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sábado, 16 de septiembre de 2017


                                  LA PURÍSIMA
Antonio Parra
Todo el mundo en general a voces, reina escogida, dice fuiste concebida sin pecado original. Este verso lo cantaba Sevilla y fue un jesuita de allí por nombre Maldonado el que luchó por la noble causa de la virginidad de la Teotokos. La cosa viene de largo. El lábaro de la Purísima ya flameaba en los espontones de las picas de los tercios viejos de Flandes. El catolicismo español tan sui generis siempre pugnó por esta causa durante todo el medievo, la edad moderna y parte de la contemporánea, en contra de los bolandistas franceses. Un sector de la Iglesia lo consideró creencia que arranca de los griegos, nunca dogma de fe. Pero Sevilla se salió con la suya y un tal día como ayer de 1854 Pío IX lo define como artículo de la fe para alegría de los defensores de la Simpecado. Sevilla se salió con la suya. Por eso llaman desde entonces y desde mucho antes a Andalucía la Tierra de María Santísima.
Su color el blanco y el azul. Y esos eran los colores de los vándalos. Y los vándalos eran pueblos góticos no semitas. Lo de la bandera verde vino después por concesión de Blas Infantes a los pendones almohades. En Madrid como en Linares veinte mulas son diez pares. Esa es la fija. Luego llegan los mixtificadores y tergiversan los hechos a conveniencia. Al Andalus eran como llamaban los invasores mahometanos a esta región colonizada por estos pueblos de la antigua Germania originarios de a orillas del Báltico, una zona temida por los romanos, puesto que allá estaban las partes infidelium y la oficina gentium (fábrica de gentes porque en contra de la esterilidad de las matronas imperiales las mujeres barbaras no dejaban de parir) que descendieron hacia el sur, en compañía de suevos y alanos, destruyendo todo cuanto encontraron a su paso. Así vinieron los barbaros del norte. Desde Andalucía pasaron a Numidia y al norte de África. No dejaron un monumento a su paso. Eran famosos por su respeto a la mujer, su castidad, y su clastomanía. De ahí ha quedado la palabra vandalismo. Los peores no son gamberros que acaban con las marquesinas de la parada del autobús. El vandalismo más temible lo practican los tergiversadores de nuestras páginas sagradas.


Por un privilegio especial la Sede Romana concedió el permiso a todos los curas españoles de vestir en el Día de la Inmaculada de azul, un color que no es de rúbrica en la liturgia latina y sí lo era en la griega y en la mozárabe. Así que las misas de esa fiesta se sacaban de los cajones casullas y ternos de color índigo y zafíreo. Era el color de Nuestra Señora. Miro atrás y me embarga la nostalgia al recordar aquellos días de la Purísima en los años seminaristas. La campana nos levantaba una hora más tarde. Había quiete en la huerta y vino y pasteles en el refectorio. Estábamos dispensados del pensum y cuando pasaba el prefecto no teníamos que alzar el bonete de cuatro puntas pues era un día en que se relajaba la disciplina,  un gran día en  España, coincidente desde la edad media con las “Fiestas del obispillo”. Sacaban al latino más renacuajo y le ponían en la cabeza una mitra, en la mano un báculo y sobre el pecho una cruz pectoral; en el dedo un anillo sigilar y hala a pontificar, esto es: mandar. Los del mayor tenían que servirle a la mesa y hacer sus mandados. Obediencia de cadáver. Con el obispillo - dejad que los niños se acerquen a mí- los párvulos tenían toda la autoridad y potestad. Eran obispos y príncipes por un día, de igual manera que por Santa Águeda mandan las mujeres en Zamarramala. Los últimos serán los primeros. Al soldado raso le convertían en coronel y al general en cabo primera. El mundo para que vaya como dios manda a veces hay que ponerlo patas arriba alguna vez, siquiera a título de excepción.
Ha sido un bello jornada invernal con el sol flojo calentando las bardas del  hastial de mi semiadosado. El vecino me arrebató una porción de mi jardín y tuve que arrancar mis árboles. No importa. Madrid sin gente era un paraíso. Se podía circular sin agobios y la gente parecía de buen talante. Estos interregnos o treguas de Dios en medio del frenético y caliente otoño que llevamos vienen bien al personal que se lanza a la carretera tratando de huir en viaje a ninguna parte en las desbandadas fin de semana. Todos buscamos un poco la huida.¡Qué mala sombra! Hasta de nosotros mismos nos espantamos. Y mañana otra vez a la brega tras el lapsus.
Sus horas invitaban al recuerdo reflexivo. Para todos los españoles son entrañables estas fiestas de la Purísima cuatro días antes de las de Santa Lucía cuando las noches son más largas que los días, y empiezan a decrecer ya, en la antesala navideña descendiendo por la cuesta pina que nos conduce hasta el tope de San Silvestre. La fiel infantería honró ayer a su Patrona. Se ha vaciado de su contenido religioso esta solemnidad. Sin embargo, gracias a Dios, no nos la quitaron del calendario laboral. Los milagros del Señor ocurren a cencerros tapados y el numen divino que mueve a todo un pueblo puede sumergirse y emerger al cabo de un trecho como un Guadiana solitario.


Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y calzada de luna y su testa coronada de las doce estrellas. Todo un símbolo de la que aplastará al dragón. Esto es de la Escritura de una forma inapelable precisamente cuando reaparece la media luna, cada vez con más fuerza sobre el horizonte, que Ella hollará bajo sus pies. La liturgia de este día parece que se dispara hasta la locura en los ditirambos de la hiperdulía o culto a la Virgen que quiere decir: “too much” pero también dice la Patrística: “de María numquam satis” contradiciendo aquel “ne quid nimis” estoico. Su oficio es como una borrachera de piropos. El salmista no se reprime y se entrega a una incontinencia verbal. La Deipara es un enloquecimiento de hipérbole y de felicidad porque simboliza a la mujer la que depara la vida desde el hospicio de su vientre y la triunfadora del amor. María mar amargo insondable, creado para amar. La vida nació del agua de su útero.ella ostenta su primacía sobre los cuatro elementos. La mariología es una de las ramas de la teología más enrevesados. Nos acerca a arcanos tan impenetrables y profundos como el de la procesión trinitaria.
Grandiosa e inefable es la semántica. Entre las denominaciones con que se la determina, huerto cerrado, fuente signada, paraíso de delicias, hermana y esposa mía, genitriz y paridora del Verbo. Too much. Nos perdemos. Sin embargo, este pueblo no se ha cansado de pregonar estas alabanzas que nos revierten a un culto ancestral a Cibeles, a Rhea, Diana, Visnú. María- y que nos perdonen los teólogos si decimos alguna burrada- es la bisagra de conexión entre el sincretismo pagano y la Revelación neotestamentaria. “El Señor me poseyó en el principio de sus caminos. Desde la eternidad fui ordenada y desde la antigüedad antes de que fuera hecha la tierra. Todavía no existían los abismos y yo ya había sido concedida”(Prov. VIII-22-24).
 De cualquier manera, insondable y entrañable es este galimatías marial, tan complicado como la manera de ser de los españoles. Apenas queda aldea por remota e insignificante que no se dirija a ella bajo una advocación local cuya llamada se confunde con el grito telúrico de la tierra. Es algo telúrico, ilógico, visceral. Porque sí.
Cuento y no acabo. Pues es mucho lo que sería capaz de contar. Pero me pierdo en este refugium Chritianorum, Dulcinea de los caballeros andantes que andan un poco perdidos y huérfanos por la vida.  Es el venero que subyace sobre todo este andamiaje. Aquí idealizamos a la mujer y sin embargo los que de niños fuimos maltratados o sentimos el abandono e inconsistencia de las que amamos -Eva fue fraguada en el barro pero Ella suplió esa merma- acudimos a su amparo. Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genitrix. Y lo mismo ante nuestros descalabros conyugales o ante las improcedencias, arbitrariedades y despotismo de nuestras compañeras de trabajo. Ella es depositaria del amor eterno. Las otras no.


 Esa obsesión con la virginidad y con la transmisión de la especie la tienen todos los pueblos aunque sea un atavismo romano. Vértice y ápice de todas estas aspiraciones y zozobras humanas, María las congrega en su figura. Como una versión de la pura deidad transformada en mujer. Y nada digamos de toda esa imaginería barroca dedicada a exaltar su concepción inmaculada. Sin este misterio no hubiera habido arte religioso en el que tan prodigo y profuso son la pintura y la escultura españolas. Estamos seguros en contra del feminismo reduccionista imperante con sus despotismos y desvaríos Ella conculcará la cabeza del dragón de la apostasía. Otrosí, la Media Luna bajo sus pies es de una actualidad preocupante.

He pasado una dulce y ociosa tarde repasando papeles y hojeando mi viejo breviario. La iglesia católica en el oficio divino, en los himnos y oraciones en esta festividad dúplice de primera clase con octava común, se suelta el pelo y gracias a España es una de los fiestas más solemnes del calendario cristiano.

Entretanto, tenía enchufada la onda corta. La Deutsche Welle hablaba de los problemas del Islam en Alemania y Radio Kiev hacía llamados para combatir la intolerancia y el antisemitismo. Dejemos bien sentado que algún viejo códice mozárabe ya llamaba a María “aljama de los judíos” y Berceo pedía para este pueblo la protección marial: “eya velar”. Ojalá.

Este Día de la Purísima fue para quien suscribe una jornada de paz en medio del hermoso Adviento.  

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