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jueves, 14 de febrero de 2019

YO FUI CORRESPONSAL EN NUEVA YORK

Quo vadis Spain?
Franco al que no podía ver ni en pintura y al que culpaba de
todos los males presentes y futuros de nuestro país al que tanto
amamos porque el verdadero Israel estuvo ubicado en Sefarad. Y
guarda los secretos, misterios y maldiciones de toda tierra prometida.
Mas “de gustibus non disputandum est”, decía el clásico.
Ángel Alcázar de Velasco ¡Presente! No te olvides de mí dondequiera
que estés.
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Capítulo 64
CORRESPONSAL DE LA NUEVA ESPAÑA EN NUEVA YORK. UN MORDISCO A LA GRAN CAMUESA.
Con una estampa de la Santina en bolso y bastante miedo en el cuerpo me acuerdo de mi arribada a NY tal que una noche de san Andrés de 1976. Estaba nevando o a punto de hacerlo en honor de aquel refrán que dice: Por los Santos nieve en los altos y por San Andrés nieve en los pies. Cuando en América se acatarran aquí cogemos unas pulmonías de espanto. Era una tempestad de granizo casi tropical lo que caía terciada con hampos de una nevasca rusa que descendían perezosos sobre la cima de los rascacielos y el viento huracanado jugando a capricho con la aeronave. Por un instante creímos que nos ibamos a estrellar contra las Torres Gemelas. Allí vi un signo de los días porvenir. El horrísono espectáculo para los hiperestésicos como yo no es nuevo. A Nostradamus lo he vivido en mis propios huesos. La fatalidad muslímica frente al destino. Makfut. Está escrito. Desde entonces, y aunque salí de aquélla y de otro accidente que tuvimos en Lisboa, se incendiaron dos motores en pleno vuelo, a raíz de mi accidentado aterrizaje en la Gran Manzana, he tenido pesadillas columbrando aviones caían sobre el World Trade Centre. También la torre Eiffel y el embudo donde se encastilla el Big Ben, torre del parlamento de Westminster, pero sobre todo las
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Quo vadis Spain?
torres Gemelas eran el tema recurrente de mis cefaleas oníricas.
¿Occidente en la encrucijada?
Hasta escribí una crónica y creo haber entregado algún despacho
anticipando esa experiencia apocalíptica de las Torres Mellizas
derrumbándose que ha puesto al mundo los pelos de punta. Y
la obsesión me ha martillado muchos años porque Nueva York es
algo que imprime carácter que cambia la mentalidad y el modo
de ser de las gentes. Allí mi vida experimentó un giro de varios
acimutes. Y silbé sus “blues” bajo la autoridad de Frank Pinatra,
un neoyorquino típico: “I love Nueva York. Nueva York”.
En América todo es grande y es extremo. Las montañas. Los huracanes.
Los hombres y las mujeres; allí se encuentran los más
altos y los más bajos, los más guapos y los más feos, los flacos
como leznas y los más gordos pues dicen que Nueva York, donde
abundan los “fatis”, cambia hasta el metabolismo y a mí me
ocurrió Las ciudades. Los árboles mayores como el alerce de las
Rocosas o las secuoyas de California. Se lo pasan allí en grande
los estadísticos, los amigos de los contrastes y todos aquellos que
sienten pasión por evaluar las contradicciones, sinrazones y a veces
maravillas de la raza humana. América casi carece de raseros
y de varas de medir. Hasta climatológicamente las subidas y bajadas
del mercurio de tan bruscas carecen de parangón. Se pasa
sin solución de continuidad de una mañana calma de primavera
a una tarde de calígine para luego tener una noche de escarchas.
“If you dont like our weather, just wait” (Si no te gusta nuestro
clima aguarda un segundo), advierten los castizos de Brooklyn.
Esta volubilidad a mí me parece que influye en la forma de ser de
los habitantes con bruscos cambios emocionales que hace que no
se asuste el neoyorquino de nada. Y se asusten también de todo.
Allí suele tomarse la vida muy a pecho puesto que para sobrevivir
hay que ser un adicto del curro. Como aquel Hernie, el transcriptor
de mis crónicas en la IT de la Onu, un judío entrañable.
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Antonio Parra Galindo
El pobre se fue a morir a Miami a un cementerio de elefantes.
Que así se llama en el lenguaje coloquial a los que se jubilan y lo
peor que le puede pasar a un neoyorquino es jubilarse. Y es que
allá cuando llueve, es el diluvio y si truena o cellisca lo hace a
conciencia y de verdad. Iban a ser cuatro años de experiencia sin
precedentes. De calores húmedos en los cuales se podía cortar el
aire con una navaja y de hielos espantosos. Recuerdo la morriña
que me invadía todos los veranos al regreso de las vacaciones en
Artedo con sus mareas cantábricas, un verdadero servicio de limpieza
costero que no existe en la Bahía del Hudson fuertemente
contaminadas a causa del carboneo y el intenso tráfico náutico
que ha degradado a las playas como las de Long Island consideradas
como las mejores del mundo; una vez fui a bañarme a los
arroyos de Staten Island, un marasmo de galipote, y por poco
perezco, añorando las olas de mi Cudillero, no a causa del agua
sino en el cieno de las cloacas y de los vertidos de los basureros
oceánicos. De la parte de Nueva Jersey las tardes que cambiaba
el aire llegaba una hedentina que quemaba los ojos y las narices.
Allí todo era grande y distinto. Hasta el tufo. La naturaleza, más
joven que en la vieja Europa, observa un comportamiento más
vigoroso e imprevisible. Allí todo es grande hasta los atentados
como el que acabamos de presenciar horrorizados a través de la
CNN. En los famosos kills se entierran ahora los cascotes del desastre
y Staten Island era y lo sigue siendo la isla de los muertos.
Gestaten, en alemán y en holandés vale tanto como inhumación.
Habíamos tenido un vuelo con turbulencias. La aproximación a
Kennedy la hizo el piloto con mucha cautela. Estuvimos dando
rodeos a la vertical del cielo de la Mejana Inmensa que es la isla
de Manhattan, a la que llaman cariñosamente Big Apple (la gran
camuesa) los neoyorquinos, gentes de todas las etnias y razas que
han aprendido a convivir en armonía y sin problemas, dentro de
lo que cabe, formando ese caldero o melting pot que demuestra
que los caminos del mundo no son los de la xenofobia sino los
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de la xenofilia y benevolencia hacia el forastero, el meteco o el
espaldas mojadas que llega en busca de acomodo y de un futuro
mejor. Allí uno nunca se siente de fuera.
Esto no quiere decir que sea una megapolis cómoda o fácil ni
el Edén, porque se lleva una vida que no es para llegar a viejo. Es
una ciudad bronca donde todo es difícil y donde nunca hay que
bajar la guardia pero allí se percibe un halo de humanitarismo
tierno bajo la hosca corteza del neoyorquino quien, cuando habla
por cierto lo hace con palabras precisas y como con barbas. Su
“slang” o jeringonza es uno de los más interesantes por sus alardes
de precisión y de fantasía. Puede decirse que el cheli y el pasota
madrileño lo copian. Hasta el punto de que allí la sabiduría se
aprende en la calle. La ciencia del albañal o sabiduría de la acera
son dos palabras que allí conviene aprender para saber nadar y
guardar la ropa. Sin una orientación y una buena aguja de marear
te caes pues refiere un viejo dicho local “nice guys here dont last”
(los buenos chicos aquí duran poco). Están acostumbrado a las
emergencias. Lo que más me sorprendió al principio es que la
radio ensayaba simulacros de un posible ataque nuclear y llevaba
a cabo pruebas de evacuación a los refugios que terminaban todos
ellos con la muletilla: “Esto no fue sino una prueba, de haber sido
una emergencia real les hubiésemos facilitado las precisas instrucciones”.
Es el mejor inglés jamás escuchado y eso mismo me decía
el querido periodista y novelista gijonés Faustino G. Ayer, un
enamorado de América y de todo lo americano (los dos ibamos
a comprar el pan juntos a una tahona italiana de la ciudad baja,
dentón) que conocía bien Nueva York, claro dentro de un límite
porque en este foro mundial todo se mueve. Todo parece en perpetua
catarsis y siempre confunde, siempre sorprende. Con este
colega asturiano también tomé copas en el bar cerca de Plaza de la
Trinidad donde acostumbraba a beber hasta quedar tendido Dallén
Thomas. A veces nos acompañaba el ovetense Delfín García,
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Antonio Parra Galindo
corresponsal de RNE, bravo carbayón aunque muy cabezota, que
tenía un aire inconfundible de Humprhey Bogart siempre con
su Pall Mall sin boquilla a flor de labios. Pero en Nueva York la
bohemia es mucho más escurridiza y peligrosa que en Europa. He
aquí a uno de los máximos poetas en lengua inglesa convertido en
difunto de taberna en uno de esos pubs de mala muerte denominados
“dives” (inmersiones) o cavernas o “speakeasy” (hablemos
paso) que recordaban los tiempos de la Ley Seca. A Dallén que
añoraba sus excelsos valles del Principado de Gales Nueva York
fue su tumba; lo derrotó. Así que el Sky line se presentó ante mis
ojos como una visión. Pensé en Moisés y Aarón bajando del Sinaí
con las tablas bajo el brazo. Una nueva era de mi vida empezaba
traumáticamente. Parto acongojado. Yo venía a Nueva York por
una de esas carambolas a contar ese periodo de transición que fue
la era Carter para los lectores de “Arriba” y una cadena de otros
cincuenta periódicos y también a entregar la cuchara porque la
cadena del Movimiento para la que trabajaba iba a ser pignorada
o desmantelada a nostramo, porque dígase lo que se quiera reconozcámoslo
o no en España desde el año 45 los que mandan
son los americanos y algunos amigos yanquis me han confesado
sottovoce de que con Franco les iba mejor. No quedaba más
remedio. En aquel puesto había habido predecesores brillantes:
Manolo Blanco Tobío, Celso Collazo, uno de los creadores de
EFE, Guy Bueno, Félix Ortega, que fue el mejor de todos ellos a
mi criterio de todo el cupo iniciado en el 48 por Pepe Cifuentes
y Rodrigo Royo, quienes tuvieron que vérselas con una ley tan
pistonuda como la MacCarrack, el diplomático de Truman que
luchó en Brunete con las Brigadas Internacionales y que vedaba la
entrada en territorio estadounidense a los españoles. El bloqueo
estuvo en teoría hasta comedios de los cincuenta sólo sobre el papel
porque en la realidad nunca se llevó a efecto. Todas esas firmas
habían dejado muy alto el pabellón y aunque entusiasta y audaz
periodista como se decía en la jerga el momento no me sentía con
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Quo vadis Spain?
capacidad suficiente como para hacer sombra a aquellos gigantes.
En los primeros días me fumé dos cartones de tabaco pero no
fui el único. José María Carrascal que llegó en barco casi como
un polizón se había fumado treinta paquetes hasta perder la voz.
Y a nadie le extrañe porque Nueva York acojona e impresiona y
más si el recién llegado la descubre en medio de una aparatosa
tormenta como me pasó a mí. La clemente Santina me echó un
capote. Aquella vez y todas. Durante la espera para aterrizar estuvimos
de circunvuelo. A nuestros pies la postal inconfundible del
paisaje urbano: Manhattan con sus dársenas, espigones, grandes
buques amarrados. Bocanadas de humo blanco manaban de las
fauces de las chimeneas de la central térmica edificio lindero con
el de la ONU y se iban a colgar estos penachos sobre los tiesos
adarves del Woolworth, el rascacielos más antiguo, y del Empire
State. Es el emporio de la civilización y la impresión que ofrece al
viajero es la de algo que arde y echa chispas. Viviría dos años con
mi mujer y mis dos niños casi a la sombra de este mastodonte de
hormigón con su chapitel calado donde la inmensa lanza de una
antena de radio hace las veces de campanario. Todas las mañanas
me despertaba la visión y el espectáculo de la city. Es un paisaje
abstracto que no inspira sosiego, que parece que siempre está llamándote
a la calle e instándote a la acción y al movimiento pero
los atardeceres son verdaderamente apoteósicos. El Empire es el
palo mayor de esta ciudad con forma y fisonomía de buque de
guerra con jarcias de cristal. Las Torres Gemelas eran las vergas
de popa. Cualquier bamboleo, descartado pues el firme de Manhattan
no es más que un peñasco yermo vendido por los indios
moahawk a los holandeses por veinticinco dólares en 1622; que
se derrumbase todo el montaje, simplemente imposible, porque
los cimientos son de sílice.
La Nueva Roma se funda sobre un plinto granítico y siguiendo
las instrucciones talmúdicas trata de imitar a la Roca de Is345
Antonio Parra Galindo
rael a la cual alude Ben Garrón cuando fue proclamado el estado
judío en 1948; no mencionó la palabra Dios, sólo la Roca de
Zion. Además, los muros de los rascacielos, orgullo de la ingeniería
del siglo, estaban diseñados como soportar la oscilación del
mayor terremoto. Por lo que el portaaviones sería inexpugnable.
¿Cómo iba yo a pensar que la Nueva Jerusalén de la Diáspora
iba a ser atacada y sus dos símbolos señeros abatidos? Los pilotos
kamikazes hicieron blanco no ya sobre las moles simbólicas de la
Torres Mellizas sino sobre el corazón que mueve todo el ajetreo
de las finanzas. El daño mayor no han sido los muertos, desaparecidas
o el destrozo causado, aunque los norteamericanos tengan
redaños suficientes como para resucitar de los escombros, sino la
afrenta moral a lo que estas dos trípodes de cristal abanderaban.
Conque no puede ser más símbolo aquello de torres más altas
han caído. Para mí que conozco Nueva York, amo Nueva York y
fui residente allí cuatro años, los más importantes de mi vida, lo
ocurrido el 11 martes fatídico de septiembre del nuevo milenio
ha sido una señal. Un toque de atención que exhorta al rearme
moral más que al físico, una vuelta al pensamiento de la nueva
frontera de la época Kennedy. Que América vuelva a ser amada
más que temida y odiada. No se aconseja un castigo porque Dios
no puede castigar sino que el ataque representa un aviso enviado
desde lo alto. Algo no va del todo bien pese a la euforia de los
últimos años. Se exige no la guerra de represalias contra la diabólica
mente que urdió la infernal hecatombe sino la reflexión
meditada y el reposo sobre cómo somos, qué queremos, hacia
dónde marcha el mundo. Y esta idea se me ocurre cuando a mi
memoria viene el recuerdo de aquella tarde noche de san Andrés
en medio de la tormenta durante la angustiosa aproximación a un
aeropuerto congestionado de un tráfico terebrante. Allí oscurece
mucho más rápidamente que aquí. Me impresionó la visión de
aquellos dos conos mágicos como una soberbia representación
de una ecuación matemática sobre el paisaje. Dos falos erectos
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encarnación de la potencia genésica de una nación joven ¡qué
contraste frente a los aires caducos de Londres! Dos mástiles de
un trasatlántico en el que actuaría de timonel, de serviola y de
mascarón de proa la estatua de la Libertad apuntando su hachero
con la flama perenne hacia Europa. Nunca imaginero tan mediocre
como era Bertholdi, aquel escultor que fue contratado por la
municipalidad neoyorquina para llevar a cabo el proyecto, tuvo
tanto éxito con un molde. Es lo que significa el coloso. Los pobres
de la tierra recién llegados a la isla de Elis estuvieron viniendo
a refugiarse bajo sus zócalos y ahora el pebetero de la verde
dama en cuya cabeza hueca cabe todo un restaurante puede que
esté también amenazado. Ha soplado un viento recio en el rebufo
de la carlinga y la cola de los dos aviones estrellados contra la
fachada de las dos torres. Vesania fundamentalista. Muchos corearán
aquella frase del Corán “Alá es grande”. Pero la grandeza
divina nunca podrá cimentarse sobre un montón de escombros y
una pira de cadáveres. Sin embargo, yo entonces con treinta y dos
años y medio pensaba que estaba llegando al epicentro del futuro.
Caía en la forja de una horno donde todo se cuece donde está el
crisol del mundo nuevo. La primera impresión fue la de acogotamiento.
Nueva York amedrenta un poco cuando se la ve desde el
aire y más en las circunstancias de aquel vuelo en medio de una
tempestad que hizo que el avión se zarandease como una vaina.
En uno de los fucilazos del relámpago quedó diseñado sobre las
nubes el cordonazo de san Francisco o la palma de santa Bárbara
que decían los pastores de mi pueblo. Me pareció entonces que
una mano invisible estaba diseñando el croquis de los tiempos
por venir con una anticipación de veintiséis años sobre los acontecimientos.
Mi olfato periodístico me dijo que no hay que dar
de lado a las corazonadas y yo en aquellos momentos la tuve y ya
desde entonces nadie me pisó el scoop y por eso mi corresponsalía
fue un poco a la contra de la de los demás. Parece ser que a
muchos les supo a cuerno quemado que uno quisiera contar la
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Antonio Parra Galindo
verdad. Yo a los cables de la AP, de Reuter y del “Times” les daba
siempre la vuelta y al revés te lo digo y acertarás, piensa diferente
y acertarás. Hice periodismo de calle. No me limité a pegar telegrama
o a refritar el Times como otros becarios de la Fullbright y
con master en Columbia que se convertían en amanuenses de los
lobbies por los pasillos del Edificio Azul o del Departamento de
Estado. Desde el principio tuve muy claro que venía a servir los
intereses de mi país. Me dieron por díscolo pero hice bastantes
dianas y conseguí moverme con soltura en el laberinto de la política
exterior de Cyrus Vance, para mí un auténtico caballero. Los
americanos tienen un alto código de valores tanto éticos como
morales y eso se nota también en el apasionante mundo político
y estratégico de la Casa Blanca y del Pentágono. La verdad tiene
muchos carriles y a un periodista se le perdona todo menos el de
ser aburrido ni pastueño. La mansedumbre de feligrés da buen
resultado en el rebaño y en la manada, nunca en esta bataneada
profesión a la vez canalla y sublime. Mi lema era un poco el de la
libertad al estilo del fundador del “Manchester Guardian”: Facts,
sacred. Opinions, free” (los hechos son sagrados; las opiniones
libres). De acuerdo pero existen diversas formas de presentar objetivamente
unos mismo datos. A la que descendíamos el avión
perdía presión. Vi como el pararrayos de una de las Towers absorbía
la descarga de una centella. La gran azotea se iluminó con una
luz de espectro. La gran fábrica del rascacielos aguantó impávida.
Aquello me pareció el techo del mundo pero yo ya colegí que
aquellos prodigios de la ingeniería eran vulnerables. La exhalación
había pegado justo sobre la punta de la antena de una de las
torres y el firmamento fulguró. Entonces el World Trade Centre
estaba casi vacío y en alquiler la mayor parte de sus ciento diez
pisos y dependencias. Bajo la borrasca ofrecían estos dos titanes
de acrílico un aspecto de desafío a los elementos. Habían sido
erigidos a prueba de terremoto. Eran el orgullo de la técnica. Sin
embargo, dos aviones de pasajeros una fatídica mañana del final
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de un verano para olvidar, el del 2001, acabaron con esa suposición
presuntuosa. Al verlas por primera vez recuerdo que pensé
en Babilonia y en Babel.
—¿Scary, eh? — dijo entonces un puertorriqueño compañero
de vuelo empujándome con el codo.
— A little— repuse en inglés y él se puso a jurar entonces en
español como suelen hacer los simpáticos de la isla de Borinquen
que habían emigrado en oleadas a Manhattan en la década anterior
y constituían casi un cuarenta por ciento de la población.
Gran parte del pasaje estaba vomitando en aquel instante de
turbulencias y de zarandeos. No pude por menos de reprimir la
carcajada que distendió el estado de nuestros nervios. De allí a
poco sentimos gañir los neumáticos del Jumbo contra el tarmac
de la pista de Kennedy. Todo el mundo empezó a aplaudir. Y
yo a rezar. Recuerdo que en ese instante apreté contra mi pecho
la medalla de la Virgen de Covadonga parte indispensable
de mi ajuar. A lo largo de cuatro años no se me pasó el acojone
y creo que todavía me dura pero acabé amando a Nueva York
identificándome con su latido. Es el pulso del mundo del mundo.
No me extraña que Manolo Blanco Tobío dijese que lo que más
extrañaba — para este gran periodista gallego muy habituado a
los modos de vida norteamericanos Europa era una especie de
exilio— es una ojeada rápida todas las mañanas al Nueva York
Times. El bien y el mal conviven allí puerta por puerta. Ángeles y
demonios sentados a la misma mesa. Los rabinos con sus kaftanes
y los popes con sus manteos comparten un sitio en el metro. El
superfluo y la elegancia de la Madison Avenida entremedias de la
cochambre del Bowry. De todo aquel caos que fue mi experiencia
neoyorquina saqué la conclusión de que tiene que haber un dios,
un demiurgo que ponga orden, que se apiade. Eso. Alguien que
se apiade porque Nueva York hace pensar en la famosa frase de
san Pablo “nada de lo humano me es ajeno”. No se puede ser ateo
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Antonio Parra Galindo
en Nueva York. Todo menos ateo. Sientes como una fuerza que
te lleva, una especie de protección. De lo contraría te hundirías.
La gran manzana, la inmensa colmena, el hormiguero de gentes
que se afanan un día y otro y también el avispero y las injusticias.
Y como no la mafia. La metrópoli suscita ideas enfrentadas, pensamientos
contradictorios de amor y de odio. No es una ciudad
para volver porque de ella no se consigue salir nunca. Te atrapa
desde el primer minuto y ya no te suelta aunque te alejes físicamente.
Nueva York es una condición mental, estado anímico.
Yo diría que es una ciudad mística. He aquí una lectura judía en
versión talmúdica de la “Civitas Dei” agustiniana. Que sólo cree
en la gracia del esfuerzo y que a Dios lo coloca en otro plano. A él
rogando y con el mazo dando. Es una concepción utilitarista de
los elegidos llamados a poseer la tierra sucediendo esto acá abajo
sin tener que aguardar al más allá. No se conforma con la resignación
cristiana ni lo injusticia a la que lucha por atajar en este
mundo. Por eso es un frenesí continuo. Arriba y abajo. La ciudad
que nunca duerme. La riada humana. El poder automático.
Está tan cargado de voltios el lugar que los picaportes y los
pestillos sueltan chispazos. La estática pervade el entorno. Yo viví
en el Este hacia la calle 14. Allí todos están juntos, nunca revueltos.
Mi barrio era una mezcolanza de judíos y de sicilianos que
veneraban la camorra y nietos de Al Capone todavía practicaban
ese vudú italiano que es la “jettatura” pero católicos al por
mayor ya que en la fiesta de san Jenaro sacaban su imagen por
Manhattan en procesión. En la otra manzana había polacos con
su manera tan peculiar de concebir el cristianismo y antipáticos.
Los pacíficos ucranianos todos con su peculiar y angulosa cabeza,
los húngaros con sus botas de fuelle me gustaban más y me hice
amigo de los judíos como mi quiosquero, un bendito de Dios por
nombre Samuel, que me regalaba unos puros verdes trapicheados
de Cuba y hablaba algo de ladino o judeoespañol. “Aguarde su
merced agora un momentico pues vengo al punto” Entre todas
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Quo vadis Spain?
las etnias son los más de fiar. Los más caritativos, los que más ayudan,
aunque en cuestión de dinero no se casen con nadie. Luego,
hispanos los había por todas partes y ahora creo que son más.
No se puede contemplar esta inmensa urbe con prejuicios, nueva
York los desborda. Es un mundo que rebasa todas las barreras y
trasciende las ofuscaciones y atavismos de la vieja Europa donde
se mira con recelo al nacido en el pueblo de al lado. Allí este tipo
de resentimientos se desconoce. No hay envidia y si existe por lo
menos no se nota. Ni miradas por encima del hombro. Sí tiene
que haber un Dios flotante por encima de nuestras cabezas, un
Cordero que quite los pecados del mundo. Alguien que se apiade.
De la torre herida por el rayo. De la humanidad que palpita y
gime desconcertada. De la inconsciencia, la banalidad, la vulgaridad
a espuertas, la frivolidad sin limites. Se vive mucho mejor en
el Rellayo pero uno no sé por qué termina añorando a la Ciudad
Automática. Un mundo sin paletos, sin intereses de campanario
y con periodistas e informadores, literatos amantes de su patria
y de su país con razón y sin ella, que tienen muy en cuenta la ley
del libelo a la hora de sentarse delante del ordenador y que saben
como nadie maquillar la información y autocensurarse mientras
que la prensa a este lado del charco da fe de una picaresca en auge
y la rosa en su chabacanería procaz parece una corrala. Aquí todo
se ha vuelto un poco peripróctico, ya que la información, anal y
asnal, parece girar en torno al mismo cabo. Lo acabamos de ver
en la manera que han abordado el choque de los aviones contra
el hastial imponente de las torres. Nos han demostrado que entienden
el periodismo como una vocación de servicio público,
un menester que ha de hacerse con categoría, responsabilidad y
serenidad ¿Para eso queremos una Facultad de Ciencias de la Información?

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