiente dálmata que muestra una obsesión erótica sublimada a lo
largo de sus escritos, sentencia: “No busques más la ve. Te basta con saber lo
que pone la Vulgata”.
Y el Kempis no para de apelar al “vanidad de vanidades “ del
Crisóstomo como vacuna contra el excesivo afán de conocer:”No escudriñes, hijo,
si quieres acceder al bien “. Los santos de cartón piedra acaban en memez
oscurantista. Hazte un eunuco, si quieres conseguir la vida eterna.
Castrate. Ardua norma. Como llevaron a
cabo una hermenéutica poco imaginativa y al pie de la letra la palabra del
Señor, que estaba hablando de otras renuncias y entregas y sólo utilizaba una
metonimia, obraron con poca consecuencia. La herida del concilio de Elvira
tardó siglos en curar. No se puede dilapidar la tremenda hijuela del Galileo y
sus máximas para alcanzar la vida eterna en una obsesión por el control del
instinto erótico que remata en demencia. Dios no quiere monstruos, ni
hipócritas, ni impostores. Sigan siendo crueles y castos. Cometan con su mente
retorcida torpezas de toda índole. Sólo los limpios de corazón verán a Dios.
San Bernardo parece que escruta a través del óculo de su celda y mira
el campo, contempla las flores, oye el canto de los pájaros, observa la rueda
del disco solar en su girar impenetrable. Quiere saber, porque la indagación no
puede ser un freno a la magia del misterio. Es un pesquisidor entregado y tenaz
de la Magna Scientia. Con su postura de estudio y de súplica santifica la
gnosis que había sido condenada en los primeros siglos, pero él quiere trepar
por la enredadera que tapa la pared y la escala. Ser cristiano viene a ser como
perderse en el corazón de los designios divinos, el dédalo impenetrable.
Ese es el mensaje esotérico que trasciende los muros sagrados de este
enclave a horcajadas sobre las cimas de la cordillera cantábrica. Es el primer
hito del llamado convento asturicense y umbral de ingreso a la ruta jacobea. En
cierta manera, portón del Paraíso. Allí se inician toda una serie escalonada de
monasterios que llevan hasta San salvador de Oviedo. Fragancia tan sobrenatural
no es extraño que suscite la ira del Cálido que no entiende de tales razones.
Nos quiere ahora analfabetos, pegados a la ubre del televisor, y todos, contra
todos, y, si no en guerra, por lo menos, recelando unos de otros. Crea
disensiones y dominarás el mundo. Así es mejor
Estos días de agosto del verano del finmilenio un columnista de la
“Nueva España” órgano del Sionismo internacional que ha abierto casa en los
chiscones del Fontán - el alcalde Gabino invita a espichas y a inauguraciones,
pero esta “Nueva España” ya no es la mía
sino una España insolente, buscona, reivindicativa, corta de vista y muy en
plan de aldea global -, uno de esos plumíferos que me parece se sientan al
ordenador tocados de una montera picona y con un talante de genios superdotados
para la hipérbole que hincha el perro para poder sacar cada día el periódico a
la calle, un periódico en el que toda noticia o todo personaje ha de pasar por
las horcas caudinas del ramalazo local [se piden ejecutorias de asturianía y ,
si no muestras patente de ovetense, no sales en la foto ni te bautizas], pedía
la demolición de todas las catedrales góticas. Se quedó muy a gusto después de
soltar tan infame osadía. Parieron los montes. ¿Cómo podremos sustituirlas?
¿Con horreos? Ya quedan pocos. Se los ha llevado el viento.
Habrá que echarse a temblar porque vuelven los mineros de la marcha
sobre Yarrow con un hacho y un candil y la dinamita fresca. Hay ganas de
revancha. Los buitres circunvuelan en rasante barruntando la cadaverina de los
cristianos lanzados a la arena. El aire sopla muy cargado de presagios. El pato
no se conforma con su suerte y quiere transformarse en urogallo.
Sin embargo, no mareemos la perdiz. Peticiones como la del columnero
abajo firmante certifican la muerte de España. Asturias, mágica e iniciática,
era su cuna y mostraba desde los montes este magnifico cancel del Arbás, cumbre
del cister, a espaldas de Covadonga y los valles del silencio bercianos, por el
otro cabo. No cabe entrada más sublime al edén que desde la perspectiva del
alto de Pajares. ¡Magnifica puerta de ingreso a los valles que dominan el
escenario de Peña Urbina!
Bajo la dirección de un hijo de Menéndez Pidal (don Ramón , aunque
nacido en Coruña, se mostraba muy orgulloso de su ascendencia citomontana y solariega
de Pajares) en 1969 se procedió a la reconstrucción que fue llevada a cabo con
el gusto del eminente arquitecto, muy familiarizado con las peculiaridades del
arte cisterciense. Respondía de esa forma al espíritu de su padre, uno de esos
sabios, rara avis, que alegran de tarde en tarde la existencia de los que se
dedican al estudio de de la verdad y de los que aman la belleza. España, como
demostró el polígrafo y astur ilustre, era la patria del Dios Pan, el jardín de
las Hespérides, donde estuvo ubicado el Paraíso terrenal, en algún lugar al
otro lado de la cordillera que contemplan los muros de Arbás.
Alfonso X nos la presenta, también como un lugar de abundancia, por la
fertilidad de su sueño y la clemencia de sus aires. Todo lo contrario, pues, del
criterio que han venido sosteniendo los escritores del 98, a mi modo de ver
demasiado encumbrados. Dicha hipótesis de locación edénica la han refrendado
algunos estudios cosmográficos recientes. Es una obsesión constante de la nueva
paleografía. El Hombre de Atapuerca ¿ era el ser humano que vio y vivió ese
paraíso?
Los trabajos llevados a efecto por Luis Menéndez y Pidal rescataron de
las ruimas a este importante templo que permanecía en estado de abandono desde
el Barroco. Ahora pertenece al obispado de León y se halla adscrita como
parroquia dependiente del Priorato de San Isidoro. La obra de reforma fue
sapiente y decorosa.
Estudiando su primorosa iconografía nos encontramos a un pensamiento
medieval de rasgos heliocéntricos. El Cister representa la apoteosis
heliocéntrica de la recitación hesicasta de las horas canónicas en alabanza de
la Trinidad. Luego vendría la ruptura antropocéntrica del Renacimiento. Los
retablos y basas angulares, donde curiosamente el tema religioso no es el más
frecuente irradian quietud y belleza, todo conforme a un misticismo ancestral
que encuentra su precedente en las pintadas de las Catacumbas. Hay asimismo una constante preocupación por
la trasmigración y las almas y la reencarnación. De otra forma no se explican
los grifos, arpías y esfinges de los Bestiarios. Es una poesía didáctica que se
agolpa contra los muros con una carga apodíctica y de demostración
poderosísima. Lo que nos dice un tímpano románico vale por una cascada de
silogismos. La Teología inicia el vuelo. El ángel, rotos los sellos, despliega
ante la mirada atónita del creyente los papiros de la revelación. Es la magia
del “libri muti” (el libro que calla) investida de elocuencia. Se demuestra la
proposición de que “ en principio era el Verbo”. Aquel menestral maneja una
horca y éste sabio de barbas patriarcales se inclina sobre un atanor. Un ser
alado en el vértice de una de las ménsulas se lleva el índice a los labios.
Callad, hombres insensatos. Guardad silencio. Es otro símbolo alquímico para
significar la grandeza de aquel que es llamado a un estado de contemplación
viviente.
Estadios zoomórficos,
antropomórficos y vegetativos, se superponen; las tallas de arenisca del zócalo
sobre el portal confirman la leyenda augural del oso devorador de hombres y del
buey clemente y manso - Apis era adorado por los egipcios y se convierte en el
toro de San Lucas- que bajo las riendas de un auriga divino se pusieron a
trabajar y aceptaron el yugo, juntas zarpas y testuces. El oso esculpido es
motivo central del tímpano de Santa María de Arbás. El ángel y la bestia pueden
trabajar juntos, combinación de contrarios y emblema del poderío divino para
domar a las fieras y amainar tempestades.
Se cuenta al respecto que una
noche de cellisca un capataz, varón piadoso, favorecido por dotes de
clarividencia y que gozaba de una fuerza física descomunal, escuchó golpes y
mugidos en el muladar. Se levantó de la cama y con un blandón en la mano para
alumbrarse y, en la otra, una estaca
bajó a la cuadra: un oso había penetrado en el redil, había dado cuenta con sus zarpazos de varias
mulas y estaba acabando con la vida de los bueyes. El buen cantero luchó con la
fiera toda la noche a brazo partido. De amanecida, cuando ya lo tenía dominado,
el oso salvaje se tumbó a sus pies y habló con voz humana de esta manera:
- En loor de Santa María, de hoy en adelante dejaré de ser oso y me
transformaré en buey.¡Gloria a la Trinidad Augusta, amen!
Acto seguido le lamió las manos.
El animal, ya del todo domesticado, consintió la armella y , uncido al
yugo de la carreta de los yangüeses, empezó a laborar en el acarreo desde la
mañana siguiente. Participaba en las labores del campo y entraba en la cuadriga
de tiro para el arrastre de las piedras. Esta historia tiene un sabor profético
a los textos de Isaías donde se anuncia claramente que el león se apareará con
el cordero y las lanzas serán convertidas en rejas. En ella, asimismo, se
encuentran resonancias de la leyenda del Lobo de Gubio, amansado por San
Francisco. Es la mejor metáfora del cristianismo, con su poder de
transformación mediante el amor y la palabra.
Como consecuencia de este hecho maravilloso, el cantero se hizo monje
y contaba hasta el final de sus días que aquella noche la Virgen María le había
evitado una muerte segura librándole de las fauces del plantígrado y que este
acto de misericordia sería un presagio de lo acontecería al final de los
tiempos. Las gleras y cantiles de la base de estre monte misterioso, el Ervaso,
donde las noche de luna llena la mole de la cumbre irradia destellos sagrados,
están en el secreto de una promesa de salvación a un mundo convulso y en
crisis. Justo aquí se cerró el paso a las hordas del infiel y el avance
musulmán sobre Europa frenó frente a estos riscos imponente que son avanzada de
Covadonga. En Santa María de Arbás un misterio de viejas promesas nos cerca y
nos vence como le ocurrió al oso devorador. La fuerza bruta tendrá que rendirse
ante la fuerza espiritual. Hay que volver a resaltar esa cualidad del
cisterciense para penetrar en la realidad ultra telúrica, esa energía invisible
que irradia del cosmos, que tienen todos los sitios donde ellos edifican
templos. En parapsicología se denomina psiquismo a este fenómeno
La historia nos embelesa: que una bestia curupia se transforme en
paciente bóvido, se someta a la tralla y la rienda del auriga y entre en razón
es una parábola de la sempiterna lucha contra el dragón. El mito del eterno
retorno. Será el mal domado y acabará tomando el yugo de la virtud. Tendrá que
unirse al proyecto de santificación y transformación de un mundo nuevo. Algunos
apostillarán que el mal no existe, pero esta proposición no es más que una
entimema gratuita.
El Cister recoge el testigo de esa inclinación romana por construir
puentes, alzar estatuas en lugares muy concretos dominados por lo telúrico.
Siente la ergasiomanía del mundo romano, la “cupiditas aedificandi” o fiebre
constructora. Precisamente por de dicho atavismo ergasiomaníaco, o pasión
vehemente por la arquitectura, surgieron las catedrales. La devoción a la
Virgen, como floración o resurgimiento de otras formas de adoración antigua a
Isis, Mitra, Palas Atenea, Cibeles o Afrodita del culto a la fertilidad, movió
el gran impulso, siendo el vértice de apeo entre lo antiguo y lo nuevo. De tal
modo que no haya oposición lógica entre la Mujer que aparece en el Apocalipsis
con la Mujer de esas creencias sincretistas. Después de todo, el papa acaba de
decir que Dios es también femenino.
Aquí, en las alturas cantábricas, se clavó el primer cipo con el
cartel de “No pasarán”. Sus calcaños sujetarán el morro de la bicha. Todos los
pueblos del orbe entonarán cantos de alabanza a la Trinidad. Jesús, hijo de
Dios, a través de María, cancelará la culpa. El triangulo trinitario se
convierte en cuadrilátero. Faltaba un
lado. Para avanzar en el camino de lo perfecto lo par es necesario. Dos,
cuatro, ocho, doce... veinticuatro. Ese número áureo les introdujo a los
cistercienses en la clave del laberinto. María, nombre mágico, se repite a lo
largo de los valles, corona las cimas, elige su trono en los desiertos, colma
de dicha y de armonía los bosques impenetrables. Es sed de belleza y de
infinito. Por eso, decía Papini que todo lo que es bello tiene un entronque
netamente cristiano. De esa belleza sin una aplicación utilitaria no participa
el mundo judío, que es un mundo convulso, terrible, cultor de un dios
vindicativo. Al contrario, en el NT Dios se manifiesta a través del Amor, y
éste no es otra cosa que Verdad y Belleza, los tres ángulos del Ojo que todo lo
ve. El pecado de estos tiempos ha sido la vana observancia de acabar con el
Tabor y volver todos al Sinaí. Se trata de dos compartimentos estancos. Aquello
quedó sobreseído y es por esa incapacidad para el compromiso con cosas que
atañen al legado evangélico por lo que la verdadera Iglesia, que ha desplazado
su epicentro hacia Moscú, donde se han hecho más sanguinarios los zarpazos
indiscriminados de la serpiente, y ya no viene dirigida desde Roma, sede de la
impostura, está siendo perseguida. La primera consecuencia del Vaticano II ha
sido dejar en manos sionistas la Barca del Pescador.
Pero esto no es más que un un accidente.
En santuarios románicos como el
de Arbás parece que el tiempo se para. La muerte es derrotada.
Más cerca del cielo que de la tierra este monasterio en un congosto de
la cordillera, parece que lleva a las estrellas en sus zancajos.
Canteras y torrentes, gleras y algún matorral. El aire se afina. A
horcajadas sobre el lomo de la sierra las filas de roca que bajan en pendiente
forman una protuberancia radial que recuerda a la silla de montar. Un cíclope
invisible ha dejado allá su albarda de rocas por donde desciende la nieve y el
corzo campa. Aquí todo es querencia de techumbres olímpicas. Oteo la figura de
una suerte de sufra geológica que sostiene las varas de una correa de tiro
invisible. Los valles en el regazo de la pendiente seca y pelada forman una
especie de alfamar verde en lo hondo de la roca viva que sirve de cauce al río
Bernésga.
Es un escenario que conviene contemplar en noches de luna llena, con
esas lunas fuertes del septentrión que en el Bierzo parece que nos acercan con
su luz bañada de misterio al tiempo en el que reinaban los gigantes. El arte
románico con su simbología inocente parece capsular el lenguaje telúrico de
estos “arva” en un afán de superación por la senda del camino iniciático. Aquí
las fuerzas de proyección, ascensión y freno parecen haber encontrado techo.
Arbás es una especie de non plus ultra, un no va más de la ruta jacobea. “Per
arva ad astra” (Por los campos altos se sube a las estrellas) que diría
Virgilio. Todo nos habla de esa tensión hacia lo alto, de ese deseo de
superación. Desde aquí casi palpamos la cúspide y nos sentimos reconfortados
los que venimos huyendo de la persecución.
Utilizando medios tan humildes e incluso simbología pagana el mensaje
bíblico y el anuncio de la resurrección parecen entrar por los ojos. Por la
puerta de Baco se entra en la luz de Cristo. El ambiente es de pesadilla, como
una pesadilla. No ha conseguido el cantero un dominio de la perspectiva por lo
que hay una desproporción y una mal trabada melanthesia que tornan monstruosas las representaciones
dionisíacas de hidras, grifos, sierpes, huríes, arpías, cerastes, víboras
cornúpetas, monjes con cabeza de perro, ardientes llamas que son como
convulsiones de las Euménides, y el Mono
de Serapis, del que se dice que era hijo de Cronos, porque establecía el padrón
de división entre los días y las noches. Justo a cada hora orinaba. Este plano
escatológico de parábola iniciática y de jeroglífico se combina con la
cotidianidad más tosca y absoluta - es un arte para entrar por los ojos con
pocos resabios intelectuales- de cosechas y vendimias, frailes que escuchan un
sermón o andan a capítulo como en los cimacios del convento de Santa María de
Nieva. Aquí, en Arbás, todavía no se ha llegado a ese candor. Habrían de pasar
dos siglos. En el mudéjar aragonés a estos elementos figurativos se agrega la
escritura cúfica.
El matiz dionisiaco de los monstruos sagrados que configuran la
iconografía del románico es inalienable. El artista no renuncia a la materia,
expone en toda su crudeza la realidad de la vida, la presencia del mal, la
acción del diablo, pero con ahínco trascendente trata de divinizar esa materia
que se nos ha legado el Salvador. Las alusiones
a sus poderes taumatúrgicos son indeclinables: el pecado se convierte en gracia
santificante. En la piedra está Platón,
Aristóteles y se va al encuentro de las enseñanzas de la cultura del Nilo de la
mano de Hermes Trimegisto, junto con las enseñanzas del Genésis, el Libro de
Ruth y los aforismos de los Doce Profetas. Los círculos se entreveran formando
una pirámide helicoidal. Todo en un revolutum por el que se llega a la verdad
inalienable de la sindéresis cosmogónica. Todo se contradice en apariencia, per
recuperamos el hilo de los razonamientos y vemos que todo cuadra debajo de una
intención devastadora. Nos empapamos de semiótica. Del panteísmo y del Logos
griego arribamos a la exaltación del Cristo en majestad, juez supremo de todas
las cosas, centro inmóvil del movimiento que circula por doquier y estalla en
la música de las esferas. Palpamos, en definitiva, lo inefable.
La Carta de Caridad aspira a la fusión del ámbito de lo sensible, y de
lo ultrasensible, del alma y el cuerpo, del todo y la parte en Cristo Jesús. En
ella se rechazan los postulados de la ley vieja y los errores de Mahoma, mas en
ningún momento se condenaba a los hermanos extraviados del judaísmo o los
adeptos de otras sectas. En casi todos los asentamientos cistercienses aparecen
alarifes moros y banqueros israelitas. Los templarios fueron mucho más allá.
Tras la misa - es una pena que los rituales fueran quemados con Jacques de
Morlay y que ardieran con él en la pira de la Bastilla en 1315- rezaban en
comunidad junto con la oración a San Miguel, protector de iglesia y sinagoga,
el “Escucha Israel” de los rabinos y la” alfadía” que repiten cinco veces al
día los cadíes . No se practicaba la intolerancia étnica o racista, pues todos
los hombres somos iguales, redimidos por la sangre del Salvador. Ese fue el primer gran hallazgo de los
cruzados, pero, con arreglo al espíritu de la época, en caso de ataque
defendían la fe con la espada. A lo largo de la ruta de las peregrinaciones
sobre todo en el camino de Santiago fue erigido un glacis de protección a los caminantes.
Las ordenes militares se encargaron durante siglos de esa protección
permanente, y, cuando asomaba en lontananza el almoflate o trinquete de la
Media Luna, subiendo por el sur, y la línea del horizonte se convertía en un
bosque de lanzas , de rodelas y aljubas, sonaba el toque de llamada al grito de
Santiago cierra a España, y monjes y soldados convocaban a la hueste para
aprestarse a la defensa. El santo y seña santiaguista se contraponía al que
proferían los almuedenes desde lo alto de las mezquitas “yilla ilah alá”. Se
pensaba a pie juntillas - creencia seguramente esotérica- que el Hijo del
Trueno defendería a los que llevaban la cruz encarnada a manera de peto sobre
su brial. Ciertamente, el grito olímpico de “Santiago cierra España” fue el
muro contra el que se estrellaron las pretensiones de conquista del Islam que
sonó desde poternas y barbacanas de los
monasterios almenados.
Aquellos frailes hacían la guerra defensiva pero nunca practicaban el
derrotismo psicológico que pavorosamente agarrota a la cristiandad al día de
hoy. Moros y judíos preferían vivir aparte segregados en sus aljamas con
arreglo a sus costumbres y sus propios códigos legales. No eran molestados para
nada. De no haber sido por ese espíritu tolerante, no hubiese cabido esa
interacción tan fructífera que ha dejado poso a lo largo de los siglos en
nuestra forma de ser: cientos de palabras de origen semita, multitud de
costumbres, supersticiones, creencias. No. La barbarie no es cristiana. Y ahí
están, para probarlo, la Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada. Son
ilusos los que consideran que Mahoma es tolerante, cuando desde Despeñaperros
para abajo apenas quedan vestigios arquitectónicos de la importante cultura
bizantina antes y después de la fecha fatídica del 711, mientras que, desde la
sierra de Guadarrama hacia el Duero son muchos más importantes los vestigios
que se conservan. La jarca, cuando llegaba, arrasaba, talaba e imponía la cuna
coránica que empieza a mostrar su talante exclusivista desde la primera sura:”
No hay otro dios que Alá, y Mahoma es su profeta”, una ley que allí donde llega
tratará de imponerse, o por las buenas o por las malas.
Por eso, encuentro una verdadera gracia divina mi acercamiento en
peregrinación al Paso de Arbás . Su presencia es un símbolo que alza su
espadaña de advertencia a la apostasía y a las maulas en que nos hacen vivir
los herederos de don Opas. La mentira y la credulidad fueron la llave de la
traición que abrió la puerta de España a los sarracenos. Me parece que en forma
de nube la sombra de Don Rodrigo se pasea por las cumbres vírgenes de Peña
Urbina cantándole estrofas plañideras a su Cava. Por una hurí casquivana y un rey atolondrado vino a perderse España.
Sin embargo, en este verano último del siglo, de eclipses y de impasses, se
alza la sombra de protección de este adoratorio, que abre la puerta al helicón
astur, como un bastión eterno. Quizás las campanas desmelenadas tengan que
volver a expandir por la campiña su mensaje de bronce, tocando al arrebato al
son de “Santiago cierra, España”. No se trata de un grito agorero. Es casi una
premonición. ¡Y que Santa María nos valga!
*********
******
***
*
CAPÍTULO
IV
CATALINA DE SIENA Y LA DOCTRINA SOBRE EL PURGATORIO
* una vida llena de raptos, clarividencias y otros prodigios.
* Santa Catalina es una demostración de cómo Dios se revela a los
humildes y se oculta a los soberbios, poderosos y sabios de este mundo.
* Salvó a la SRI en un tiempo tan difícil como fue el Cisma de
Occidente. Sus oraciones sirvieron para que el papa Gregorio XI se restituyera
de nuevo a Roma.
***
En mi corazón no hay diferencia de sexos. Yo fui el que hizo al ser
humano varón y hembra y para mí no hay distingos ni condiciones - le decía un día el Señor a
Catalina de Siena en aparición particular -. Y
yo hago lo que quiero. Por eso, deseo que sepas que en estos tiempos el
orgullo de los hombres se ha hecho tan grande, especialmente el de aquellos que
se creen sabios y discretos, que mi justicia ya no puede resistirlos y está a
punto de confundirles mediante un justo juicio. Pero, como la misericordia está en mí siempre al lado de
la justicia, quiero antes darles un aviso para que se reconozcan y se humillen,
como hicieron los judíos y gentiles cuando les envié personas ignorantes, pero
a quienes había yo llenado de sabiduría. Sí; yo les enviaré mujeres débiles e
ignorantes por naturaleza pero prudentes y poderosas con el auxilio de mi
gracia para confundir su ignorancia. Si reconocen el estado de locura en que se
encuentran, si se humillan, aprovechandose de las instrucciones que les enviaré
a través de mis mensajeros débiles, tendré misericordia de ellos “[13]
Este párrafo encierra la clave para comprender el proceso misterioso
de las apariciones en la Iglesia Católica y el controvertido tema de las Mariofanías, desde la de la Salette a la de
Lourdes, pasando por Fátima, El Escorial, Medjiogore y otros muchos lugares
donde se registran episodios preternaturales. Aunque es una capucha muy amplia,
en el que puede esconderse de todo; desde la fraudulencia al misticismo.
Está claro que Dios no puede utilizar el mismo lenguaje que el de los hombres.
Que nos movemos en un plano convencional. No hay visiones oculares apenas, sino
intelectuales. La gracia del contacto físico con la deidad muy pocos la han
tenido verdaderamente.
Hecha esta observación, hay que decir que no se puede entender la Redención ni incluso
el Covenant sin esta predilección que muestra la Sabiduría Increada por los
pobres, por la más abyecto y despreciado. Es una convocatoria a las nupcias
espirituales del divino novio con las almas de su dilección. Él al que escoge,
lo escoge. Con las escurriduras y detritos
vuestros, y las piedras que vosotros rechazabais, yo formé mi templo.
Seleccioné con los sillares que vosotros mandabais al estercolero mis columnas
foreras. Fueron los pobres los arcos basales del edificio de la redención. Dios
nos lo advierte. El Dios de los milagros y de la intervención de su potestad
para abrogar momentáneamente las reglas por su augusto designio arbitradas es y
está, mal que les pese a muchos positivistas fanáticos y blasfemos, ebrios de
racionalismo y de cordura. Nunca sabrán entender las locuras del Espíritu
Santo.
El caso de esta sencilla burguesa, hija de un tintorero de origen
mahometano y convertido al cristianismo viene a corroborar lo afirmado. Hay que
tener en cuenta que la SRI (iglesia Romana) atravesaba por una de las crisis
más profundas que se habían conocido. La humilde virgen toscana recibió el
designio del Señor para hacer las veces de embajadora y plenipotenciaria de sus
deseos ante los grandes de la tierra, papas, cardenales, reyes. Su cometido fue
acabar con el denominado cisma de Occidente. Estaba secuestrado el Romano
Pontífice en el destierro de Aviñón. Las reformas de dominicos y de
franciscanos no habían sido óbice para que Roma fuera un ahechadero de
corrupciones, simonías, salacidades, incluso crímenes. Tanto fue así que esta
“ignorante”, cuando fue a entrevistarse con el pontífice a la sazón reinante en
Aviñón, Gregorio XI, un francés que no sabía italiano, saludó al vicario con
estas palabras:
- Debo de declarar que Roma está infectada de vicios, Santidad.
El papa guardó silencio.
Dos siglos antes, otro monje de
gran inocencia de vida, reprendía al todopoderoso Eugenio III con un réspice
que debería dar que pensar y recapacitar a los que, en un deseo, quizás loable
de defender al vicario de Jesús para ponerle a cobro de sus enemigos, quieren
mermar la santidad de la doctrina de aquel que lo ha escogido para el gobierno
de su grey y le dijo:
- ¿No os dais cuenta, Padre Santo, que no sois más que polvo vilísimo
y que dentro de seis meses estaréis siendo pasto de gusanos?
Era Bernardo de Claraval
Catalina de Siena una pobre mujercita fue la escogida para enderezar
los caminos torcidos tras el llamado Cisma de Occidente. Por encima de hagiógrafos y detractores,
resulta un hecho incontrastable y un claro ejemplo de lo mucho que puede Dios.
La entereza de esta hija de Sto. Domingo
que iba por Italia predicando la penitencia, dejando una estela de
santidad y de conversiones (sus seguidores eran los famosos “ caterinati” incondicionales,
gente aventurera o de aluvión, el equivalente a los “ yurodivi” rusos, practicantes de la
negación total, incluso la de la propia honra y practicantes de la “ kenosis” o
autoaniquilamiento. Eran los locos de
Cristo, el cual tantas veces en la historia toma por la senda menos convencional
y se une al grupo de los pobres, de los desposeídos, de los borrachos) demuestra que el sometimiento a la voluntad
divina por parte de aquellos que siguen al Salvador y tratan de imitarle en la
inocencia de vida ha de tener prelación sobre la autoridad humana. Dicho de
otra manera- una vez más - Dios escribe con renglones torcidos al derecho y
confunde a los soberbios, hace ludibrio de los poderosos y se muestra como el
verdadero Señor de Israel de la forma más inesperada. Como cantó María de Nazaret
en el “ Magníficat”.
Taumaturgia.
Un rosario de prodigios y de predilecciones celestiales encauza la vida de esta sierva de Dios. Su biografía
parece increíble vista desde la perspectiva de 1999 cuando las mujeres se
engríen, se fomenta el adulterio y es de buen tono incluso la fornicación.
Empiezo a escribir este estudio el primero de diciembre en que celebramos el
Día Mundial del Sida, cuando todo el mundo es solidario, pero nadie se
arrepiente. Ayúdame, Catalina, virgen de
Cristo, a hacer una canto a la castidad tan necesaria en estos tiempos y
enseñame la humildad de no tener que callarme, acomodaticio, ante los
improperios, transgresiones y pecados de omisión. Rodeado por ellos vivo.
Nació en Siena, ciudad toscana, en 1347. Su madre se llamaba Lapa y su
padre Jacobo Benincasim. Vino al mundo en un parto doble, que hacía el número
veinticuatro de una vasta prole habida de la unión del tintorero y Lapa, una
mujer de singular belleza. La madre era una gran vividora y tenía mucho miedo a
la muerte. Pero un milagro de su hija haría que Lapa pudiera alcanzar edad
provecta. Sin embargo, esta prolongación
de la existencia no fue un don sino una especie de castigo, porque vio morir a
muchos de los suyos, cosa que lleno de tristeza los últimos días de la anciana,
como más adelante se verá.
Su hermana mielga se llamaba
Juana. De niña era tan rica y graciosa
que sus padres la llamaban Eufrosine,
que en griego significa alegría, encanto, porque ya en aquella edad tierna era el encanto y la alegría de los que
la miraban. A los tres años se sabía el Ave María. Sus juegos no eran con
muñecas sino con cromos de santos ,y a los ocho años quiso huir, como Teresa de
Avila, al desierto; poco después, formula el voto de castidad ante un icono de
la Madona con la siguiente fórmula: “ Prometo ser siempre tu esposa, Jesús
Salvador y conservarme sin mancha “. Desde los ocho años en que profesa este
voto de virginidad hasta la hora de la muerte, a los treinta y tres, nunca
faltó a su promesa, ni cometió pecado de impureza. Lo proclamó en su agitada
agonía, cuando los diablos, que habían sido contumaces adversarios toda la
vida, no quisieron dejarla en paz ni en su lecho de muerte. El tránsito no fue
dulce, ni mucho menos. Rara vez los escogidos gozan de una muerte beatífica. Han
de pelear hasta el fin. Eso le ocurrió a Teresa de Lisieux, al cura de Ars y a
la ilustre y tantas veces rememorada mentada Teresa de Avila. Es un rasgo de
los grandes taumaturgos. Francisco de
Asís, muerto de tracoma a los treinta y tres años, permaneció delirando siete
día consecutivos hasta rendir el último suspiro. Mucho tuvo que sufrir en
embestidas del diablo, pero, con la ayuda del Señor pasó la prueba. A Teresita
los demonios en su lecho final le
tentaban con la obsesión de que no había otra vida. Sentía una angustia terrible, pero, cuando exhaló el
postrer aliento, una paloma se posó en el alfeizar de la celda, derramándose
por toda la estancia una fragancia de aromas exquisitos. Los mayores santos son
hostigados con dudas y con vacilaciones hasta el final.
Pronto empezaron las grandes penitencias. Permanecía todas la semana
sin comer. Dormía en el suelo con una piedra por almohada y una cadena de
hierro la llevaba arrollada a la cintura a modo de cilicio. Su madre que quería
casarla con un rico mercader de Siena no desperdiciaba la ocasión de humillarla
en público. En cierta ocasión, la arrastró por el suelo, cuando, después de
mandarle quitar la toca, vio que Catalina, en señal de penitencia se había
tonsurado los cabellos.
Esta oposición materna, con ser empecinada, también la consiguió
vencer, aunque su madre era partidaria de que contrajese matrimonio con uno de
sus muchos pretendientes. Se dice de ella que no era hermosa, pero que tenía un
algo especial. Su voluntad era de hierro. Hubo de huir de casa. Solamente un
puñetazo en la mesa dado por su padre, el buen tintorero de Siena, al cual
amaría tanto nuestra Catalina, conseguiría vencer la oposición materna al
monacato.
- Catalina es libre. Podrá hacer lo que quiera.. Dejadla ir a su aire.
Profesó en la Orden Tercera de
Sto. Domingo de Guzmán. Las dominicas estaban siendo un revulsivo contra la
depravación de costumbres. Sus conventos eran viveros de misticismo donde se
contemplaba los grandes movimientos de la reforma, cuando la cristiandad se
encontraba sumida en las tinieblas del cisma, provocado por Clemente V..
Dieron comienzo otras pruebas.
El Divino Esposo le regala con todo género de gracias especiales y de visiones,
pero la santa duda de si todo esa clase de prodigios no pudiera ser artificio
del enemigo de los hombres y Jesús le pone a prueba. Le dijo que para saber
distinguir los milagros de Dios de los del Maligno hay que empezar por
aborrecer toda vanidad, por mortificarse y por morir a sí mismo (kenosis,
que viene kεvωσ, y significa vacío, exinanición contigo). Si alguien
siente algo así como halagos y le gusta tener fama de santo, ello no es buen
signo. Los favores celestiales empiezan
siendo pruebas, amarguras, crucifixiones, oprobios y más tarde se
transforman en bendiciones. Antes, ha de morir el yo. Hay que despojarse de uno
mismo. La ruta angosta por la cual lleva Jesús a los que elige es así de
sorprendente, y casi siempre siguiendo los mismos pasos. Dios puede llegar a
parecer desconcertante. Nadie puede poner puertas al campo. Su actuación sobre
las almas a las que aparta para las nupcias espirituales resulta inquietante y
alborotadora desde el punto de vista de la prudencia de la carne y de los
respetos humanos. Es en virtud de este misterio carismático que vuelve
inexpugnable e indomeñable al cristianismo, fuerza de redención y nunca de
condenación. No queráis clasificarlo, ni ponerle etiquetas, porque el
Omnipotente se sale del fichero. Él es el Amor invencible.
En la ciudad de Siena pronto empieza a cundir su fama de taumaturga.
Para unos se convierte en piedra de escándalo, para otros en paradigma
prodigioso del Espíritu de Dios. A
cierta mujer que tenía lepra acude todos los días a cuidarla. Besaba sus heridas
y para vencer el asco y el horror que le inspiraba la enferma Catalina llega
sorberse los humores que manan de las pústulas. Al cabo de tres semanas, ella
misma se contagia de la enfermedad de su
paciente, pero, cuando ésta, que había pagado con ingratitud sus desvelos,
entra en coma, de repente, la lepra de Catalina desaparece. En otra ocasión es
una cancerosa, Teca, una beguina, del convento de las Hermanas de la Pobreza de
San Francisco. Sus llagas despedían un hedor que tiraba para atrás. En su
cámara olía a perros muertos; nadie era capaz de subir a cuidarla. La cancerosa
aparte de estar enferma, era una infame.
Injuriaba a su enfermera diciendo cosas terribles, incluso llegando a atacarla
- era una añagaza del artero y malvado Padre de la Mentira que urde los más burdas acrimonias con tal de confundir a las almas - por el flanco que más
le dolía, y que era la virtud de la continencia. Un día que subió un poco tarde
a cambiarle los apósitos, le dijo sin ningún remilgo Lapa:
- Mucho tardaste, Catalina en venir. Por lo que veo, te gusto yo menos
que tus frailes. ¿ No es el padre prior uno de los que te sofaldan y tú te dejas hacer? ¡Porque te gusta eh! ¡
Así prolongas tanto la acción de gracias después de la misa!
- Hermana. ¡ Por Dios! ¡ No diga eso!
Sin embargo, la enferma no dejó que increparle todos los días con sus
embustes y falsos testimonios, acusandole de haber faltado a su voto de pureza
formulado ante el altar de la Virgen, cuando Catalina tenía ocho años. Ella no
era una de aquellas beguinas celestinescas que en aquellos años acababan
liándose con algún fraile. El pecado de impureza encubierto y la hipocresía
sigue siendo una cuestión pendiente, y sin solución, dentro de los muchos males
que afligen a la Iglesia latina y hoy, con la impostura picando a las puertas
de Occidente, arrecian.
Venciendo el asco que le
inspiraban aquella boca y aquel cuerpo hediondo, no dejó por eso de acercarse a
asistirla. Recibía los improperios de la paciente con una serenidad augusta de
cariátide griega. Un día le dijo:
- Yo te perdono y Cristo te perdona, hermana mía, porque no eres tú la
que dice esas barbaridades; es Satanás quien las inspira y quiere entrar en ti.
Como prueba de inocencia y de vida inmaculada,
yo te ordeno que dejes el cuerpo de esta mujer.
Catalina hizo un milagro. La pobre encancerada, libre ya del zaratán
que la tuvo a las puertas de la muerte, se arrojó a sus pies y pidió perdón a
la santa y fue por toda Italia peregrinando como penitente y cantando las
alabanzas de la Rosa mística de Siena, a través de cuya intercesión estaba
obrando el Señor tantos prodigios. Se unió al grupo de Lisia y de Alessia, de
Pietro y de Tomasso, los otros “ caterinati”.
Su caridad y amor al prójimo, a toda prueba, fueron demostrados en
otras ocasiones, cuando siguiendo el ejemplo de otros grandes santos
caritativos, como Martín de Tours y Nicolás de Mira, se quedó en cueros
literalmente para vestir al desnudo. Para ella tenía prelación la caridad sobre
la modestia. Sólo santos taumaturgos como ella fueron capaces de tanto
heroísmo. No conocía cortapisas, porque ella capaz de decirle al jefe de los
sacerdotes lo que los apóstoles: “ Es
mejor obedecer a Dios que a los hombres[14]
y éste fue un poco el misterio en el cual se sustenta toda la grandeza de su
personalidad. Era Catalina una italiana de rompe y rasga, partidaria del todo o
nada, nunca las medias tintas. Una rebelde a lo divino. Tenía un fuerte
carácter, aunque también, llegada la ocasión, sabía ser diplomática.
Éxtasis
Ni médicos ni psiquiatras se han puesto de acuerdo a la hora de
esclarecer y estudiar debidamente estos fenómenos misteriosos de catalepsia. El
arrobo místico, cuando es verdadero y no fingido, se escapa a cualquier
lucubración científica. Es la cumbre del rapto, la quinta morada de la comunión
espiritual con el Amado, como demuestra el estudio de la vida de los místicos.
Francisco de Asís experimentó la vulneración. Esto es: experimentó sobre su
propia carne la herida en el costado infligida a Jesús en el Calvario. Como Pablo de Tarso. Teresa de Jesús padeció
la transverberación. Su corazón fue traspasado por una ángel. El caso de
Catalina de Siena es más singular, pero no menos sorprendente. Un día le fue
arrebatado el corazón por el Esposo. De resultas de aquel acto de entrega, le
quedó en el pecho una enorme cicatriz que vieron algunas monjas de su orden, y
atestiguarían más tarde en el proceso de canonización (subió a los altares en
1411) su confesor fray Tomás y sus biógrafos. En este hecho se cimienta la
devoción cordimariana y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús populares en
Francia durante el siglo XVIII. Al ir a comulgar Catalina - el fenómeno se
repite con Margarita María de Alacoque - veía como un brasero u horno encendido
que le entregaba el sacerdote celebrante.
La devoción eucarística tiene un fuerte implante en la Edad Media. Es
el acicate contra la herejía de los cátaros o albigenses, inspirados en las doctrinas del herético
Berengario. Es una forma de manifestarse
Dios a través de una grandeza que muy pocos comprenden. La palabra eucaristía proviene del griego ; significa
acción de gracias y agrado, satisfacción
consigo mismo y con los demás. Es el principal sacramento de la Iglesia basado
en las palabras de Cristo en la última cena, aunque el misterio de la
transubstanciación choque con los que en teología han defendido el concepto de
memorial o remembranza, y todavía algunas incógnitas no hayan quedado
despejadas . El triunfo de la eucaristía se produce precisamente cuando el
Islam y el Imperio otomano estaban arrasando media Europa. El Islam considera
un sacrilegio, algo inconcebible, que alguien pueda mascar y comer al propio
Dios. ¿ Pero no forma parte este fenómeno de uno de los grandes arcanos del
Mandamiento Nuevo, y de la Religión del Amor? Que sea la hija de un italiano de
origen morisco, Giacomo Benincasim, quien defienda la transubstanciación en un
tiempo en el cual los sacerdotes no celebraban ni consagraban todos los días y
que ella durante cuaresmas enteras no probase otro alimento que la hostia
consagrada resulta un hecho significativo y singular.
Sin embargo, el dogma de la eucaristía no forma parte del cuerpo de
doctrinas de la Iglesia hasta Santo Tomás de Aquino, su gran impulsor en
Europa. A este otro santo italiano se debe la maravillosa teología de la
transubstanciación. En Oriente había formado parte del corpus de la fe, pero no
de forma tan radical. Para ellos eulogía
y eucaristía son partes del mismo todo. Quizás algunos , más papistas
que el papa, debieran de mirar para los hermanos separados, que siempre han
mantenido una práctica más comedida, menos dogmática, y por tanto más
cristiana, al respecto. No se puede matar por esta cuestión y precisamente una
de las cuestiones que alimentan la maquinaria trepidante de las guerras
religiosas de la edad moderna, fue la disputa real entre católicos y luteranos
sobre la presencia real o rememorada de Cristo en el pan y en el vino
consagrados. Los bizantinos, siempre recalcitrantes a todo anatema, defienden
esta creencia por la Tradición, pero , nacida de un compromiso de fe
voluntaria. Más bien como practica piadosa. Sin embargo, desde los primeros
siglos, los sacerdotes han repetido la formula maravillosa de “ Este es mi
cuerpo y esta es mi sangre”.
Durante los primeros siglos de
la Iglesia, los cristianos se reunían para las comidas en común que eran ágapes
y que tenían carácter funerario. Las
misas en la Alta Edad Media se celebran al calor convival y no es tanto el
hecho físico de la degustación del cuerpo de Cristo como la celebración del
memorial de su pasión. En los primeros siglos la palabra “eucaristía” y “eulogía” (pan bendito que hace hablar
bien) se entreveran. En la actualidad, al socaire de influencias protestantes, se habla en la
Iglesia de conmemoración de la Cena y los teólogos incomprensiblemente parecen
haber aparcado la cuestión de la transubstanciación bajo las dos especies. Esté
o no esté de una forma real o simbólica, el hecho es que Cristo vive en el
mundo. Su espíritu es indestructible.
Para la tranquilidad de algunos que nos puedan considerar sospechosos
de herejía, adveramos que únicamente en la Santa Iglesia Ortodoxa, donde se
siguen comulgando bajo las dos especies, la consagración se lleva a cabo,
conforme a las rúbricas exactas y antiguas de las Cartas Apostólicas, no de
espaldas a la cruz, sino en el interior del iconostasio, que es el “ sancta
sanctórum” donde se consuma este milagro diario, pero nada rutinario, de la
redención. Las rúbricas litúrgicas incoadas con motivo de las disposiciones del
Vaticano II, por desgracia, acercaron la postura católica a la
protestante. Lutero, que en tantas y
tantas cosas llevaba razón, cometió un error mayúsculo en este tema glorioso de
la conversión absoluta del pan y del vino en la sangre de J.C. El agustino alemán mentía por toda la barba.
Marró de punto a punto. Pero seguramente Dios le ha perdonado. No protestaba
contra Dios sino contra los abusos cometidos por aquellos que se dicen sus
vicarios y ministros.
Contemplados los hechos al trasluz de los siglos, se observan que las
devociones, como cosa humana, vienen y van con arreglo a las apetencias, modas
y gustos. También los hombres vienen y van. Sólo Cristo permanece. ¿ Cómo dar
cumplida interpretación a lo que parece una demasía inefable de los santos?
Estos desaforados casos pertenecen a la cumbre mística, algo impenetrable. Con
ojos humano, discutible, pero nunca a la luz de las cosas de los espíritus.
Muchos santos estaban locos. Eran unos
orates de Jesús y así se explica esta devoción cordimariana o mesiánica que ahora podrá encontrarse en crisis, no en
sí misma, sino por causas extrínsecas. El corazón de Jesús es un baluarte de
amor contra el odio, un refugio en la
promesa. Esta categoría es ineluctable y permanece inalterable, pero siempre
merece la pena estudiar estos fenómenos en el contexto del que irradian.
Para entender el amor de Cristo uno de los personajes más maravillosos
del Evangelio es María Magdalena, la mujer pública, que unge sus pies y le
llama rabonni “ maestro mío”, la que
pecó pero que permanecería luego treinta y tres años en el desierto sin probar
bocado, alimentandose sólo de la eucaristía que le llevaban los sacerdotes.
Eucaristía, Tebaida, el cuervo de San Antonio, las disciplinas de San Arsenio y
San Pacomio, las barbas de Macario y de Hilario entran en juego para explicar
este rapto de amor. La Huida al desierto. El cuerpo de Cristo que nutre a los
penitentes y les infunde fuerzas para vivir, sin necesitar de tener necesidad
de otro alimento humano. La alemana
Teresa Neumann, que es relativamente moderna, se tiraría treinta y tres años sin probar otro alimento
que la hostia consagrada. Pero, metidos en interrogantes, ¿ donde acaba el
fervor, la verdadera santidad, y dónde se da pábulo al exceso? He ahí la gran
interrogante de una cuestión maravillosa. Estos excesos pondrían en pie de
guerra, en parte justificadamente, a los hijos de Lutero, pero, en contra de lo
que consideran algunos descreídos, el verdadero misticismo arroja como
característica la posibilidad de que se den todos esos imposibles, tales
atropellos y descarríos del amor (el que ama nunca se equivoca) que demuestran
la índole esotérica y sobrenatural, irreducible, de la religión del Galileo, la
cual marcha por la historia entre las
luces y las sombras de la exaltación, la contraofensiva, a contrapelo de la
soberbia humana y a veces del fanatismo. Porque el pecado forma parte de la
índole del hombre. No tomemos al hombre
demasiado en serio. Sólo nuestro pantocrátor es Cristo y es en su nombre que se
producen estas locuras, estos milagros del amor. En esos pobres locos se
manifiesta el espíritu divino. Las apostillas, las acusaciones, los anatemas
pertenecen al cosmocrator, esto es:
al Malo. Y Cristo lo derrotó, porque impugnaba el reino de Dios.
A nuestra religión los
acaramelados e insípidos hagiógrafos con buena o mala intención, pero poco objetivos, la hacen un flaco favor. Sin embargo, estos
casos de exaltación demuestran que somos algo más que un conjunto de huesos,
tejidos y arterias. Mediante la virtud y la renuncia a sí mismos, el hombre y la mujer pueden llegar a
semejarse a los propios angeles. ¿ Por qué no lo intentamos? Los frescos
bizantinos y las maravillosas composiciones de Fr Angélico invalidan la tesis
del evolucionismo de Darwin. Mediante el
poder de la voluntad y la gracia divina el ser humano sería capaz de zafarse de
las constricciones alienantes que sujetan su instinto a la materia. La dulce
Eufrosine es un señuelo que convoca hacia esa excelsitud que trae al pairo al
hombre del fin milenio, que ha perdido el sabor y el saber por las cosas de
Dios y se animaliza sin remedio, porque el materialismo le dice que no tiene por
qué creer en aquello que se tiende más allá del alcance de la vista. Ella
representa el perfume imperecedero de las almas escogidas, del justo de Israel
que se mantiene inmaculado en el fango que lo rodea.
Su nombre va asociado al del lirio, como el color siena que expresa
una estética de delicadezas tersuras donde la neta exactitud y la beatitud se
dan la mano debajo de las arcadas
pintadas por Fr Angélico para enmarcar sus cuadros, que no son otras
cosas que seráficas representaciones de
la vida celeste, entrevistas por un agujero. Todo tiene la fragancia de la
calta y la azucena de los huertos amados, de los pensiles no hollados donde
aparecen ángeles de alas tersas y expresión serena y Vírgenes que desde su
regazo entregan al mundo la belleza de sus desposorios con el Verbo Encarnado.
¿ Cómo podremos vivir y respirar sin esas exageradas demasías de la devoción
apoteósica del espíritu europeo, de su cultura, de su arte, de su recogimiento
y de su silencio?
Catalina, estigmatizada por la lanza de Longinos, es un dechado de las
perfecciones femeninas, en las cuales parece haber dejado de creer la mujer de
hoy. No importa. Ella sigue representando en su magnitud el heroísmo de Ester,
la belleza de Judith, el amor y la simpatía de Rut y de Rebeca. Hay en todas
estas cosas muchos del yo místico que desconocen aquellos que no han tenido el
gusto de ser partícipes de tales experiencias. La perfección, tal y conforme la
venimos entendiendo la santidad, no es una perfección de nimbo y de hornacina a
la medida. Dios conoce el modo de romper todos los moldes. En todo santo habrá
siempre algo de iconoclasta. Ellos - para eso están ahí - siempre tuvieron a gala poner las cosas del revés.
Esta rebeldía de la santidad tiene mucho que ver con el duelo de muerte que libra Cristo contra el
diablo, las fuerzas oscuras y la soberbia del mundo.
Sólo vivió treinta y tres años, la edad de Jesús y los que María
Egipciaca, su prototipo, pasó en la Tebaida. La familiaridad con los ángeles y
con los santos era en ella un hecho habitual. Una de las cosas que explica la
angustia imperante es la ausencia o el silencio de Dios; un problema que no
existe para el hombre o la mujer de fe. Hoy se aceptan los trucos de la
televisión o las bizarrías del mago David Copperfield, se piensa que es dogma
de fe todo lo que alienta detrás de las candilejas midriáticas. A muchos se les
dilata la pupila y los dedos se vuelven huéspedes a la vista del boato y de la
pompa terrenal. Algunos periodistas y personalidades televisivas son aceptados
como oráculos. Su algarabía no deja que hablen los santos. Expresamente, se
opta por la algarabía de los charlatanes. Por lo general son gente vacía.
Vivimos en un mundo virtual en el cual el dinero, que es algo místico y
cabalístico, es el único dogma. Sin embargo, no se admite que el Creador pueda
dirigirse a sus criaturas, que pueda Dios hablar y aparecerse a una pobre
sirvienta cuyos mensajes no son de
recibo porque quebrantan los esquemas preconcebidos. Una santa como Catalina de
Siena demostró que Él es el que Es y Está. Siempre Estará. Representa un hecho
de la cotidianidad por encima de supersticiones, brujerías y ensalmos, aunque
por supuesto tenemos que aceptar la existencia de una divinidad subjetiva, a la
que se puede acceder razonablemente por los caminos de la ciencia contrastada y
la objetividad. Lo que Dios no tolera es a los tibios, a los que no toman
partido. A ellos los empezará a arrojar de su boca.
El que el Apóstol de los Gentiles la echase un rapapolvos para mirar
para otra parte y distraerse durante un éxtasis, no deja de revestir un hecho
ingenuo del cual Catalina saca partido cuando explica en una de sus cartas que” si la cólera de Pablo fue para mí un hecho
terrible, ¿ qué no sería el rechazo de Jesús con los condenados el Día del
Juicio Final?”.
Pablo hace honor a su fama de
vehemente e impulsivo en este retrato que de su persona realiza la monja
dominica italiana.
Gregorio Marañón, al que apasionaron de siempre los fenómenos
paranormales, dice que la raya de
separación entre el fervor y la superchería es casi imperceptible. De ahí que
en el siglo XVII español proliferaran tantos alumbrados o místicos de
pacotilla. Un místico y un iluminado se parecen mucho, pero el primero refleja
un convencimiento mientras en el otro los fenómenos preternaturales responden a una enajenación
de las potencias, a intervención diabólica. Sin embargo, todo iluminado nunca
dejará de ser un místico, aunque de segunda categoría. En la realidad él ve
cosas que otros no ven. Para el hombre de hoy estos ringorrangos pueden sonar a
denuestos del agua y del vino, pero el medieval, que vivía y moría empapado de
teología, se encontraba incurso en la problemática. Nada tiene de particular,
pues, que a una santa otro de la corte celestial la reconviniere y a una iluminada - pasó con la Beata de
Piedrahita - se le ocurriese apostrofar a la Virgen llena de celos místicos por
haber concebido del Espíritu Santo. “ Tú
fuiste su madre, pero yo soy su mujer “ le dice la exaltada nuera a la
Madre que calla. Paradójicas situaciones
como ésta se han venido dando con frecuencia en los conventos femeninos y
Teresa, que era una gran experta en estos negocios de raptos y arrobos,
visiones, premoniciones y avisos, pero que, conociendo a las mujeres, despreciaba la beatería y el iluminismo, pone
en guardia contra tales desvaríos. Las visiones y raptos de Catalina de Siena,
por estrambóticos o exagerados que parezcan, responden a un hecho real e
incontrovertible: su amor a Cristo y su amor a la Iglesia.
Teóloga.
Mas
dejemos todos estos episodios.
En mística la frondosidad no
permite ver el bosque. Son cuestiones casuísticas que no llevan a ninguna
parte. Pocos sabrán que la gran doctora de la Iglesia - después lo han sido
Teresa de Avila y Teresa de Lisieux -, era semi analfabeta. Son curiosas las
grafías que la Doctora Abulense nos lega en sus escritos en sus extrañas citas
incorrectas en latín, lengua con la que tenía no pocas dificultades, pero que
en su desacuerdo con las normas gramaticales son un tesoro para estudiar la evolución
prosódica durante la Edad Media de la
lengua de Virgilio. Así cuando dice, parafraseando el Libro de Salmos:” laetatus sum in is qui dixerunt mihiqui in
domun Domine ibimus..(sic). También, tenemos el caso de Sor María de Ágreda
quien en sus escritos sobre la Mística Ciudad de Dios y la Vida de la Virgen
despliega una serie de conocimientos teológicos, tan profundos, que no pueden
ser patrimonio de la propia industria y el estudio personal y concienzudo sino
de la ciencia infusa. Catalina, por su
parte, que aprendió a leer a los
veintiún años, también parece ser que recibió sus conocimientos bebiendo
directamente en las fuentes del torrente divino. Por lo que, siguiendo la línea
de otras “ iluminadas carismáticas”, sus escritos despliegan un conocimiento de
los intrincados problemas teológicos, como el de la Trinidad, que pasman. Esta
pobre muchacha toscana tuvo el don de la ciencia infusa, la penetración de
conciencias y el carisma que se derivó del Cenáculo: la xenoglosia, lo que
turbaba tanto al papa Gregorio IX, que llegó a “ temerla “ y a los príncipes y
reyes de su tiempo. “ Dios me dio el don de lenguas para confundir la
arrogancia de los poderosos”.
A Catalina de Siena le debe la
Iglesia Católica el Dogma del Purgatorio. Dante con su “ Divina Comedia “
contribuyó a esparcirlo de una forma indeleble por la mentalidad del hombre
occidental, pero esta monja, por así decirlo, fue la gran descubridora de los
novísimos. Ocurrió a raíz de una ocasión en que a causa de sus numerosas
enfermedades estuvo de cuerpo presente y a punto de ser enterrada. Su espíritu,
rotas las mortales ligaduras, se había elevado a la región excelsa, de la que
no se vuelve y en la cual no existe noción de tiempo. Hasta aquí nadie había
hablado del Purgatorio con tanta precisión y conocimiento de causa. Cuando
estuvo tres días en el vientre de la ballena, fue arrebatada por el ángel. Mientras, deudos y amistades la lloraban y
preparaban las exequias. Su madre, Teca, recibía a las notables de la ciudad de
Siena, que se agolpaba a las puertas del domicilio de los Benincasim para
testimoniar su pésame. Es así como
describe la visión que tuvo cuando estuvo “ tres días en el vientre de la
ballena “el confesor y biógrafo de Catalina de Siena, San Francisco Capúa:
Mi alma penetró en un mundo desconocido y vio el premio de los justos
y el castigo de los pecadores. Pero aquí me falla la memoria y la pobreza del
lenguaje me impide hacer una descripción adecuada de las cosas. Sin embargo,
tengo la seguridad de que contemplé la esencia divina y por eso sufro ahora
tanto al verme de nuevo encadenada al cuerpo. Si no me lo impidiese mi amor a
Dios y al prójimo moriría de dolor. Mi gran consuelo está en sufrir porque
tengo la seguridad de que mis sufrimientos me permitirán una visión más perfecta
de Dios. De aquí que las tribulaciones
en lugar de resultarme penosas sean para mí una delicia. Fui testigo de los
tormentos del infierno y de los del purgatorio; no existen palabras con que
describirlos. Si los pobres mortales tuvieran la más ligera idea de ellos
sufrirían mil muertes, antes que exponerse a experimentar uno de esos tormentos
por espacio de un solo día. Vi en particular los tormentos que sufren aquellos
que pecan en estado de matrimonio no observando las normas que él impone y
buscando en él únicamente los placeres sensuales”[15]
Cuando ya estaban a punto de inhumarla, la joven, con cera de los
hacheros y blandones mortuorios sobre los cabellos y la mortaja, resucita.
Parece ser que fue un caso de catalepsia similar a la que percató Teresa de
Avila, la cual, desahuciada de los médicos y no habiendo podido ser curada de
sus inexplicables sofocos de que vino de un pueblo que llaman Becedas, la creyeron por muerta. Estuvo amortajada. La visión del infierno que
nos describe la santa abulense coincide en todo con la de la santa toscana.
Ambas religiosas tuvieron una contemplación del castigo con dos siglos de
diferencia y van a estar sujetas a un proceso ascético muy parecido y como
calcado uno de otro, como más adelante se verá. La ruta por la que acometen la
escalada del monte de la santidad se proyecta sobre el mismo trazado (precaria
salud, una gran influencia de la figura del padre, y talante inquieto y
andariego, que refleja un carácter depresivo, poco estable y lábil). El
desierto exige bloques psicológicos de una sola pieza. Mientras que a los que
quieran abrazar la vida cenobítica sin tener todas las aptitudes para ello se
les recomienda la peregrinación. El cuarto voto, el de la estabilidad,
introducido por San Benito en su Regla, fue el origen de tanto monje giróvago
desarraigado. Era el más duro de la observancia.
Catalina, como buena hija de su tiempo, era muy andariega. El medievo
empieza a despertar de modorra en que el mundo había caído tras los siglos
oscuros, con las peregrinaciones. Este ir y venir sería a la larga benéfica
para la cultura y para el arte. Se diseminan las ideas, que viajan en el zurrón
y las veneras del peregrino compostelano. Ella no paró. Caminó desde Roma hasta
Florencia. De Florencia hasta París.
Otra constante es, amén del
complejo de Edipo, el gran ascendiente
que ejercen sobre ambas sus confesores y directores espirituales.
También sus referencias son
reiterativas en ambos casos a los pecados de la carne, sobre todo a los que
tocan el tema del adulterio, que tanto entristecen al señor. Muchos se condenan
por darle tan escasa importancia, pero, paralelismos aparte, aquí tenemos la
idea de un Cristo justiciero, y también un cristianismo en que el cual el sexto
mandamiento será prelativo. En cierta forma, Santa Catalina y Santa Teresa de
Avila serán un poco las responsables de
esas obsesiones subliminales. Entre los ortodoxos, jamás se habla del
purgatorio ni existe esa obsesión sexual que a veces emponzoña y martiriza
nuestras conciencias. O la martirizó y obsesionó en años cruciales de nuestra
formación. En parte, también tuvo la culpa Dante, un místico, un exaltado
cantor de la pureza de la mujer. Y, un misógino, cuyas son las grandezas y miserias de
Occidente, que sueña con Beatriz y Dulcinea y luego se acuesta con Maritornes,
sin solución de continuidad y sin haber encontrado el comedio. ¿ Cuándo el
mundo cambie de página en los albores del Tercer Milenio tendremos un
catolicismo de obsesos sexuales o, en el otro cabo del péndulo, nos haremos
disolutos? ¡Pobre humanidad, tan lejos de Dios y tan cerca de sus obsesiones!
Pecando unas veces por exceso y otra por defecto. ¡ Ten piedad de nosotros,
Señor, que nos creaste y nos formaste del barro! Perdona nuestros pecados.
En muchos ámbitos teológicos se ha dejado de hablar del Purgatorio
entrevisto por Catalina de Siena y Dante. No pocos lo pasan aquí en vida, lo que, en alguna
medida, no deja de ser cierto. Estas visiones tienen algo mucho de truculento,
pero no reflejan más que el pensamiento y el sentir de una determinada
mentalidad. Luego vinieron los
hagiógrafos, los poetas y los artistas del cuatrocientos y del quinientos con
sus pinceles, hicieron encajes de bolillos con los que no existía, pero con las
mentiras y lucubraciones se ciñen al contexto de maravillosas obras de arte. Los predicadores
evangelistas yanquis son más tremebundos y truculentos que los Savonarolas
italianos en la explotación del caos apocalíptico en su propio beneficio y
vanagloria porque el más allá es un morbo que vende.
Deforman el rostro de Dios.
Siempre lo hemos querido dibujar a nuestra propia conveniencia y a nuestra
forma de ver en el mundo y él no se queja. Sin embargo, cuando alguien empieza
a hablar en su nombre y decir: “ Hija mía...” estamos perdidos. Es un hombre el
que habla pero quiere apropiarse la parcela del Salvador. A pesar de todo, Dios
está dentro. ¿ A qué tanto alboroto?
En cualquier caso, siempre resultan convenientes tales reflexiones a
la hora de expurgar conceptos. Por muy santos que digamos que somos, no somos
todavía buena gente. Sin embargo, a
partir de Catalina de Siena va a encontrar una forma de coloquio con la
divinidad, una manera de entenderse, que en algunos de sus émulos deviene
teología de alto bordo y en otras ensoñaciones contemplativas infumables y en
la mayor parte - en los iluminados- filaterías retóricas. Es donde falla
Occidente. En Oriente, a través de la “ pystina” rusa supieron interpretar al
Dios Perdonador mucho mejor que nosotros. Sin embargo, la meta a la cual llegan
los grandes, sea de un lado o de otro, siempre es la misma, aunque por sendas
mas o menos estragadas. En los impostores, nunca. Ellos resultan el fruto
máncer de la añagaza diabólica.
Este acceso directo y sin intermediarios, de tú a tú, con la sabiduría
infinita hará que se confundan los planos. Dios baja. Pierde su trono y se
adapta a la mentalidad de la criatura. En Oriente el hombre se diviniza. En
Occidente humanizamos al Señor. Nos le fabricamos a nuestra medida y llegan los
particularismos del carácter emprendedor y exclusivista. Pronto empezamos a
encasillarlo y ponerlo caudas y etiquetas. Resultado: se fabrican dioses
repulsivos, egoístas, comineros, vengativos, fatuos, obsesos sexuales, chantajistas. A la vista
está que son ídolos fabricados y mediatizados
por la por humana flaqueza. Por
eso, el cristianismo ortodoxo nunca pierde esa grandeza cósmica de la salvación
general. Aquí lo que importa es el “ ¿ qué hay de lo mío?”. Su propia filautía
en combinado con la materialista voracidad hace que nuestros “ salvadores “ por
estar tan en ras de tierra, manejando un lenguaje poco asequible, de raptos,
corazones ardientes, eucologios dudosos, nos resultan antipáticos. Alguien está
haciendo trampa. Como Cristo no puede engañarnos ¿ dónde está el fraude? Un Dios
tan personal, que habla con nuestras mismas coletillas y anda metido en
nuestras preocupaciones seculares parece que nos descorazona.
San Odilón de Cluny
A partir de la preocupación sobre los últimos trances nace una
cosmogonía que se centra sobre la preocupación que ata la vida humana al más
allá. Vivimos en perpetua y tenaz tensión trascendente. De otro modo, la religión - lo que “religa”
en sentido etimológico - carecería de sentido. ¿ Cuál es él proposito de todo
esto? ¿ Es absurdo todo cuanto rodea a la condición humana? Santa Catalina al
descubrir el Purgatorio halla una tercera vía, pero también tiende un puente
hacia lo dantesco. Era una imaginación genuinamente italiana. Después de su
viaje de tres días por las regiones de ultratumba vuelve para describirnos un
mundo envueltos en llamas, donde se escucha el gemir y los ayes de los
amarrados en blanca para toda la eternidad. También parece ser que vio al Padre
Eterno, a Cristo con sus atributos de gloria, embutido en la toga de justo
juez. Hasta Santa Catalina, se tenía una noción un tanto más vaga de lo que
ocurre después de la muerte. San Odilón, abad de Cluny, promovió la fiesta de
Todos los Santos para orar por los que fallecían y a los que, en virtud de los
rescates presentados por la sangre, pasión y muerte del Salvador, se creía en
el Paraíso. Gozando de la luz de Dios. Empero, el argumento de la monja
dominica de Siena aquilata un poco más y advierte que entre los corderos de
Jesucristo y los cabritos de Satanás hay una categoría intermedia de
clasificados, que no han lavado todavía sus culpas lo suficiente para
presentarse ante el trono del Padre. La filosofía del Purgatorio, de la que
nadie se había atrevido a hablar hasta entonces, es una caja de resonancia de
los dictados de las religiones hindúes sobre la reencarnación. El alma, para
llegar a Dios, ha de experimentar diferentes vidas y mutaciones. La existencia
de ese lugar equidistante entre la luz y la sombra de los benditos y los
malditos, lo que se llamaba limbo o seno de Abraham antes, confirma la sospecha
de que lo que hay detrás de la muerte pertenece al terreno de la alegoría. La
Biblia no se expresa de una forma contundente respecto a los novísimos y, sí,
utiliza un leguaje metafórico: gehena, estercolero, el lugar del llanto y del
crujir de dientes, etc. No todo es tan simple como a primera vista parece. Hay
también que estudiar el contenido de los mensajes y visiones de Catalina a la
luz de la época en que fueron formuladas.
Su filosofía refleja el ambiente de luchas entre güelfos y gibelinos y
la agonística de trono y altar en que vive la península transalpina del siglo
doce al quince. Italia y toda la cristiandad vivían en ese ambiente de
tensiones, un auténtico purgatorio. Esa proyección escatológica será una
constante fija en el “ Weltanschaung”[16]
medieval. A su socaire nacen los grandes himnos de la liturgia de Difuntos el Dies Irae y el Liberame, Domine.
Bien se conoce que el ser humano arrastra cadenas. A la sazón, la vida
era dura, breve a causa de las múltiples plagas y enfermedades y sujeta siempre
a los arbitrarios designios de un déspota, que pudiera portar tiara (güelfos)
sobre sus sienes, o corona regia (gibelinos). Fuera el emperador, el papa, el
rey, el dux o el conde o el señor del castillo al cual estaba sujeta la
behetría, el pueblo vivía en régimen de vasallaje. Los hermeneutas y
tratadistas medievales se impregnan de esta cosmogonía o visión falsa de Dios,
en la cual la Trinidad aparece como un señor justiciero, de horca y cuchillo,
con derecho de pernada incluso. ¡ Qué lejos está de la visión que proyecta
sobre nosotros la Biblia de que Dios es amor!
Por eso, los santos de aquel tiempo que, a través de la iluminación y de
las gracias particulares, frecuentan el trato con el Ser supremo, a duras penas
conseguirán zafarse de estos prejuicios del tiempo en que viven. Ni tampoco de
la complicada y retorcida psicología italiana con sus filias y sus fobias. El
Padre Eterno luce su majestad en lo alto sosteniendo un globo terráqueo en la
mano diestra. Aparece sentado con tiara y vestido de capa pluvial. Cristo
bendice. Es un hombre maduro con la barba partida en contraposición a su Padre
siempre representado como un anciano. El Espíritu vuela en forma de paloma de
la que se irradia un flujo de rayos concéntricos del sol que arrasa. Por
antonomasia, es el vivificador. Por el
contrario, al diablo se le representa hirsuto y tiznado de hollín como un
negro[¿prejuicios racistas?] , que agita el rabo entre carbones encendidos y a
la agachadiza se acerca o huye al infierno. San Miguel entra en escena en su
atuendo de guerrero (galea, yelmo, espada y una loriga de cuero) trayendo el
ponderal o balanza con el que pesa las almas. Santa Águeda muestra sus pechos
tostados. Santa Catalina mártir apoya sus dedos en la rueda. Un cochinillo yace
a los pies de San Antón. El distintivo de Santa Inés es una guirnalda. A cada
santo de la lista le corresponde una cosa inanimada como instrumento de
santificación.
No hay que perder de vista tampoco in hecho irrecusable: la
descubierta del Purgatorio corre paralela a un tiempo de mortandades y
epidemias; 1348 es el año fatídico de la Muerte Negra. La guadaña de la peste
bubónica esquilmó las tres cuartas de la población europea. Aquel flagelo se
creyó obra de un castigo venido desde lo alto. La doctrina del tercer lugar, en
el cual expían la culpa los pecadores, pero del que el alma sale al cabo de un
tiempo - antes era el limbo de los justos o el seno de Abraham, o la Laguna
Estigia donde aguarda Aqueronte, según las religiones mitológicas - en definitiva venía como anillo al dedo a
los predicadores que desde el púlpito no se cansaban de fustigar la depravación
de costumbres de los prelados de la curia. Este es un tiempo en el cual triunfa
la Retórica. Otro dominico, Vicente Ferrer, iba recorriendo las iglesias de la
cristiandad exhortando al arrepentimiento y defendiendo al que él creía el papa
legal, el de Aviñón, su paisano el valenciano, Benedicto XIII, mientras que Catalina de Siena
enarbolaba la causa del papa romano, Gregorio XI. Muchos vieron en la gran
mortandad que sobrevino el año 1348 una seña del enojo divino con los
cristianos a causa del Cisma de Occidente.
La palabra purgatorio se las
trae. He aquí que encuentra fácil arraigo. Se empieza hablar de que dentro de
la comunión de los santos hay tres cabezas: militante, triunfante y
purgante. Los condenados al estercolero
de Jerusalén o gehena no cuentan.
En tiempos de cambios como fue el final del XIV los adivinos y
agoreros incrementan su prestigio. De la curación o de la predicción de dolores
inminentes, reales o imaginarios, pero temibles siempre, viven los videntes
charlatanes en sus vaticinios propicios o infaustos para una humanidad que ni
se corrige ni enmienda. Siempre fue igual. A veces el sacerdote viene a ocupar
el puesto del hechicero tribual. La teología de la comunión santificante,
siempre maravillosa, vino a dar el espaldarazo a un negocio que andaba en baja.
Las animas benditas se lo pagarán y ellas nos perdonen, pero todo hay que
decirlo; el purgatorio incrementa las ofrendas del cepillo a barrisco. Los
sufragios se combinan con enjuagues. Hallaron una verdadera mina. Cristo jamás
habló del purgatorio. Él es el perdón. Cuando se refiere a la “gehena” o
estercolero de la Ciudad Santa lo hacía en sentido traslaticio. No cabrán
lugares inmundos en la Iglesia de los pobres. El infierno y el purgatorio
pertenecen al lenguaje altisonante de los ricos. Su ambición, su soberbia, su
cólera, su afán de poder ya ha hecho de este mundo una caldera constante de
Pedro Botero. Alligheri ya avisaba cuando puso al papa Bonifacio VIII en el
orco a cuyas puertas hay escrito un epígrafe: “ Quienes entréis acá, abandonad
toda esperanza “. Le estuvo bien empleado. Porque, a pesar de ser papa, era un
hombre maligno. Era francés...
Todo esto se comprende a la luz de la lucha de la Investiduras, del
cisma de Occidente, en el cual los italianos siempre barrían para casa, y del
escándalo de las Indulgencias. No eran pecados de Cristo sino de su Iglesia.
Para perdonar a estos papas y obispos indignos quizá fuera inventados la
doctrina del tercer lugar con sus repulgos maravillosos. Siempre será mejor que
la nada o que el horno crematorio.
Dios elige para el dolor.
Pocos sabrán entender estas razones y apostillas. A la Iglesia no se
la hace de menos porque se expongan puntos de vista, que son el resultado de a
investigación y de la hermenéutica apologética, porque el amor de Dios y la
revelación no son estáticos sino evolutivos. Es como el descorrimiento del velo
de un gran escenario. El lenguaje divino se articula de manera contradictoria.
Se mueve por otras coordenadas. Mide con diferentes patrones. Nuestros
imperativos categóricos de conciencia son incapaces de percibir ese timbre
misterioso en que vibra el aliento del Señor. Dios escoge al que quiere, pero
lo elige para el dolor. Su elección se transforma en gracia paciente. La
paciencia ante las adversidades reviste una de las señales incontrovertibles de
la santidad. Es su gran santo y seña.
A la bendita de Siena los propios frailes y hermanas de la Orden
Tercera, cuando entraba en éxtasis, la echaban de la iglesia de la Misericordia
a puntapiés. Catalina permanecía impávida ante las calumnias. Igual que una
columna dórica. No alzaba la voz incluso cuando estuvo en juego su propia
virginidad y reputación, como cuando iba a asistir a aquella enferma de cáncer
la cual la acusaba de ser mujer mundana, pagando con moneda de ingratitud todos
sus desvelos. Los recursos y ardites del gran embustero carecen de límites. Se
disfraza para arremeter en las ocasiones más impensadas e increíbles.
Otra vez, la llamaron puta y borracha. Solía tomar vino a las comidas
y lo recomendaba a los enfermos como medicina. A un tinajero de Florencia,
proveedor de algunos conventos, cuando se le acabó la mercancía, la propia
Catalina hizo un milagro semejante al de las Bodas de Caná. Hizo que de la
canilla de una cuba afluyese vino, igual que de una fuente irrestañable.
Durante tres años no hubo vendimia, pero las existencias del milagroso tonel no
se acababan nunca. A tan acerada invectiva, tan corriente en aquellos días,
como ahora, respondió con una frase épica:
- Benditos los prostíbulos y las tabernas de mi Dios.
Sentía Catalina una gran admiración por María Magdalena, pero,
defensora a ultranza de la continencia que nunca se desgranó la flor de su
pureza, le daban mucha pena las mujeres de la calle, tanto como los beodos,
porque todo el mundo se metía con ellos, porque eran la irrisión. A todos
recordaba que Jesús comía y bebía y se trataba con publicanos y pecadores. He
aquí un ser puro que de nuevo desenmascara a los fariseos, los que se precian
de incontaminados. Ahí está una de las pruebas fehacientes del amor por el
Esposo. Benditos los prostíbulos y las tabernas del Señor.
Asida a la roca de la oración, Dios permitía que su sierva fuese mal
tratada por los demonios. Tales vejaciones cobraban apariencias diversas,
porque los recursos del Embustero son inagotables. Unas veces eran tormentos
físicos. Cuando avistaban la ciudad de Florencia una tarde, en que regresaban
cansadas al convento ella, Alessia y la hermana Lisa, el diablo entró en el
cuerpo del asno en que cabalgaba la santa y dio con sus huesos en tierra. Quedó
maltrecha y tuvieron que llevarla malherida. Otras, el maligno actuaba por
conducto de personas de su entrono, casi todos de vida consagrada, que
criticaban sus ayunos y calificaban sus arrobos de burdos montajes, para cebar
el monstruo de su vana gloria.
Tuvo detractores y enemigos numerosos entre el clero y los miembros de
la Orden de Predicadores, en la que era profesa, que no perdían ocasión de
menoscabarla y dejarla en ridículo. Italia era por aquellas fechas un semillero
de intrigas y de odios. Florencia se había levantado contra Pisa. Venecia le
había declarado la guerra a Roma y Génova no quería saber nada de Milán. Por
causa de las pasiones políticas, la cristiandad era una casa dividida. Los
caminos estaban trufados de forajidos y de asaltantes. La confusión reinante
entre güelfos y gibelinos, ya consignada, - aparte de una tensión religiosa entre
la Santa Sede y los burgos libres existía la codicia por las rentas de la
Iglesia - hizo que los papas huyeran a Aviñón.
En Florencia, adonde iba con las bulas papales, como embajadora de la
Silla Apostólica, un día, quisieron
matar a Catalina. Salió ilesa milagrosamente de aquel percance ocurrido en
1373. Siguió postulando por el regreso de los papas a la Ciudad Eterna, pero
las repúblicas de Venecia y Florencia eran refractarias a aceptar la soberanía
pontificia sobre un elevado número de bastiones que pagaban pechas al dux y a
los condotieros. Eran los últimos coletazos del duelo trono altar que tuvo en
pie de guerra a los cristianos de occidente durante el Sacro Imperio. Decían
que la diaconisa del papa era una mala mujer, una loca histérica que fingía
comunicaciones con Jesucristo y que tenía tratos, al igual que Gregorio XI, con
el diablo.
Estas voces señalaban que su padre era un borracho y que había nacido
en el seno de una familia en la cual vinieron al mundo nada menos que un cuarto
de centenar de vástagos. Eso era cierto. Catalina hacía el número vigésimo
cuarto. Su padre, Jacobo, murió relativamente joven y tuberculoso, quien sabe
si como resultado de esos excesos nupciales. Por lo que toca a su madre Teca,
ésta era una sencilla y pobre mujer que
tenía mucho miedo a la muerte. Lo
veremos adelante.
- A nosotros no nos engañas. Sabemos quién era tu padre, un cornudo,
que le daba al cristal y tu madre, una odalisca que no hizo en su vida más que
parir- así le habló a la santa el diablo durante una de las frecuentes
comparecencias ante Catalina, a la que intentaba perder, a sabiendas de que la
obra que ésta intentaba acometer mediante una reforma eclesial por arriba y por
abajo, por dentro y por fuera, le iba a suponer la pérdida de muchos adeptos.
En Florencia su persona se convirtió en blanco de las invectivas del
alto clero. La persecución contra ella en aquella ciudad fue terrible.
Otra en su lugar, ante tan graves insultos, hubiera tomado las de
Villadiego, o quizás intentado arrancarle la lengua al bellaco que los
profería. Catalina de Siena, una verdadera amazona en la lucha contra los malos
espíritus, ni descompuso el gesto. Este silencio, tanta paciencia, era signo evidente de que ella había bebido del
cáliz del dolor, ese vaso de elección que al principio sabe acido y repugna
como un vomitivo, pero que acaba siendo paladeado como delicioso néctar. Aguardó a que pasase la tormenta y regresó a
Roma cuando en el Conclave de 1378 Urbano VI sucedía a Gregorio XI.
El lenguaje de Dios - conviene repetirlo - llega de forma insólita, y
por conductos inexplicables. Sólo lo escuchan los que sufren, porque Él amó a
Job y encuentra en la paciencia de los crucificados su mejor baluarte: “ patientia opus perfectum”[17].
Habla por boca de los pequeños y despreciados, por ser la humildad agradable a
sus ojos. Esto es un aserto incomprensible para los ojos de la carne. Por lo
pronto, suscita sonrisas de autosuficiencia y mofas aviesas que mortifican y
santifican a sus siervos. Pero la verdad será alguna vez descubierta y
atestiguada. La longanimidad de Catalina de Siena es la longanimidad de Job.
Con ella a flor de labios todos los justos de la historia desafiaron al diablo.
Ella vivió en una coyuntura histórica en el cual el poder temporal
había establecido pactos y asensos con el Vicario de Cristo, que permanecía
aherrojado por cuestiones de estado, y prisionero en las querellas del siglo.
Su incómoda actitud no conformista con las manipulaciones de las que era objeto
por el rey de Francia el romano pontífice se transforma en grito de rebelión
para reformar la Iglesia, morigera las costumbres disolutas de las personas
consagradas. Aquella coyuntura se parece a la de ahora, con una diferencia, la
catolicidad bajo el mando de Juan Pablo II atraviesa por una situación más
grave que cuando estaba al frente de ella Gregorio XI, porque aquélla era una
querella interna de obispos libeláticos y de una curia que se resistía a perder
su poder frente a la hegemonía del emperador germano. En la actualidad, la
crisis, más profunda, estriba en que, por conducto de la máxima autoridad, ésta
se ha lanzado con armas y bagajes al campo de los responsables de la muerte del
Salvador. Con su teología del Holocausto el que rige los designios de más de
setecientos millones de creyentes parece haber
dado de lado al fundamento de todo el edificio: la crucifixión del
Señor. El papa no está ya en Aviñón, sino que es un títere de la sinagoga. Los
enemigos de Cristo lo tienen secuestrado y se escudan detrás del vuelo de su
sotana para hacer daño.
Pese a lo cual, las Catalinas de Siena de hoy por hoy (no se las ve,
pero están en alguna parte) siguen siendo el hilo conductor de la voz del
Señor. Los eclesiásticos, lejos de mostrar unos deseos fervientes de reformas,
inculcadas desde el mandato del Vaticano II, y convertirse a Cristo, se devanan
por el poder. El asenso de un mal pastor con las fuerzas del siglo ha llevado a
la grey al caos, pero el Espíritu continua hablando a través de mujercillas de
pueblos, las videntes, verdaderas o falsas, y los apóstoles de los últimos
tiempos. De ellos dependerá la reforma que está pidiendo la Iglesia de Cristo.
Esa magna tarea de renovación no saldrá ni de las plataformas, ni de los foros,
de los congresos mundiales, ni de las multinacionales del espíritu que aspiran
a convertirse en sucursal de la Coca Cola a la Silla de San Pedro, ni de las
conferencias episcopales, ni de los consensos - el triunfo de la masonería, y
con ella las fuerzas del Averno ha sido total - sino de esos pequeñuelos del
Evangelio. En ellos está el verdadero amor a la Iglesia y por eso la critican,
porque Catalina de Siena, con sus milagros, sus penitencias, y sus
escritos no tuvo reparo en llamar la
atención del mismo Romano Pontífice. Nadie pudo ahogar su voz de la misma forma
que los medios más poderosos de comunicación se verán inermes para hacer callar
a aquellos que piden un cambio de rumbo. Ellos sufren. Son tachados de locos y
de visionarios, pero ellos denuncian los pactos con el diablo. La situación
actual de la SRI, tributaria del poder económico norteamericano y
constantemente amenazada por la espada de Damocles del “ lobby” sionista, que
ha puesto las calderas del mundo a toda presión [todo te lo daré si postrándote ante mí me adoras], porque Jesús, a
lo que parece, no fue tentado en vano, hace pensar en aquellos papas
prisioneros de Aviñón.
Con palabras de Ajab al profeta Miqueas “ tus profecías no anuncian
sino el mal y calamidades “[18] acusaron a la bendita toscana de ser el
aguafiestas de su siglo. Sin embargo, ella con su espíritu de clarividencia
predijo que se acercaba un tiempo nuevo, de grandes carismas. Lo cual así fue,
porque los papas retornaron a la Ciudad Eterna desde el Sur de Francia y la
cristiandad conoció una era de esplendor y de influencia como no ha conocido
jamás. Tres siglos de gloria ininterrumpida. Lo mismo puede decirse en la
tesitura actual. María no nos abandona. Pasarán los tiempos de tinieblas. Serán
glorificados todos aquellos que en nuestros países mal llamados demócratas, de
los que viven a la sombra del gran consenso, y se enfrentan solos y desamparos
como los primeros cristianos en el circo, a las garras y colmillos de la
Bestia.
Comuniones místicas.
Singular prestancia cobra así esta monja fundadora[19]
y reformadora, a la luz de los acontecimientos de 1999. Esta doctora de la
Iglesia no fue sólo un epítome de las cristianas virtudes que practicó hasta el
paroxismo sino un aviso a los navegantes. No pasarán. No se saldrán con la
suya, porque la Iglesia no es un papa, ni un obispo, ni una cuadrilla de
seglares o de algún que otro alumbrado, sino que pertenece a la inspiración
verdadera del Espíritu Santo. La sangre de los mártires que se vierte en el más
absoluto anonimato y oscuridad les grita a los impostores el consuetudinario
golpe de atención, el clarín de llamada:
- Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Sus secretarios ponían por escrito el contenido de sus revelaciones o
el tenor de lo que conversaba durante sus encuentros con el Amado. Se refería
sin cesar a la necesidad de una transformación. Quería una Iglesia moza y
moderna, no aletargada en las disputas feudales. Hablaba de la iniquidad de
algunos de sus ministros. Es un lenguaje a veces incomprensible. Es el lenguaje
del Audi, filia[20].
Exhorta a que corra por el camino de la verdad olvidándose de sí misma. En sus
alocuciones con los que ama El Esposo predica a favor de la muerte del yo.
Mediante la renuncia, se accede a las altas cumbres ascéticas, que se
constriñen a la vía purgativa, unitiva y contemplativa.
De esta forma un muchacha semi analfabeta ganó los estadios de la
ciencia infusa. Vio a la Trinidad que consiste en el sumo bien, y la fuerza
viva, la luz eterna, el abismo infinito y el mar insondable. Fue la santa de la
Eucaristía. En un tiempo en que los sacerdotes no oficiaban misa todos los días, ella reclamó la
frecuencia del sacramento y durante muchos años se alimentaba las cuaresmas de
la hostia que depositaba en sus labios el consagrante. No tenía que hacer éste
grandes esfuerzos, puesto que en numerosas ocasiones, según se desprende del
testimonio de sus confesores, la sagrada forma se precipitaba desde el altar
hasta su boca. Es un fenómeno raro, pero que se da con frecuencia en aquellos
que han alcanzado un alto grado de perfección: la comunión mística.
Con estos prodigios y carismas a sus almas preferidas respondía el
Señor a los herejes y ateos. Una comunión mística famosa fue la ocurrida en la
iglesia segoviana de San Facundo. El sacristán confabulado con unos judíos que
querían ridiculizar el misterio de la Santa Cena del Señor compró por treinta
maravedís una Hostia consagrada. Se la llevaron y prepararon una queimada en la
sinagoga. En un caldero junto con grandes cantidades de anís, orujo y
aguardiente, sumieron el trozo de pan sin levadura, pero el aquelarre terminó
pronto. Aquellos hebreos, confundidos y espantados, contemplaron cómo el Pan de los Ángeles
empezó a elevarse hasta la alfajía o artesonado, y, rompiendo las techumbres
del edificio, ascendió por todo el cielo de la ciudad, remontó el pináculo de
la torre de San Esteban, y, poco a poco, fue a dar al convento de los dominicos
(aun pueden apreciarse sobre el portal plateresco el orificio que abrió la
Sagrada Forma al rasgar el recinto). La hostia se posó sobre los labios de un
novicio moribundo que acababa de recibir la unción de los enfermos y se
disponía a recibir el viático. El
religioso recuperó la salud después de comulgar y aún pueden contemplarse los
dos boquetes que abrió en las paredes de
la antigua sinagoga, actualmente convento de Claras, y en el pórtico del
convento de la Orden de Santo Domingo, del que fuera prior Torquemada y que
funcionó como hospicio durante muchos
años. Los hechos son coetáneos a Santa Catalina de Siena, el siglo catorce.
Para conmemorar tan insólito fasto se viene todavía celebrando en Segovia la
fiesta eucarística de la catorcena.
El divino poder obró en este caso, como en tantos otros muchos, contra
las leyes de la naturaleza. Pero esto es algo que nunca sabrá entender la
prudencia de la carne. Los impíos se constituyen en herederos de aquel grito de rebelión atea “
comamos y bebamos que mañana moriremos “. Tienen los ojos demasiado embotados
por la gula, la vanagloria, la lujuria y la ira, para adentrarse en las
maravillosas de la ciencia infusa. La guinda será siempre esa maravilla que
honra la teología cristiana: la Trinidad. En la procesión trinitaria radica la
clave del conocimiento de fuerzas que dinamizan este mundo nuestro de hoy, tan
confuso. Es la piedra de toque de nuestra fe y la fe no se alcanza sino por la
misericordia del Señor que la da gratis y prefiere a la hora de repartir tan
grandes dádivas a los pequeños.
Las dos hermanas
gemelas de Catalina
La virgen toscana vino a este mundo atada al mismo cordón umbilical de
una hermana melliza suya por nombre Juana que murió al poco del alumbramiento.
Eso según la carne. Conforme al espíritu tuvo en el espacio y en el tiempo a
otras dos hermanas gemelas. La una fue española: Teresa de Cepeda y Ahumada. La
otra, francesa y muy posterior en el tiempo. Teresa de Lisieux murió en 1897.
Entre las tres místicas doctoras de la Iglesia universal existe una comunión de
ideas y de avatares francamente sorprendentes que delatan la veleidad de la
gracia divina a la hora de labrarse sus gemas escogidas que salvando la
distancia del tiempo y del espacio brillan con una potente luz cenital
asombrosamente pareja. El paralelismo dentro de la terna es insigne. Estas tres
religiosas parecen hablar un mismo lenguaje y su escalada de la ruta de la
santidad se adentra por vericuetos que parecen copiados unos de otros.
Verbigracia, en Catalina, en Teresa y en Teresita se observa: 1) una fuerte
influencia de la figura paterna en su psique; 2) muy precaria salud en las tres
a causa de las mortificaciones -
cilicios, ayunos, falta de sueño, disciplinas y desprecio total a su cuerpo -
que llevaron; 3) persecuciones e incomprensiones sin cuento por parte de las
personas que rodearon a las tres santas, sirviéndose para esta labor de zapa y
acrisolamiento de su virtud el diablo de personas consagradas; 4) ofrecerse
como víctimas de expiación por los pecados del mundo y la conversión de los
pecadores.
En Teresita de Lisieux, una de las mujeres más excelsas que ha pasado
por la tierra después de la Virgen María, con haber vivido tan sólo
veinticuatro años, esta circunstancia de la expiación continua y de los
sufragios perpetuos de reparación, se transforma en algo tan bello y
misterioso como la lluvia de rosas, un operativo de emergencia, un
servicio de guardia con ventanilla perennemente abierta para enjugar lágrimas,
liberar presos, curar males, remediar a los necesitados. La lluvia de rosas es
un negociado que no se cierra día y noche, porque su institutriz le formuló al
Señor una confidencia: “ Quiero pasar mi cielo en la tierra haciendo el bien a
los hombres después de muerta “. Es el paroxismo de la heroicidad y del amor.
Sin embargo, Thèrése Martín Guerin no pudo curar a su pobre padre de
la enfermedad nerviosa que padecía[21]. Se sentía fuertemente atraída por la personalidad
del padre, al que amaba tiernamente y al que vio morir al poco de profesar ella
en el Carmelo. Catalina de Siena tanto amaba a su progenitor, Giacomo o Jacobo
Benincasim, el tintorero, quien no había
llevado una vida del todo virtuosa, que sintiendo la proximidad de su muerte,
le comunicó a J.C. en una de sus revelaciones particulares:
- Llevame a mí. Prefiero ocupar su puesto en el paraíso.
- Tu padre, hija mía, ha vivido en pecado mortal - manifestó el Señor.
- Haz que yo me vaya por él. Estoy dispuesto a pasar cualquier prueba,
hacerme acreedora de cualquier calumnia o soportar cualquier enfermedad, con
tal que mi padrecito se salve.
- Convenido - contestó el Amado - Giacomo se salvará pero antes tendrá
que pasar algún tiempo en el Purgatorio purificando sus pecados. Y tú, hija y
esposa mía, Catalina, a cambio de esta gracia que te concedo, llevarás toda tu
vida una enfermedad hasta tu tránsito. Harás las veces de Cirineo del hombre
que te engendró. Le ayudarás a portar su cruz, compartiendo la culpa.
Efectivamente, la penitente, a partir de la muerte y salvación de su
padre, se sintió siempre afligida por un dolor de costado, mal de ijada que
llamaban los médicos antiguamente, una enfermedad de carácter hepático renal.
El malestar era tan fuerte que no le dejó ni de día ni de noche. Fue la
enfermedad que la llevó a la tumba.
Santa Teresa también padeció lo suyo desde su juventud a causa de este
misterioso dolor de ijada, que la tuvo postrada y en estado de rigidez tetánica
durante tres días. La dieron por muerta. Afortunadamente, cuando iba a ser
inhumada dio señales de vida y se evitó el sepelio. En la Edad Media el dolor
de costado que producía espasmos y contracciones musculares, acompañados de
lividez mortal (la nariz se afila, los miembros se vuelven rígidos, síntomas
parecidos a los de la muerte), fue el responsable de que muchos fueran
enterrados vivos. Es probable que de esta enfermedad de la ijada murieran el
padre Granada y el venerable Tomás de Kempis. Ninguno de los dos subió a los
altares porque, incoada la causa, y al exhumar los restos, en ellos se vio la
mueca horrible de la desesperación del último instante, cuando al despertar, se
vieron encerrados en la caja y trataron de buscar auxilio inútilmente. Habían
sido inhumados con vida. La muerte más angustiosa y terrible se cree que es la
que se produce por asfixia.
Este amor filial hasta el heroísmo la ejerció Catalina con su madre,
Lapa, una mujer buena, pero simple y vanidosa (fue muy bella en su mocedad) y
que le tenía pavor a la muerte. Cuando la peste en 1373 regresó a Italia, Lapa
de Benincasim, sintiendose enferma, llamaba a su hija aterrada porque iba a
comparecer ante el Altísimo.
- Dile que no me permita morir.
He parido veinticinco hijos, algunos de ellos se dedican a su servicio y se han
hecho curas y monjas, pero todavía soy joven.
Y aquí tenemos nuevamente a Catalina, que había librado a su padre de
los castigos del infierno, con embajadas ante su querido Jesús. El Señor,
mirando para la Hermana de la Penitencia con gesto compasivo,
le dijo:
- Verdaderamente, la humanidad no tiene remedio. Pero te concedo lo
que me pides, aunque tu madre se lamentará algún día de recibir este don que se
le otorga. Ella morirá cansada de vivir.
Así fue. La buena mujer pasó a mejor vida a los ochenta y nueve años y
llegó a sobrevivir a Catalina y a la mayor parte de sus hijos, pero al final
estaba harta de vivir. De las guerras, las enfermedades, los sufrimientos y
agobios. No puede haber mayor dolor para una madre que ver partir a sus hijos antes
que ella. El Señor llevaba razón. Porque como reza la Imitación de Cristo: “ Vanidad es desear larga vida y cuidarse poco
de que sea buena “[22]
Persecuciones e
incomprensión
Son el crisol donde Dios prueba las almas. Si se analiza la biografía
de la Reformadora del Carmelo hallaremos un constante nudo de pruebas,
zancadillas, envidias, trabas, prejuicios, provenientes de sus propios hermanos
y hermanas de escapulario. El diablo ataca a través de aquellos que tiene más
cerca. Puede ser la madre o los parientes, o la esposa, incluso los confesores
y los clérigos. El cura de Becedas la hizo a la santa abulense proposiciones
deshonestas, pero, ésta, que, aparte de ser una castellana muy lista, leía las
conciencias, un día que se fue a confesar con él, le arguyó de concubinato.
Efectivamente, aquel sacerdote vivía amancebado con una mujer que había
cautivado su voluntad con agüeros y supercherías. Su barragana le había reglado
en prenda de amor eterno un amuleto Parece ser que era una cornalina, la
llamada piedra preciosa del amor. El pobre clérigo, llorando, después de
escuchar lo que le había adivinado durante su confesión auricular, tiró el
amuleto nefasto al río Adaja, despidió al ama con la que vivía en concubinato y
se puso a bien con Dios. Murió al año de
todo aquello sucediese tal y conforme como le había anunciado la santa.
Catalina padeció persecuciones de parte de las personas a las que más
amaba. Una fue su madre, Lapa, que era algo alcahueta y la tentaba para que
saliese con chicos, cuando ella había hecho voto de castidad, a la edad de los
ocho años. Luego, aquella monja de conducta poco edificante, Teca, a la que
cuidaba cuando cayó enferma de un seno, y la insultaba llamandola mujer
mundana, en pago a sus desvelos por encancerada.
Algunos frailes, cuando la veían entrar en éxtasis, se liaban a
pegarla patadas para que despertase y la arrojaban del templo de la
Misericordia, sitio que acostumbraba a frecuentar cuando iba a Roma. Salvaje
conducta que demuestra que la convivencia no resulta tan idílica dentro de los
muros de un monasterio como algunos consideran. Luego, cuando fue a Florencia
con embajadas del papa, para que acatasen su autoridad, el deán de la catedral
y el arzobispo quisieron matarla. Dios la libró. Sobre la bella ciudad, cuna
del arte, planeaba ya la sombra cainita
y feroz, que se disfraza de la piel del
catolicismo católico apostólico y romano, pero que nada tiene que ver con
Cristo y que mandó al pobre Savonarola, un elocuente dominico, reformador de
las costumbres a la hoguera. El propio papa Juan Pablo II ha rehabilitado
últimamente su figura. ¿ Pero cambiaremos alguna vez? ¿ Nos convertiremos? ¿
Cuándo vamos a pedir perdón de una vez dejando de lado al fanatismo, los
prejuicios de casta, las ansias de poder, la camándula?
Esa paciencia practicada por
algunas personas en grado heroico es el argumento más convincente en favor de
su santidad e inocencia de vida. Más que los milagros, raptos y alocuciones
extrañas, lo importante es tener fe y amar. Lo demás os será dado por añadidura.
Catalina de Siena, santa taumaturga donde las haya, es admirable por
sus visiones (enseñó a la Humanidad a dirigirse a Jesús de tú a tú, y
descubre no sólo el Purgatorio sino
la plática con Dios) pero más admirable
resulta aun por su paciencia. Su desprecio
a los respetos humanos, ese desdén por el qué dirán es muestra suficiente de
que las cimas de la exaltación contemplativa, la “ kenosis”, el “ abandono”
iluminado, la santa indiferencia o “ dejamiento” de que su virtud no es
succedánea sino una autentica manifestación de la divinidad en el ser humano.
Su imagen nos quiere exhortar a que el cristiano se ponga en camino en un
progreso del Peregrino que va más allá de la muerte. Hemos tratado de explicar esa llamada
siguiendo derroteros poco convencionales y no descubiertos, porque la santidad,
con arreglo a la imagen que de ella nos
han dado hasta ahora los tratados de ascética y los bolandistas, tiene
bastante de repulsivo. Los hombres y las mujeres nunca podrán ser ángeles.
Muchos olvidan que tenían un cuerpo y unas necesidades fisiológicas que
alimentar y que superar, pero al que vencieron y domaron mediante el libre
examen, la fuerza de voluntad. Esta doma no excluye, como en toda guerra, donde
se pierden batallas, caídas, descarríos, altibajos, desilusiones.
Con ello se tira por su peso la tesis del condicionamiento
determinista y los vaporosos y turbios
predicados con los cuales los charlatanes del Psicoanálisis quisieron
explicar la práctica del misticismo como una sublimación sexual, o un desvío
del instinto genésico hacia los derroteros exaltados de la comunicación
sobrenatural. Querer mezclar a Jesús con Eros no deja de ser una blasfemia, que
puede brotar de un alma demoniaca como era la del médico vienés.
Hay fuerzas tanto exógenas como endógenas incapaces de aceptar que la
Iglesia está viva. Sufre. Padece. Ama. Cae. Yerra. Rectifica. Se levanta porque
opera en un mundo que, amen de valle de lágrimas, es campo de Agramante. No
osen manipular al Espíritu Santo desde la fraseología hueca de los demagogos de
turno. Ni desde Freud, ni desde Marx, dos verdaderos anticristos, fuerzas del
Demiurgo. Ni desde el capital. Ni desde el monetarismo o de cualquier otro
credo político de uno y otro signo del espectro. Es incontrolable precisamente
porque participa de la fuerza liberadora de Cristo. Por eso, se dice que el
espíritu sopla donde quiere, por más que algunos se obstinen en ponerle puertas
al campo.
Para comprender un poco del misterio de esta fuerza avasalladora que
renueva a la humanidad desde dentro, hace falta haber estado en el desierto,
haberse bañado del sol de la incomprensión, y vestido la marlota y la piel de
camello de la pobreza y la penitencia, predicar el sublime anonadamiento del
que, perdiendo su vida, la encontrará, y muriendose a sí mismo, a sus pasiones
y apetencias, la encontrará. No somos más que beduinos en tránsito, miembros de
la caravana de la fe que acampa junto a los pozos de un oasis. De tarde en
cuando, el simún huracanado ateza nuestros rostros. Las noches son frías y misteriosas.
Su silencio impenetrable se rompe por el gemido de alguna hiena que avienta la
presa. No se trata nada más que de una travesía de prueba.
La hora de
tinieblas
“ Qualis vita, mors ita”, decían los latinos. El estilo es el hombre.
También, la muerte. Se conoce a las personas en el juego y en la mesa. Y, en su
momento final. Nadie espere tener un tránsito a la eternidad diferente a la
forma como ha vivido. Sin embargo, hay santos en los cuales la travesía por el desierto dura hasta el
borde de la tumba. Catalina de Siena conoció una hora de tinieblas en su misma
agonía. Había arrebatado mediante su vida penitente a muchas almas de las
garras de Satanás. Éste, que es rencoroso y astuto, que no perdona, en el
instante supremo se las tuvo tiesas. Quiso resarcirse de viejas afrentas. Es un
hecho frecuente, que ofrece increíbles paralelismos con las otras dos místicas
doctoras antes reseñadas. Tampoco la muerte de Teresa de Jesús fue dulce. A
Teresita de Lisieux la visitaba el tentador
todos los días en su celda y le hablaba de esta manera:
- No hay nada al otro lado. La muerte es el final. Has vivido
preparandote para este instante y ahora te encuentras con las manos vacías. Has
sido imbécil. Podrías haber vivido mucho mejor. Haber conocido el amor y el
lujo y los regalos del mundo. Ese cielo en el que sueñas está deshabitado.
Esas mismas consideraciones venenosas sonaron en los oídos de Catalina
cinco siglos antes. Teresa de Cepeda y Ahumada para superar la tentación
compuso en artículo mortis el famoso soneto “ No me mueve mi Dios para quererte
“.
Ocurrió que en la fiesta de la Epifanía, después de tercia, estando en
la iglesia de la Misericordia, Catalina se desmayó. No era la causa de aquel
desvanecimiento uno de sus frecuentes, ni el mal de alferecía o epilepsia, no
menos infrecuentes, sino un acceso del lancinante dolor de ijada que arrastraba
después de la muerte del tintorero. La alimentación escasa, la vida a la
intemperie de los mendicantes[23]
así como los sacrificios sin tasa habían minado sus robustas salud.
Fue transportada a la casa de misericordia o “ refugio” donde con sus
compañeras la comunidad solía pasar la noche. La enfermedad duró cuarenta días
en medio de dolores atroces y el ininterrumpido hostigamiento de Satanás que
durante las ultimas semanas de estancia en la tierra la acometió con denuedo.
Los diablos no sólo la tentaban con el pensamiento de que no había nada
después. Llegaron a maltratarla físicamente, arrojandola de la cama. Todavía
tuvo fuerzas para levantarse al alba y caminar varias leguas al lado de las
hermanas girando visita a las diferentes iglesias de Roma (maitines en san Juan
de Letrán; prima, en Santa María la Mayor; vísperas en San Pedro Advíncula,
etc.), pero en Viernes Santo no pudo abandonar el lecho. Al día siguiente, sábado de Gloria, durmió en el Señor. Los rasgos de
su rostro recobraron la expresión dulce que le caracterizaba a Catalina,
después del esfuerzo de aquel combate omnímodo con los emisarios de Lucifer.
Antes de expirar, mandó a su confesor, fray Tomás, que al leerle la recomendación del alma rociase
su cuerpo de ceniza. Con mano trémula se persignaba sin cesar y no cesaba de
mover los labios murmurando secretas jaculatorias imperceptibles. De madrugada
exclamó con voz magna:
- Gracias, Señor, que te acercas. Gracias infinitas por tu amor. Te
amo “ rabonni”, maestro mío, dulce novio que me mandas a buscar.
Y rindió la cabeza sobre la almohada. La estancia quedó penetrada de
una gran luz y bañada de un olor enervante
de nardos, jazmines. La aurora apuntaba la amanecida de un día
primaveral romano. Era el 29 de abril de 1380. Catalina había conseguido la
palma de la victoria en contra las fuerzas del mal. No sólo es patrona de
Italia sino que se la invoca asimismo como intercesora en los casos sospechosos
de posesión diabólica. Toda una multitud de cojos, mancos, lisiados, leprosos,
ciegos o aquejados por algún mal desfiló ante su catafalco que estuvo expuesto
durante tres días a la veneración pública. Muchos se curaron. Era sin duda un
paradigma de feminidad. Fue la mujer fuerte a la cual el Todopoderoso confió
sus secretos. Su actuación en pro de una Iglesia en crisis fue
providencial. Fue, en puridad, una
elegida. Quizá algunas de sus proezas milagreras adolezcan de ese ambiente de
exageración que envuelve como una aureola inextricable a no pocos santos
medievales. El milagro lo era ella misma si contemplamos a esta pobre monja
giróvaga o peregrina italiana, a través
de su portentoso idilio con el Salvador. Inaugura un nuevo lenguaje. Ensancha
unos horizontes de libertad en los que han ido penetrando otras grandes figuras
de la Mística de la Cristiandad. La virtud sigue ejerciendo fascinante
magnetismo en las masas. Está claro que, de la misma manera que Jesús tuvo
discípulos, cada uno de los santos encontrará siempre émulos e imitadores. Ellas serán la manifestación de
Dios como fuerza viva en el devenir eclesial.
* * *
Capítulo V
ISABEL DE HUNGRÍA, MADRE DE LOS POBRES DE EUROPA.
El país que hoy llamamos Hungría fue una de las más importantes
provincias del imperio, la clave del arco de los territorios por Roma
dominados, y sitio de paso entre las provincias orientales y occidentales bajo
el cetro de los césares. Se llamaba la
Dacia Oriental y la Panonia, cuna de nacimiento de grandes santos y mártires
como San Martín, que era húngaro y un vélite de las legiones del Norte. A orillas del Danubio tuvo lugar el famoso
milagro de San Mauricio y la Legión Tebana. Todos los soldados y oficiales
abrazaron la fe de Cristo y, renunciando a tributar culto a los ídolos, fueron
en masa pasados a cuchillo. Esta hecatombe quizá fuera un anticipo de las
convulsiones y matanzas masivas que habían de tener por campo de Agramante este
lugar de centro Europa al correr de los años.
A partir del 316, cuando una serie de pueblos procedentes del norte
descendieron hacia el sur desde las hiperbóreas regiones de Carelia y del
Circulo Polar Ártico, lo que era llamado por los historiadores Salustio y Tito
Livio “oficina gentium”, arrasando cuanto encontraban a su paso, en Hungría se
establecieron los hunos. Por eso la lengua magiar no tiene ningún parecido con
las de los pueblos vecinos. Ni es eslava, ni latina. Se parece al finés.
Su incorporación al cristianismo fue lenta y tardía. El año 997 San
Esteban recibe las aguas del bautismo y hace bautizarse en tropel a todos los
súbditos de su marca. El papa Silvestre II en la Navidad del año 1000 lo corona
rey. Aquellas rudas tribus dejaron de adorar a la rueda del sol o esvástica y
pospusieron su culto a Wottan, a Thor y a Odín para abrazar las enseñanzas del
Evangelio. La estirpe germánica infundirá savia nueva a la decadencia del bajo
imperio, incorporando un sentido de la solidaridad y de respeto a la mujer
frente al individualista y corrompido mundo romano.
Diecinueve reinados después del de San Esteban y de las predicaciones
de Cirilo y Metodio, que redundaron en pro de la conversación de los pueblos
bárbaros aparece Andrés II, al que llamaban El Hierosolimitano, puesto que en
la Cruzada de 1217 conquistó Jerusalén de las manos del Turco. Estaba casado
con Gertrudis de Merania, la cual descendía por línea directa de Carlomagno.
Fruto de estos amores regios nacería en 1207 una princesa que recibiría el
nombre de Isabel. El hábito no hace al monje - se viene a decir-, sin embargo,
a veces los nombres predeterminan el carácter y el modo de ser de quien lo
lleva. La etimología hebraica quiere significar por Isabel “ la llena de Dios,
la cuajada en el Señor”. Isabel de Hungría, es junto a san Martín de Tours el
epítome de la piedad y de la caridad cristianas. Estuvo colmada del espíritu de
Dios, que no es otra cosa que amor.
En Tubinga, al norte de Alemania, había un rey que se llamaba Hermann.
Sus mensajeros le advierten del nacimiento de una princesa cuya venida al mundo
había sido marcada por milagros y por prodigios. Pronto sus heraldos cruzan el
Elba y llegan a Budapest. El objeto de la embajada no era otro que el pedir la
mano de la niña Isabel, que tan sólo contaba cuatro años de edad para el
heredero de la corona del landgrave, el príncipe Luis. La fiesta de esponsales
duró tres días. Al cabo los “ prometidos” partieron hacia Eisenach, donde
fueron educados y estuvieron a la espera de poder consumar su matrimonio. Eran
vestigios de las viejas costumbres bárbaras de los germanos, donde, junto a un
profundo concepto de la dignidad femenina y la fuerza del clan o de la Sippe[24]en
sus vínculos indisolubles (lo que cristalizaría más tarde entre nosotros con
sentimientos tan atávicos como la honra, la ejecutoria de hidalguía, el
espíritu de cuerpo, el sentido de clase, y esa vana noción de la alcurnia, que
se hereda al recibir unos genes determinados y no por el amor al esfuerzo y al
trabajo) podían ser cometidas estas torpezas de los matrimonios morganáticos.
Va a ser una de las lacras de la Monarquía europea en sus diferentes ramas: la
visión de los casamientos hasta el abuso como razón de Estado. Esta endogamia
daría paso a no pocas infelicidades e infidelidades conyugales, enfermedades
degenerativas como la hemofilia y la sífilis, a las que uno se hace fácilmente
a la idea con solo bajar a la cripta escurialense donde está el Pabellón de
Infantes, poblado con los restos de seres humanos muertos en la flor de la
edad.
En la corte de Eisenach hubo quien no miró con buenos ojos esta
alianza con Budapest. Nadie se atrevió a murmurar durante el tiempo que viviera
el landgrave Hermann, que era su valedor, y que consideraba a la princesa
húngara como una verdadera hija, pero a la muerte de éste, su viuda, Sofía
trató por todos los medios de anular los convenios sacramentales y buscar para
el heredero, Luis, otro partido. Esta mujer no podía soportar la idea de que
una niña extranjera, que pasaba la mayor parte del día en las iglesias, en vez
de jugar con las otras niñas, fuese un día a ceñir sobre sus sienes la corona
de Tubinga. Sus aptitudes eran más las de una fregona que los de una reina.
Inés, la que habría de ser su cuñada, incomprensiblemente, compartía esa
hostilidad hacia la princesita y no desperdiciaba ocasión para mostrarle su
desafecto. A las afrentas y desconsideraciones respondía la interesada con la
mansedumbre y el silencio. Con la muerte del señor de Tubinga, el buen marqués
Hermann, la vida de Isabel de Hungría fue semejante a la de una “Cenicienta”,
victima de los celos y de la envidia de la madrastra y de las hijas malvadas.
Era todavía demasiado joven para entender todas esas cuestiones que
tanto significan para el mundo (honores,
dinero, fama, belleza) pero, que, para Dios, no son más que escoria. Sin embargo, precoz en la virtud,
aprendió temprano a dar de lado eso que reciben los hombres de tan buen grado,
para abandonarse toda a Dios, gozando así de los placeres inefables de la muerte mística. Aceptaba los reproches e
injurias como una prueba más para ganar la confianza del Señor. En su altar se rindió como una flor
cansada, una rosa tronzada a los pies del Salvador. Había entendido bien cuales
serían los designios de la Providencia para su corta vida de únicamente
veinticuatro años: ser víctima impetratoria, petitoria, expiatoria y
eucarística por los demás.
En esta semblanza de bienaventurados, que tratamos de pergeñar,
huyendo en lo posible de los tópicos preconcebidos, que, a instancias de los
bolandistas, aquellos jesuitas que expurgaron tanto los viejos textos que han
contribuido a forjarnos una idea sandia y epicena de la santidad, observamos
cómo se repite sin tregua esa muerte mística, el aniquilamiento de la voluntad,
la “ kenosis” a lo largo de la historia
de la Iglesia, en las almas escogidas. Teresa de Lisieux quería ser un juguete,
una pelota de trapo, que todos lanzaran contra la pared. Catalina de Siena
quiere ser una rosa de pasión. Isabel, una flor tronzada.
Pese al sarcasmo y las pérfidas insinuaciones de su madre y su hermana
contra la que había de ser su mujer, el heredero de la corona, Luis, seguía
profesandola verdadero cariño. Los esponsales no fueron derogados y en la
primavera de 1220 la lleva al altar. El esposo, que había sido armado caballero
sólo recientemente y jurado la lealtad a la cruz y a la defensa de los valores
cristianos (socorro de las viudas, caridad con el pobre, enemistad a la
injusticia) contaba veinte años de edad. Isabel acababa de cumplir los trece.
Las fastuosas bodas tuvieron por marco el castillo de Wartburgo. El
abad mitrado del monasterio de Reinharstbrunn bendijo las nupcias. Hubo torneos
y luchas sobre el palenque. Juglares venidos de Polonia, Bohemia y de la
Provenza entonaron epitalamios. Los “ Minnesinger” atacaban a la vihuela los
viejos romances de las cruzadas y las canciones de gesta. Hubo mimos y partidas
de ajedrez. Banderas y oriflamas ondeaban sobre el pabellón del bastión. La
torre del homenaje empavesada lucía las mejores galas. Desde los altos ventanales
los añafileros del rey hacían sonar las tradicionales murgas. A todas horas
sonaban clarines y atabales pregonando
la unión en matrimonio del landgrave Don Luis IV de Thuringen con la reina de
Hungría. En los banquetes, que duraron tres días, se sacrificó una novilla y
tres terneros. Corrieron ríos de cerveza y de hidromiel. Los coperos de Palacio
sirvieron el mejor vino del Rin en honor
de los invitados. Fue una boda por todo lo alto, un acontecimiento que merecería
todos los honores épicos en la pluma de Victor Hugo, de Fernández y González, o
de Sir Walter Scott.
Los memoriales harían pensar en la primera sentencia con que empieza
el Fausto: “ Había una vez un rey en Tule...”.
Estamos en los tiempos gloriosos de la caballería andante y el duque
Luis era un espejo de caballeros feudales. La Orden de la Caballería no tenía
otro proposito que fundir la fe cristiana con el valor guerrero. Se recibía la
acolada o el toque de varas después de una preparación o catarsis. Los
aspirantes a la investidura tenían que velar las armas una noche entera, haber
hecho penitencia y confesado y comulgado. En el acto iniciático los neófitos se
comprometían no sólo a proteger loas intereses de la religión con la propia
vida incluso sino también a dar la cara por el pobre y el desvalido, y
partirsela a todo aquel que maltratase a una dama de obra o de palabra. Un
caballero andante tenía que ser socorro de viudas y doncellas desvalidas,
paciente y afable con el débil, altanero, con el encumbrado y engreído. Tenía
en una palabra que administrar justicia en el nombre de Jesucristo.
Este concepto de justicia, hoy tan pordioseado y manoseado, fue la
cuna donde dio su primer vagido la unidad europea, a la sombra de la Cruz. No
fue el dinero ni el comercio el germen de esta visión de futuro. Fue la
búsqueda y de un ideal conjunto de índole altruista y caballeresca. No otra
cosa puede ser Europa, que no se concibe sin esa aspiración que brota de las
páginas del Evangelio como ideal de tolerancia, perdón y una vida mejor. Por eso
sería un sacrilegio paganizarla enteramente o hacer que abjure de su religión,
convirtiendola en mora o en judía, en
atea o en hereje, como pretenden algunos. La Cruz ciertamente en un tiempo tuvo
que estar al lado de la espada. No cabía otra
alternativa. Tuvo que ser defendida contra la Media Luna a punta de
lanza y con sangre. En la mentalidad germánica se pensaba en los términos de “ Blut und Boden”[25],
que sirvió de diorama al mundo feudal. Así se explican las conversiones en masa
o los bautismos multitudinarios de pueblos enteros de los francos con Clodoveo,
de los eslavos tras las predicaciones de San Cirilo y San Metodio. El siervo de
la gleba tenía que imitar al amo en todo, inclusive las creencias religiosas.
Al grito de “ Dios lo quiere “, fueron proclamadas las cruzadas. No había otro remedio que aceptar la voluntad
de Dios, manifestada a través del jefe. Este componente jerárquico es
imprescindible cuando se aborda la cuestión de la rápida propagación del
cristianismo entre los bárbaros.
Por desgracia, si la religión
es la poesía de todos los pueblos, la política nos enseña su cara más prosaica
y detestable. Cuando fracasa la política, según decía Metternich, se recurre a
la guerra. Es lo más probable.
Amala como Cristo
amó a su iglesia
No hay sociedad más íntima y
sagrada, ni cosa más perfecta que el matrimonio cristiano. El de Santa Isabel
de Hungría y el landgrave fue un dechado de virtudes caballerescas y de
perfección. Así como cada día trae su afán, cada etapa de la historia posee sus
santos. Ellos vienen a ser depositarios de la voluntad de Dios en sus designios
para el hombre en un tiempo concreto. Ellos representan la cumbre de estos
valores de la familia, que no ha de ser un mero acuerdo contractual, a tenor
con los paganos, ni una simple ceremonia ritual, de acuerdo con el sentir de
los judíos, quienes no se distinguieron precisamente por su trato de
consideración a la mujer. Ella está lacrada por el sello de un sacramento que
confiere la gracia de Cristo para la santificación de dos almas, del hombre y
la mujer. Es un símbolo de la encarnación del Verbo y del consorcio de Cristo
con su Iglesia, con la que forma una sola carne. Si Cristo se hace cabeza de su
Iglesia, el hombre que voluntariamente se une a la mujer se constituye en cabeza
de familia (un apelativo hoy harto degradado por voluntad de la Bestia y el
Gran Embustero, muñidor de apostasías y de fantasías, que está confundiendo a
las pobres gentes con la subversión de valores) o dirigente de una asamblea.
Merece una autoridad y un respeto, tal cual. A la recíproca, y, como reza el
oficio de velaciones “esposa te doy y no
una esclava, guardala y amala como Cristo amó a su Iglesia”, contrae el
esposo los deberes de respetar siempre a su mujer, no maltratarla, serla fiel y
amable, de un amor condescendiente, valeroso y cristiano.
Se trata de una sociedad dual en la que ha de haber una cabeza,
alguien que dirija y mande. Si es la mujer la que asume tal papel, se habrán
contravenido las leyes divinas. Nos encontraremos ante una inversión de los
valores no sólo cristianos sino éticos. Desintegrada la familia, si cada uno se
permite en el seno del hogar lo que quiera, porque le apetezca, porque lo tengo
asumido, porque es mi derecho, porque me da la real gana, entonces he aquí que
nos encontraremos muy cerca de los días de la Bestia. La serpiente del paraíso
empezó tentando a Eva. Todos estos desafueros que nos meten por los ojos las
secciones de la crónica negra de los periódicos, las lágrimas, los insultos,
las amenazas, los asesinatos, arrancan de un punto común: la altanería de Eva, la inversión de roles,
el quebranto de lo establecido por la naturaleza. La serpiente engañó a Eva:
- Si comes de esa fruta, serás una diosa.
La primera mujer pecó. Los habituales de la crónica negra omiten la
segunda parte de esas historias de amores derrumbados y de vidas rotas. Porque
toda historia tiene por lo común un prólogo y un epílogo. La generación
espontanea es un anacronismo. Luego, el diablo se frota las manos ante esa
falta de veracidad o la indolencia de ciertos comunicadores mediúmnicos sin
entrañas que narran historias de lo más crudo con una sonrisa sardónica entre
los labios, con morbo y hasta refitoleo. Es la acerada sonrisa de la Bestia.
Todos y todas, maripavas y mariguerras, tienen más cara que el ex falangista
Onega, gallego en ejercicio, que manda mucho en el consorcio del triángulo.
Quiero decir Antena 3, la voz de
Hermida, y de su amo, ellos han conseguido que a esta España de prevaricadores
no la conozca la madre que la dio el ser.
Rostro amplío del cemento armado. Francmasonería legítima, enemigos de
Cristo, amigos del papa - es lo que ellos se creen - y negociantes del Jacobeo
99. Muy peligrosa gentuza. No por ramplones y felones, mediocres, sino porque
se han autoproclamado comisarios de cuanto ocurre. ¿ Gallegos o judíos? ¿Galgos
o podencos? ¿Gigantes o molinos de viento? ¿ En qué quedamos?
Ellos hablan de pareja. Dios habla de matrimonio. Aluden ellos al sexo
como una especie de purga de Benito y de la cosificación de la mujer como
fuente de deseos y de apetitos. Dios habla de amor y de generación, de la
guarda de la continencia de los esposos frente al instinto, que ha de ser
siempre un medio nunca un fin en sí mismo. Ellos, creyendo exclusivamente en la
“ mujer objeto”, la hacen desfilar por esas lujosas pasarelas, que recuerdan a
la catasta donde los romanos exhibían a la venta a sus esclavos. El incesante
desfile, retransmitido por los medios ópticos y que encuentra una buena acogida
en la prensa de bulevar, recuerda a un mercado de carne selecta. ¿ Qué fue de
la hermosa y noble virtud de la modestia? ¿ No vende?
Ellos han sustituido la caridad por la filantropía. Ya no se sabe
quién es el prójimo. Hay que irlo a buscar a países lejanos. Y la alegría, por
la tristeza y el aburrimiento. Y la bondad, por la iniquidad. La justicia, por el enjuague de unos cuantos
rábulas implacables con ansias e popularidad y de cabeceras de primeras
paginas. Y la fe, por la desesperación. La dulzura, por el gesto bronco y la
desconfianza. Se preocupan en exceso de las enfermedades pero han dejado de
rogar a Dios, autor de la vida y de la salud, y de mirarle.
Santa Isabel de Hungría y su esposo se quisieron tanto que no sólo
llegaron a parecerse físicamente sino que quienes trataban a la pareja sacaban
la impresión de que, viviendo el uno para el otro, respiraban al unísono haciendo válida aquella
suposición de que el sacramento más grato a los ojos de Dios es el del
matrimonio, porque comporta un mayor de entrega, de sacrificio, de comprensión
y de tolerancia. Mediante él se accede a la santidad por partida doble. Al fin
y al cabo, San José y María, al establecerse en sagrada familia, fueron un caso único.
Limosna.
Penitencia.
Muchas noches las pasaba en oración Isabel. De madrugada, una de sus azafatas de
compañía, por nombre Ysentrudis, tenía la obligación de ir a despertarla. Junto
con el duque bajaban a la capilla a cantar maitines con los frailes. A esta
gran capacidad para la oración y la penitencia - la joven reina se azotaba
todos los viernes con unas disciplinas engastadas de piedras punzantes y bolas
de acero - se unía su amor a la caridad. Fue santa limosnera donde las haya. Se
quitaba ella de la boca para darselo a los mendigos, que formaban grandes colas
ante las puertas del palacio. Cuando se desplazaban de Wartburgo a Eisenach, o
Budapest, los dos esposos, les seguía, como una mesnada, un ejercito de pordioseros. Aquélla, más que
una corte medieval, parecía una peregrinación de mendicantes. Era la locura de
la cruz, algo que nunca entenderá la sabiduría del siglo. Los “ expertos” y
disertos en ambiciones terrenas se harán la pregunta eterna:
- ¿ A que vienen esas austeridades? ¿ Cuál es el objeto de esa caridad
que se entrega al pobre que va de camino si se gastará la ofrenda en la primera
tasca de la ruta?
La única respuesta está en las palabras del Redentor: “ Porque el que
busque su vida la perderá”. Ser cristiano quiere decir permanecer crucificado
con Jesús. Sólo los trabajos, las tribulaciones llevan al cielo. A él se accede
por la ruta de la abnegación y del menosprecio, las incomodidades. La reina
sentaba todos los días a su mesa a un buen golpe de vagabundos. No les
entregaba las viandas por el torno. Literalmente, comía en su compañía que para
la virtuosa señora resultaba más grata que la de los grandes príncipes y
duquesas. El castillo de Wartburgo en la Baja Sajonia - allí donde se
refugiaría Lutero en 1521 huyendo de sus perseguidores - es un bastión
emplazado sobre una eminencia, de donde se domina el tránsito hacia Weimar. En
tiempo de guerra resulta un lugar inexpugnable por hallarse en un sitio muy
escarpado, rodeado de una mota o foso y de pasos de ronda. Para ganar su
acceso, hay que salvar una considerable pendiente.
Al pie del castillo de Wartburgo pronto acampó una multitud de
desposeídos que habían llegado al sitio atraídos por la fama de las grandes
caridades que hacía la mujer de landgrave. Isabel bajaba todos los días a
socorrer a sus pobres. Aquí hay que traer a colación un milagro, adscrito a la
famosa Leyenda Áurea (puesto que lo comparte con otras santas compasivas como
Santa Casilda de Toledo), y que uno de sus biógrafos M.de Montalambert asegura
que se basa sobre hechos contrastados. Isabel, tan generosa había sido con los
necesitados, que había puesto la hacienda familiar a merced de los acreedores.
Las arcas ducales quedaron en bancarrota. Lo daba todo: la ropa, el ajuar, el
menaje, las alhajas. Esto, a través de su suegra Sofía y de su cuñada Inés,
llegó a los oídos del marido, el cual estaba acompañando al emperador que
residía a la sazón en Cremona. Rápidamente, Don Luis emprende viaje de regreso
a sus lares. Casi a las puertas del castillo se encuentra a su mujer que bajaba
a toda prisa. Iba furtiva y como a la agachadiza. A la vista del esposo, sintió
una cierta inquietud y turbación. Parecía esconder bajo el halda un bulto.
- ¿ Dónde vais, Catalina, tan azogada? ¿ Qué escondéis ahí bajo la
ropa?
Portaba varios objetos y útiles que había añascado de alguna de las
dependencias del castillo, alimentos y viandas, mantas, cerveza para matar el
hambre o cubrir la desnudez de aquellos desvalidos, que la aguardaban abajo.
Turbada, pero, llena de recursos, con esa facilidad que tienen las mujeres para
el disimulo, se apresuró a decir:
- Nada, marido mío. Llevo rosas.
Efectivamente, abrió el regazo y cayeron al suelo una ramillete de
rosas perfumadas. Era pleno mes de enero y
en Alemania, donde el invierno es tan frío. Había nevado, pero ello no
fue óbice para que las rosas germinasen en el regazo de quien tanto amaba a sus
semejantes. Maravillado y sorprendido
ante un hecho tan insólito, el duque, cayendo de rodillas, dio gracias a Dios
por aquel milagro. Conservó una de aquellas fragantes rosas como reliquia. Al
alzar los ojos, vio como un crucifijo resplandeciente se posaba sobre la cabeza de la dulce
Isabel. Es uno de los más bellos
fragmentos de la Leyenda Áurea, o mitología cristiano medieval, que se repite
con frecuencia, como por ejemplo en la persona de Santa Casilda.
En el caso de Santa Casilda, una santa mozárabe, hija del rey moro Miramamolín y convertida
secretamente al cristianismo, también fueron flores las que se derramaron al
suelo cuando fue sorprendida por su padre camino de la prisión con varias hogazas
de pan para los cristianos que estaban amarrados en las mazmorras de su padre,
quien, sospechoso de su fe cristiana, mandó degollarla, pero un día antes del
ajusticiamiento, un ángel vino a rescatarla y, prendida por los cabellos, la
trasladó a un lugar de la Bureba, donde Casilda llevaría vida de [26]anacoreta.
Murió cumplidos los ciento cinco años.
Ambas historias parecen entrelazadas. En cualquier caso, son dos
hermosos cuentos con moraleja: Dios intercede por el que ama. Sin la Leyenda
Dorada no tendríamos este fabuloso cupo de santos míticos que pueblan los
retablos de nuestros altares y constituyen la espina dorsal del catolicismo,
adornos siempre señeros de la esperanza y de la fe. Para vivir hay que creer y
para creer hay que volverse un poco niños. Si no os hacéis como niños, no entrareis
en el Reino de los Cielos. Cristo bendito nos predispone con la mejor actitud
para embarcarse en la lectura de los libros de santos. Sin Leyenda Áurea
tampoco tendríamos caballería andante.
Sin fe no llegaremos a ninguna parte.
Sólo allí donde quieran llevarnos los Comisarios Informativos, los
Heraldos mesiánicos. La Constitución no
es carta magna. Es carta chica. No podemos convertirla en un factótum, ni en
las tablas de la Ley, pero esta sociedad sufre a causa de muchos que van por la
vida creyendose que son el profeta Moisés. Debemos de volver a empezar a soñar.
Tenemos todavía mucho que aprender.
Se acostó con un
leproso.
A los catorce años alumbra la dulce Isabel su primer vástago. Es el
príncipe Hermann, el heredero del ducado de Tubinga. En años subsiguientes
parió a otras dos criaturas, un niño y una niña. Sus tareas de esposa y madre
las alterna con las de la caridad. Siempre fue solícita con los menesterosos y
todos los días bajaba la empinada cuesta del castillo hasta el valle donde había
mandado construir un asilo para peregrinos y un lazareto para los enfermos.
Objeto especial de su predilección eran los leprosos, a los que curaba y
atendía sin el menor asco. Esta enfermedad bíblica se había hecho endémica en
Europa durante la Edad Media. El hacinamiento, la falta de higiene, la
promiscuidad sexual, trajeron los flagelos de la lepra y la sífilis. Se trata
de dos enfermedades cutáneas cuyos síntomas se confunden. Entonces no había
dermatólogos, ni vacunas. Contraer la treponema sifilítico o el agente patógeno
que desencadenaba la lepra era la cosa
más corriente del mundo.
Se llegaron a contar cerca de treinta mil leproserías en todo el
continente. Aquél que contraía la
enfermedad, apenas aparecida la urticaria con manchas rojas, la picazón y las
escoriaciones, tenía la obligación de presentarse a los sacerdotes. Se recluía
al enfermo durante cuarenta y ocho horas en la capilla de una iglesia, se le
vestía de una hábito negro. Un confesor acudía a leerle la recomendación del
alma. El desdichado gafo [la lepra seguía considerándose igual que en los
tiempos de Cristo como un castigo del Cielo] era obligado entonces a asistir a
su propio funeral. En su presencia se cantaba una misa de réquiem. Al ofertorio
el diácono le hacía entrega de una carraca o tablillas de San Lázaro para que
cuando caminase por la calle al agitarlas todos se apartasen. El sonido del tartavelo advertía a los viandantes de la presencia de
un apestado y todos se hiciesen a un lado, que llegaba el leproso. Lo incensaban, se le leía el evangelio de la
Resurrección de Lázaro. Los clérigos entonaban un ritual de largas
letanías. Luego, en andas, y porteado
por cuatro palafreneros, lo llevaban a una cabaña apartada de la ciudad. Detrás
venía una procesión de flagelante que salmodiaban el lúgubre responso del
Miserere. Allí quedaba recluido. El
municipio le otorgaba una vaca, una punta de ovejas o cabras y algunos costales
de trigo o de maíz para que durante su confinamiento no pereciera de hambre.
Antes de dejarlo allí abandonado a su suerte, el sacerdote pronunciaba un
exorcismo rogando a Dios por la curación del gafo que quedaba “ interdicto” de
todo trato o comercio con gentes. Era la “ manda” o ritual de apestados que
decía así:
Yo te absuelvo de tus
pecados y te prohíbo que salgas de casa sin tu hábito de leproso. Que vayas
descalzo. No habrás de pasar por callejones estrechos. Yo te prohíbo que hables
con ninguno sin tapabocas o con el viento dando de cara. Yo te prohíbo,
hermano, que vayas a ninguna iglesia, que entres en cualquier monasterio donde
acogerte a sagrado. No pisarás ni feria ni mercado. Ni lugar donde se junten
hombres cualesquiera. Así te mando que te abstengas de ayuntamiento carnal con mujer que no esté leprosa. De ahora en
adelante absténte de lavarte las manos o los pies en fontana pública o en
arroyo o laguna. No habrás de tocar a
niño alguno, ni de besarlos. Hasta que quedes limpio. Amen.[27]
Pronunciadas estas palabras del “ Enquidrion” de enfermos, se cerraba
la puerta de la cabaña. Y todos se apartaban. El miedo a la enfermedad era tan
pavoroso que las ovejas y la vaca del rebaño que la villa entregaba al apestado
para su mantenimiento no corrían peligro alguno por los ladrones. Nadie osaba
poner los dedos sobre el ganado de un hombre excomulgado de la iglesia por
impuro. Eran los enfermos de lepra los
parias de los parias en aquella sociedad jerarquizada y fuertemente dividida en
castas y rangos.
Santa Isabel de Hungría no sólo no se apartaba de ellos, sino que les
lavaba, les vestía y les cuidaba y hasta les metía en su lecho. Una tarde de
Jueves Santo tuvo a bien lavarle los pies a doce leprosos. Uno de ellos, por
nombre Elías, en cuyo organismo la lepra manifiestamente descubría sus zarpazos
- le faltaba la mitad de la cara y sus piernas era tan sólo unos muñones-
después de los oficios lo retuvo para atenderlo, porque estaba en un estado
horripilante y lamentable. Se lo llevó a su casa y lo metió en el propio lecho.
Ese mismo día al caer la tarde, el duque de Tubinga, sin previo aviso
regresó de Cremona, donde a la sazón estaba la corte del emperador. Volvía para
celebrar la pascua con los suyos. Con la noticia de la llegada del amo hubo un
gran revuelo entre los castellanos. La duquesa Luisa fue la primera que bajó a
recibir a su hijo, al cual en tono sarcástico le dio el parte de las nuevas
acaecidas en la corte durante su ausencia. Aún
pensaba que su nuera era poco partido para el landgrave. La consideraba
indigna de ceñir sobre sus sienes la corona del ducado de Tubinga.
- Sabrás, hijo, que tu mujer es zafia y abandonada. Descuida de la
tarea del hogar y de la educación de los niños. Está todo el día zascandileando
por las iglesias de Eisenach y hasta se acuesta con un pobre diablo al que
llaman Elías. Es un judío piojoso y está enfermo. Quiere pegarte la lepra.
Al escuchar tan graves nuevas, que comprometían su honra, el caballero
se echó mano a la espada. Acto seguido subió corriendo a los aposentos donde
Isabel le aguardaba cuidando a su enfermo. El duque, rojo de cólera, fue para
la cama y de un manotazo deshizo el embozo y tiró de las sábanas. Consternado,
comprobó que quien yacía en su lecho era Jesús Crucificado. Luis se abrazó a su
esposa y, cayendo de hinojos, exclamó:
- Señor mío y Dios mío. Ten piedad de mí, pobre pecador. No soy digno
de ver tales maravillas que haces en mi casa. Di una sola palabra y mi alma
quedará sana.
Aquel guerrero medieval, curtido en mil batallas, lloraba como un
niño, mientras recitaba la oración del Centurión. Fue así, según los
panegiristas, como la calumnia quedaría desarbolada, y, el odio vencido, la virtud de aquella esposa abnegada salió
triunfante de la satánica embestida. El diablo suele con frecuencia de vecinos,
parientes y allegados de las almas a las que prueba para inocular su veneno de
áspid. Desde aquel día el duque Luis de Tubinga nunca volvió a dudar de la
fidelidad de su mujer. A Isabel la llamaban la “ madre de los pobres “ por todo
Alemania.
Muerte de un
cruzado
El día de la Navidad de 1226 el papa Inocencio III, aquel gran papa
que protegió a San Francisco de Asís y que pasó la mayor parte de su vida
embarcado en cruzadas, o contra el Turco o contra los albigenses, (le llamaban
el “ estupor de las gentes “), llamó a
capítulo a los príncipes cristianos otorgando una bula para la conquista
de Jerusalén. El primero en acudir fue Federico II, emperador de Alemania. El
duque de Tubinga decide unirse a la bandera del emperador. Tras las levas
correspondientes, se hacen proclamas en todos los templos del sacro Imperio de
la cruzada. Todo aquel que muera peleando por la cruz irá directamente al
paraíso. A los soldados se les impone una cruz griega sobre el pecho y se les
arma caballeros según el rito de San Juan de Jerusalén. Luis trata de ocultar
el hecho de su alistamiento, escondiendo la cruz de los caballeros debajo del
albornoz. Sin embargo, Isabel, que estaba a la sazón encinta de su cuarto hijo,
adivina sus pensamientos. El día de la Natividad de San Juan Bautista, 24 de
junio, cuando las mesnadas del duque emprenden la cabalgada hacia Roma tras la
cruz alzada, que acaba de bendecir el abad de Rheinshartdunn, fray Conrado,
tiene una revelación de Cristo que le dice: “ No lo volverás a ver más en esta
vida, pero en el cielo estaréis siempre juntos”. La comitiva pasa los Alpes y
en Milán se une a los cruzados franceses e ingleses. Embarcaría en el puerto de
Brindisi, pero en alta mar se declara una epidemia que diezma a toda la
escuadra. El duque de Tubinga es desembarcado en Lepanto donde fallece sin
poder avistar los muros de Jerusalén. Sus últimas palabras fueron para su
esposa y sus hijos. Al último de ellos no los llegó a conocer.
La muerte del duque hizo renacer el ambiente de intrigas en su corte
manejadas por su madre y por su hermana contra el legítimo heredero del trono,
que era su hijo Hermann. Sin embargo, la corona le fue usurpada por felonía.
Dos hermanos, el uno segundogénito y el otro bastardo del difunto despojaron a
Isabel de todos sus bienes, la desalojaron del castillo de Wartburgo. Una noche
de invierno se la vio salir por una poterna y con sus cuatro hijos, el más
pequeñito en brazos, descendió por la empinada cuesta que iba rodeando al
roquedal. Tuvo que pedir limosna y vivir de la caridad. A tal respecto se
cuenta una historia muy elocuente sobre estas mudanzas de la fortuna y de los
afectos de los seres humanos. Estaba pasando un río la caritativa mujer por una
vado en el que habían colocado unas piedras para servir de peana a los que
intentaran cruzar sin mojarse. Cuando colocó su pie sobre una de las piedras
llegó otra mendiga, a la que había socorrido la reina tiempo atrás con sus
caridades y removiendo la piedra la lanzó a la corriente:
- Por zorra y por mala - gritó la energúmena.
Fue el único pretexto que dio la pordiosera por acción tan deleznable.
Sin embargo, muy digna y sin perder la sonrisa, con una majestad augusta
dibujada en el rostro, se levantó, plisó sus ropas, que ya eran harapos y sin
murmurar una sola queja siguió su camino. La mejor arma para combatir las
asechanzas del enemigo del género humano es la mansedumbre, verdadero
crisol de la caridad. Algo debe de haber
en el rostro y en el continente de los santos que de esa forma atrae la rabia
satánica de la carne, y que a los ojos del mundo les hace comparecer como perdedores.
Se les llama locos, borrachos, infames. Ellos, ante la ignominia y la calumnia,
asistidos por una fuerte ráfaga del viento del Espíritu, ni descomponen los
gestos.
Y en esto sucedió que los cruzados, compañeros del duque Luis,
volvieron desde Siria con sus restos. Habían enterrado el cadáver en Lepanto y
al regreso los exhumaron para darles sepultura en el monasterio de
Rheinhartsbrunn. Cuando supieron la noticia de la indigna conducta que habían
tenido sus dos hermanastros, el landgrave Enrique y Conrado, para con Isabel de
Hungría, se indignaron. Uno de ellos desafió a los nobles y les echó en cara su
noticia, pero Isabel se interpuso y pidió clemencia para sus verdugos. Al fin y
ante los despojos mortales del infortunado Luis, que fueron velados durante
tres días en la iglesia del famoso convento, y con una misa de exequias que
duró toda la noche, al destapar el féretro comprobaron los presentes que el
cadáver incorrupto, que parecía tal que un hombre dormido, oyeron una voz que
clamaba desde adentro del cenotafio:
- Por Isabel yo también perdono a mis hermanos,
Era la voz del propio duque que daba aquella albacea testamentaria de
reconciliación. Confundidos por aquel extraordinario acontecimiento, el
landgrave aleve y su hermanastro cayeron de rodillas y prometieron devolver lo
que habían tomado por la fuerza. Isabel, de esta manera milagrosa reinstalada
en sus derechos y prerrogativas, volvió a ser el ama de Wartburgo, aunque por
poco tiempo. Cedió la corona ducal a sus cuñados e hizo dejación de sus bienes.
Quería abrazar una vida de penitencia. Habiendo llegado la fama de su santidad a oídos del papa Inocencio III, éste le manda una bula dandole dispensa para
ingresar en la orden tercera franciscana. El landgrave Enrique la había
prometido una suma de quinientos marcos. Con ese dinero se compra una casita a
las afueras de Marburgo. El resto lo distribuye entre los pobres. Este lugar,
uno de los primeros conventos terciarios, en que se vivía con todo rigor bajo
la regla y el cordón de San Francisco, se convertiría en casa de pobres, donde
se practicaba la caridad cristiana en su más alto grado. Allí la dueña atendía
con especial solicitud a sus queridos leprosos.
Para unos el caso de esta ilustre dama es un caso patológico. Otros la
consideran simplemente una santa. El obispo de Bamberg piensa que lo que está
haciendo es una locura y encauza una serie de trámites para que Isabel vuelva a
contraer matrimonio. Querían casarla con el propio emperador, Federico II. Ella declina la proposición. Siente que su
camino de santificación es el de la viudedad. Está fuertemente unida al Esposo
que nunca muere ni defrauda. Ha escogido el cordón de la orden terciaria. Se da
la casualidad de que ella había nacido el
mismo año en el cual el Pobre de Asís se durmió en el Señor. Entre las dos almas se crea un vínculo de
espiritualidad que nos hace preguntarnos si Isabel de Hungría no fue en verdad
un alma gemela de las de Clara y Francisco.
Sus hijos iban ya siendo mayores. Al heredero Hermann lo envía al
castillo de Kreuzberg. Sofía, la segunda, estaba prometida al duque de Brabante
que estaba emparentado con otra santa famosa del Medievo, Genoveva de Brabante,
la santa que liberó París. María entró monja benedictina en Witzigen. En cuanto
a Gertrudis, la pequeñita, la que nació al poco de la muerte de su padre camino
de la Cruzada, la donó de oblata al convento de premonstratenses de Aldenberg.
Su confesor, fray
Conrado de Marburgo ¿ abogado del diablo?
Abrazada a la vida de mortificación, habiendo entregado todos sus
bienes a los pobres, y habiendose desprendido de lo que más amaba, que eran sus
cuatro hijos, fruto del matrimonio con el hombre que había amado con locura en
este mundo, y a cuya memoria deseó permanecer fiel hasta el sepulcro, no le
quedaba sino hacer ofrenda de sí misma: morir enteramente al egoísmo. No le
faltaron pruebas a este respecto. Su confesor, una tal fray Conrado, la sometió
a toda clase de pruebas, poniendo de manifiesto una sevicia y una crueldad fría
fuera de todo orden. Este religioso prohibió a Isabel que hiciera más limosnas,
y llegó a golpearla con una estaca porque en cierta ocasión había penetrado en
la clausura de un convento de benedictinas de la localidad. So pretexto de que
estaba muy pagada del cariño que la profesaban sus dos camareras, Yseltrudis y
Guta, que habían seguido a su dueña a lo largo de persecuciones y exilios, hizo
que éstas fueran despedidas. En sustitución vinieron dos mujeres de aspecto
monstruoso, gruñonas y poco fiables. Isabel acató las órdenes de Conrado de
Marburgo, que andando el tiempo moriría asesinado. La virtud de la obediencia
la practicó en grado extremo. Era la obediencia de cadáver que decía Ignacio de
Loyola. Sin embargo, no cabe la menor duda de que, vista al trasluz de la
historia, los caprichos y arbitrariedades del clérigo suscitan verdadera
repulsión. Pero, como el que obedece nunca se equivoca, Santa Isabel, puesta a
recaudo por el divino Hacedor, se libró de las aviesas intenciones de su
director espiritual. Tales instancias vuelven a repetirse en otras grandes
santas, como Teresa de Avila o Teresita de Lisieux. Almas selectas hubieron de
pechar con la falta de tacto de confesores de conducta moral dudosa,
impertinentes, tontos, o, simplemente sádicos. De ellos se sirve el Señor para
acrisolar la virtud de quienes escoge.
La fama de santidad de la hija del rey Andrés de Hungría pasó los
Alpes. El papa Gregorio IX la envió un regalo: el manto que había pertenecido a
Francisco de Asís, al cual acababa de canonizar en Peruggia. Esta prenda fue
para ella un verdadero don llovido del cielo. Los peregrinos que llegaban del
Oriente de Europa a Aquisgrán y otros santuarios emplazados a la vera del Rin
propalaban por todos los rincones las maravillas y milagros que hace la Madre
de los Pobres, a la que empezaron a llamar
Isabel la Dichosa. Resulta un hecho por más misterioso, pues pertenece a
los designios inescrutables de la Trinidad, el ver cómo en tan cortos años de
vida pudo obrarse tanto. La reina, la esposa del landgrave Luis IV, tenía tan
sólo veinticuatro años el día que su alma voló al cielo en la noche del 19 de
noviembre de 1231. Cuentan que momentos antes de expirar vieron posarse algunos
de los circunstantes sobre el alero de la cama a una paloma blanca, que empezó
a cantar con voz humana y dulcísima unos himnos nunca escuchados en este mundo.
La celda de su convento choza de Marburgo se inundó de claridad y un aroma
embriagador colmó el lugar. Todos querían tocar el cuerpo de la santa viuda que
se fue al paraíso pero cuyo halo sagrado quedaba en la tierra para socorrer al
desvalido, para curar al enfermo y arrojar los demonios. Es el carisma, la
lluvia de rosas, de la cual hemos hablado y vendremos hablando a lo largo de
los diferentes trancos de este libro. La lluvia de rosas no pertenece en sí a
un hermoso capítulo de la leyenda áurea. Es algo verdadero y real.
Durante cinco días los restos mortales de Isabel de Hungría quedaron
expuestos a la veneración popular. Gentes llegadas del corazón de Alemania, del
Tirol y de los Cárpatos llegaron a ofrecerle sus últimos respetos. Su tumba se
convirtió en centro de peregrinaciones. Cuatro años después, el día de
Pentecostés de 1235 subía a los altares y su nombre inscrito por Gregorio IX en
el catálogo de los santos, al cabo de un proceso de canonización rápida,
haciendose caso omiso de que uno de los postulantes de la causa, el propio
Conrado de Marburgo, que fungió como confesor, cayera asesinado en el verano de
1233. Un hecho inexplicable y hasta la fecha no esclarecido. Tuvo, sin embargo,
una incoación inapelable. Fue la deposición que el propio landgrave, Enrique,
el usurpador de los derechos de su cuñada sobre el territorio de Tubinga, que
hizo en Roma ante el Santo Padre. El duque, cubierto de ceniza, peregrinó a la
Ciudad Eterna y confesó ante el papa todos sus pecados. El testimonio del duque
fue suficiente para demostrar que la virtud de Isabel de Hungría había
alcanzado alturas heroicas.
La sepultura de la santa se conservó intacta en una cripta de la
catedral de Marburgo hasta 1531, cuando el elector de Sajonia, Felipe de Hesse
y Contramaestre de la Orden Teutónica, se a sí mismo se proclamase protector de
Lutero. Las guerras de religión y la furia antipapista hicieron que las
iglesias fueran saqueadas y que ardiesen abadías y conventos por los cuatro
costados. Es entonces cuando se pierde el rastro de los huesos de la santa,
aunque se dice que para evitar su profanación por los impíos el cuerpo fue
serrado y esparcidas las reliquias por toda la cristiandad. El cráneo lo
conservan las carmelitas de Bruselas; una tibia está Colonia y en Wroclaw,
antigua capital de Prusia, a orillas del Oder, se conserva el bastón de
caminante con el que salió la viuda el día que sus cuñados la mandaron al
exilio en compañía de sus cuatro hijos de corta edad.
Es sin duda la gran santa de Europa.
La Madre de los pobres. La víctima suprema de la caridad. Ejemplos como
el suyo nos consuelan y son un seguro de referencia para caminar en el ámbito
de las tinieblas y el ambiente de odios y de guerras que nos subyugan. Bendita
seas, Isabel, llena de Dios, traspasada por la locura inefable del Cristo.
Ruega por nosotros. Amén.
12 de diciembre de 1998
* * * * *
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***
*
Capítulo VI:
RADEGUNDA DE POITIERS
- Esta santa es un vivo testimonio del respeto que siempre tuvo la SRI
por los derechos de la mujer.
- En tiempos de Carlomagno se permitió el acceso de mujeres al
estamento sacerdotal. Pero no podían pasar del
diaconato.
- Los bellos ritos de la liturgia visigótica.
**
Ave cruz santa, esperanza única; tus brazos abiertos en lazo amoroso
dominan a la Humanidad en marcha. Estos versículos de uno de los más hermosos
cantos a la cruz, el Vexilla Regis,
que figura en los viejos evangeliarios hispano visigóticos definen la silueta y
el hondo de la personalidad de Radegunda de Poitiers (521-587), una flor
alemana transplantada a Francia, que a lo largo del tiempo no ha dejado de
producir frutos de virtud, milagros y conversiones. Su fiesta el 13 de agosto
fue celebrada durante más de trece siglos en el Mediodía francés con gran devoción. Son incontables
los santuarios y estatuas a ella dedicadas en Oxford, en Francfort, en Viena,
en Milán y en España. Fue una personalidad muy querida y celebrada como
milagrera en los siglos medios. Santa Radegunda fue santa y fue reina y una
mujer muy entera que hace honor a su nombre que en el viejo lenguaje de los
Varegos quiere decir “ alegre “. Radegunda fue sede de la sabiduría, almena del
coraje, jardín de la belleza, protectora y mecenas de poetas y trovadores
medievales, enemiga de la tiranía y amante de la libertad de Cristo. Ella marca
el punto de inflexión del espíritu femenino a la búsqueda de un ideal.
Manumitida la antigua esclavitud del gineceo pagano, Radegunda y sus
compañeras buscaron su libertad en el convento medieval. Fue una pionera de la
vida monástica. Tanto le apasionaba el silencio como la ciencia, porque en sus
cartas - se conservan algunas a Venancio Fortunato - refleja un gusto fuera de
lo común por la literatura latina. Era muy elegante en latín. Esta santa
representa el punto de convergencia de la iniciativa de la emancipación
femenina en Cristo, como amor que no defrauda. Es un amor que no está reñido
con la cortesía del mundo provenzal. Buscó el ideal monástico no como ofrenda
de vida sino como vehículo de comunicación con sus semejantes.
Dejemos a los escépticos y a los seguidores de ese gran reprimido que
se llamó Segismundo Freud que se explayen en sus contumelias y diatribas contra
la modestia y la castidad y digan que éstas no son virtudes sino tabúes
aberrantes. Permitamos que se desahoguen haciendo chanza y chacota de lo más
sagrado y hablan de histerias, hiperestesias, alucinaciones y delirios, que
tanto se dieron en el Viejo Testamento pero que han dejado de producirse en el
mundo judío, aunque sospechamos que la negación de lo preternatural excluye la
posibilidad de la revelación. Como ellos son librepensadores a ultranza (libres
para lo suyo que para los otros muestran una gran cerrazón; les hablan de
milagros y saltan como un resorte, llevandose la mano al cinto en busca de la
pistola) nunca consentirán que haya santos a su alcance. Faltara más. ¡Qué palo
a su soberbia circunspecta y democrática atrincherada en los derechos humanos!
El culto de hiperdulía le parece demasiado y se retuercen igual que rabos de
lagartijas cuando escuchan hablar de una aparición sin que esto sea óbice para
que luego se gasten un dinero llamando al Mago Rappel o a cualquier otro
cretino para que les haga la guija. Estos librepensadores de probidad
democrática más que probada llevan en su sangre gotas de Torquemada. Durante
mucho tiempo fueron los que mandaron a la hoguera y los que fusilan. Muchos de
los males hoy de la Iglesia española dimanan de
que, desentendiéndose muchos de su pasado, quisieron forjar una religión
a su medida. Si alguien les lleva la contraria, colocarán su nombre en la lista
negra y ellos buscarán subterfugios y de huidas hacia delante. He ahí un pueblo
en marcha hacia el año 2000. Caminando. Pues caminemos. Y permitásenos esta
larga digresión de la tristeza que nos produce el panorama a nuestro alrededor.
Todos quieren estar en misa y repicando, pero la Cruz no la desea nadie. Todos
la rechazan. Ellos quieren descubrir el cristianismo dandole la vuelta a
algunos santos del martirologio.
Lo tienen arduo. Esta es una religión muy vieja. Su monograma se
contiene en ese lábaro del espíritu cristiano que es el “Vexilla Regis”, la loa más gloriosa, una verdadera saeta dirigida a
la Vera Cruz compuesto al alimón por Radegunda y su amado discípulo Venancio
Fortunato. La historia empezó cuando la emperatriz Irene de Constantinopla
regaló al rey Sigberto de Estricia un trozo del madero donde fue clavado el
Redentor. Éste a su vez lo transportó en triunfo por toda la Galia al
monasterio que presidía ella como abadesa en Poitiers, una comunidad integrada
por tres centenares de pupilas. Era un convento de origen sajón - aun la
reforma benedictina no se había extendido por muchos puntos del Continente -
con un régimen de comunidad abierto, de rito bizantino (iglesias con
iconostasio y cripta y una piscina para los ritos de la purificación y del
bautismo) en el que se cantaban los salmos y se recitaba el oficio divino, se
transcribían manuscritos y se hilaba en la rueca. La cultura se refugia en los
monasterios en estos tiempos llamados de la Edad de Hierro, un tiempo que va
desde la irrupción en Roma de los caballos del hérulo Alarico, a sangre y fuego
el año 415 hasta el año 1000, más conocido por el Terror del Milenario. La
cristiandad vivía consternada por la creencia de que el mundo terminaría en el
999.
La corte merovingia, llamada la de los Reyes Holgazanes, también vivía bajo ese temor. La destrucción de
Roma por los bárbaros del Norte trajo aparejada la creencia de que la caída del
imperio había sido el resultado de un juicio de Dios, de una ordalía. San
Gregorio de Tours, contemporáneo de Radegunda, y que escribió una historia del
mundo desde sus orígenes hasta Clodoveo, dejó de redactar ese trabajo ante la
suposición de que el año 666 sería el año de la llegada de la Bestia. Formuló
esta conclusión después de verter al latín desde el griego esa enigmática
alegoría, donde las profecías se superponen con las imágenes del más brillante
fuego, que se llama el Libro del
Apocalipsis. Era el texto sagrado que más se estudiaba en los monasterios.
A partir del mismo se elaboraría toda una mitología. El arte románico
encontraría en la clarividente composición de Juan Evangelista una fuente
insoslayable de inspiración. Los capiteles románicos son explicaciones en
piedra de ese mensaje profético formulado por el Discípulo Amado del Señor.
En el
[1] Nuncupatio: Los latinos antes de poner el nombre a una ciudad consultaban el vuelo de
las aves, e invocaban a los dioses lémures, manes y penates. De esta consulta
muy contrastada y meticulosa, analizando los aires y las aguas del sitio
elegido, buscando casi siempre un alcor o la eminencia de un cerro, los
sacerdotes de Júpiter se pronunciaban acerca del resultado. Si el lugar era
fausto se hundían las estacas en el enclave, pero si por el contrario los
arúspices daban un veredicto impropicio, el proyecto de fundación era
abandonado, como se puede leer en “Ab Urbe condita” de Tito Livio.
[3] Una talla de la Señora, virgen
sedente, de madera policromada, que según la tradición oral era una figuración
hecha por el imaginero tosco y piadoso del s. XII la alcancé yo a ver en casa
de uno de Fuentesoto, que se llamaba Tomás Parra. Era algo pariente mío. Era la
virgen de Cardaba, la que se apareció al único santo que tenemos los
sotohontaneros en el registro, el Beato Juan de Paniagua. Fue vendida a un
anticuario. La primera mitad del siglo XX fue tan deletérea o más que la de la
francesada. Si el diabólico corso encarnado en la hueste napoleónica pasó una
vez como un devastador huracán del arte patrio a comienzo de la pasada
centuria, los años del desarrollo industrial, a partir del 56 hasta el 79
dejaron nuestros pueblos limpios de sus joyas ancestrales y vacíos de gente. el
expolio ha durado demasiado tiempo. Lo verdaderamente milagroso es que, a pesar
del esquilmo sistemático y la agraz rapiña, todavía quede algo.
[4] “La
vida del Lazarillo de Tormes y de
sus fortunas y adversidades” Edición de Gil Benumeya, Madrid. Editorial
Iberoamericana. Pag. 187
[5] Continua siendo una adivinanza fijar la identidad de esta gran obra. Se
ha hablado de Hurtado de Mendoza, pero no pudo ser demostrad. Pero sin duda se
trata de un judío converso, familiarizado con el movimiento erasmista, y que
conocía muy a conciencia la vida de las personas con sagradas puesto que
seguramente, antes que escritor había sido fraile
[6] Calatañazor, la antigua Voluce romana, importante
nudo de comunicaciones donde se dio la decisiva batalla puesta en duda por
algunos cronistas
[7] Orígenes
de la Nación Española. El Reino de Asturias, por Claudio Sñanchez Albornoz.
SARPE, 1985, pag. 33
[8] Lo de pronunciar no es más que un eufemismo, porque lo tuve que
iprovisar io acortar ya que al cura del pueblo le pareció excesivamente largo.
Me cabreé lo mío, pero nadie es profeta en su tierra, que se le va hacer. Sin
embargo, lo traigo a colación porque evidencia mi pasión por estas ruinas que
han sido uno de los puntos claves de mi vivir.-
[9]EL EMPECINADO VISTO POR UN
INGLÉS,
Hardman, D.- prólogo de Gregorio Marañón. -
ESPASA CALPE.- Madrid, 1958, pag. 139
[10] “Böse Menschen haben keine Liëder” Niezssche, Federíco.
[11] El asno tratando de tocar
la flauta. Se representa con frecuencia en los
capiteles de Chartres y de Burgos
[12]Ojalá que se detengan las sombras de la noche. Que la luz rutilante de
la aurora vuelva a fulgir sobre nosotros. Se lo pedimos al Señor súplices con
voz canora para que tenga de nosotros piedad el autor de toda misericordia, y
echando fuera de nuestras vidas todo síntoma de angustia nos mantenga en su
salud. Que Él nos retribuya con el bien eterno de la paz que nunca se acaba.
[14] (Hechos, V. 29)
[15]VIDA DE SANTA CATALINA DE SIENA
pot R. De Capúa. pp. 107
[17] Carta de Santiago, I. 4
[18] IV Libro de los Reyes. XII. 8
[19]Creó las Hermanas de la
Penitencia, de la Orden Tercera de Santo Domingo
[20]Audi, filia. Escucha, hija. Es
la forma tierna con que el Esposo Místico se dirige a las almas escogidas.
[21]Ver LLUVIA DE ROSAS. UNA
BIOGRAFÍA DE TERESA DE LISIEUX por Millán Sacramenia Artedo. Madrid, 1997
[22] IMITACIÓN DE CRISTO, cap. I.
4.5
[23]Los Terciarios de la
Hermandad de la Penitencia Dominica,
como no estaban sometidos al régimen monacal, aunque tenían la obligación de
rezar el Oficio Divino en la iglesia que les pillase más cerca, eran mirados de
través por los claustrales, que los consideraban religiosos de segunda fila. Se
conducían atropelladamente. Vagaban por pueblos y ciudades pidiendo por las
calles. Los menos virtuosos caían en los excesos de la bohemia. Sin embargo, el
Maestro siempre les rescataba inopinadamente de todos los peligros. Su
presencia en aquella Roma disoluta y estragada por el ambiente de guerra civil
movía a la piedad cristiana, porque se comportaban como auténticos herederos de
los apóstoles, fundamentalista, en el ambiente corrupto de la curia, pero
también era objeto de la burla y del desprecio.
Entre los “ caterinati”los había de todo pelaje y condición: veteranos de la guerra de
Alemania y lansquenetes, viudas aburridas o simplemente desconsoladas y antigua
gente del bronce que, tocadas del rayo de la gracia, se proponían vivir como el
Nazareno, por el que dejaron todo: familias, hogar, mujeres, maridos o hijos. A
los frailes menores no se les pedían ejecutorias de hidalguía ni probanzas de
linaje. Tampoco les hacían demasiadas preguntas acerca de su pasado, igual que
en los banderines de enganche de la vieja Legión. Es por esto por lo que
franciscanos en un principio y luego los dominicos fueron muy populares con el
pueblo. Estaban en contacto con la calle. Provenían del arroyo. Muchos eran
bautizados recientes de origen moro o judío.
[25] Blut und Boden: sangre y patria. Era una idea sagrada en el mundo
de Sigfredo y del Canto de los nibelungos. Son dos entes inseparables que unen
al hombre a la patria y a la estirpe. Sobrepuja al concepto de “ gens” latino.
Es algo más visceral e íntimo.
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