KUPRIN TESTIGO
DE LA REVOLUCIÓN RUSA Y DE LOS HORRORES DEL SIGLO XX
ANTONIO PARRA
Cuando
vivía en una inhóspita buhardilla de Pigalle se acercaba a la estación de
Austerlitz a la hora e3n que salía para Moscú el Transiberiano para ver a quién
viajaba a la añorada patria lejana, subía a uno de los vagones y se quedaba
allí sentado un rato antes de que el convoy arrancara. Era como si pisara un
trozo de tierra rusa. Hijo de un barín o pequeño terrateniente, nacido en 1870,
se había mostrado partidario de los mencheviques democráticos y posteriormente
de las fuerzas del general Wrangel en contra de Lenin. Tuvo que huir pero los
horrores de aquella revolución, aquella añoranza por lo que se fue, esa
melancolía tan típicamente rusa (taská) palpita en todos sus libros y es
imbatible sobre todo en los relatos impresionistas y en los cuentos.
Su famosa novela corta “Derebiu” (La
aldea) constituye una de las obras maestras de la literatura universal. En 1918
huye a Berlín. Luego recala en París, se divorcia de su mujer, pasa hambre y la
lucha por la vida le hace quejarse en carta a su amigo Turguenev de que su
existencia se había convertido en una mudanza continua de vivienda a la
búsqueda de una chambra más barata. Hasta que no puede más y pide un visado en
la Embajada soviética. Contra las suposiciones por sus antecedentes el
salvoconducto no sólo se le concede sino que es recibido con todos los honores
en el Hotel Metrópoli de Moscú.
El gobierno le registra en el Consorcio de
Escritores y hasta le asigna una dacha a las afueras de su familia. Stalin era
por entonces el “padrecito” pues no había empezado aun el Juicio de los
Doctores. Alexander Ivanovich Kuprin retornó del exilio viejo y enfermo. Cuando
acudía aspirar los vapores de las locomotoras con destino a Siberia sabía aquel
asiento del compartimiento que acariciaba como un parte del suelo patrio era la
tierra que le aguardaba para morir. Hacía veinticinco años que no había
escuchado cantar a los ruiseñores moscovitas. “Las flores de la patria-había
escrito en su cuaderno de campo- huelen de una forma diferente a la de otros
sitios”.
El
gobierno soviético no sólo le alojó en una casita de campo a las afueras sino
que también le asignó un médico y una enfermera de la cual se enamoró. Se
llamaba Elisabetha y con ella contrae matrimonio poco antes de su muerte el 25
de agosto de 1938. el cáncer de esófago y el Alzheimer hacen que, vuelto del
exilio, no escriba prácticamente nada, pero fue bien tratado, contra lo que
presumía, en la URSS y se le rindió un funeral de Estado. Su bella esposa,
Elisabetha, treinta años ,más joven que él no tuvo la misma suerte. Se
suicidaría a principios de 1943, el año del hambre, en pleno cerco de
Leningrado.
La Aldea un libro que leí en mi
adolescencia fue uno de los textos que más me marcaron. Aun recuerdo su pequeño
formato en octavo de pastas amarillas de la Colección Universal. Su divisa
dentro de un círculo era un talante y aquellos autores rusos que empezaba a leer
en las ediciones baratas o que prestaba de la biblioteca de Cuatro Caminos y en
cuyas páginas me extasiaba, desconectándome del mundo en el trayecto Gran
Vía-Estrecho eran verdaderos prometeos. Mi encuentro con la literatura rusa fue
una epifanía, trazó rumbos. Y ese Atlante de la Colección Universal es un
verdadero destino para ese inmenso país: ser el cristobalón que cargue con el
peso de este planeta. En ese sentido los poetas rusos, herederos de la Grecia
clásica bajo un prisma de tradición cristiana, se sienten formando parte de una
misión mesiánica. Kuprin (por eso lo pondero tanto) fue mi bautismo de fuego.
Siguió Gogol con su sentido del humor esperpéntico y funcionaral llamando Gosydar
( Excelencia) a algunos canallas pero con un excelente critico para describir
las costumbres delos hebreos y de los antisemitas y catoliquísimos polacos. Con
Gogol en “Tarás Bulba” con el que pasé unas hermosas navidades quise ser atamán
y volar al Caucaso a defender al zar enrolado en una “sentina” (escuadrón). El
cosaco que presenta es tan divertido que confiesa preferir su cachimba a la
mujer de uno. Porque de ésta se puede prescindir pero dejar de fumar para un
cosaco es algo imposible. Y esto no es el cuento de la buena pipa.
Chejov me
hizo amar con desesperanza a inalcanzables Dulcineas. Olga personifica el
platonismo químicamente puro que es una forma incorrecta de amar pero recuerdo
que la noche más trágica de mi existencia cuando estuve a punto de suicidarme
dejé olvidado “La historia de una anguila” en la mesa de aquel restaurante
ovetense una noche de San Mateo de 1974. Aquel relato sería una premonición de
los rumbos que adquiriría mi existencia después. Testimonio de muerte y
resurrección. Lloro por los ojos del alma de aquel “Uncle Vania” forrado
en piel que también perdí en la sala de espera de aquel paritorio de Londres
donde nacería mi hija en 1976. El tío Vania al llorar empaña el cristal de sus
lentes su llanto tiene que ver con las inconstancias del amor, la fugacidad de
la vida, lo poco importante que nos sucede, lo poco que somos. Nada se puede
hacer.
Y algunas
veces escucho atemorizado los demoledores golpes de que dan los leñadores que
han venido a talar nuestro jardín de los cerezos. Vienen a expulsarnos del Eden pero la vida es eso. Mientras a lo lejos
se perfila como la columna de fuego que fuió al pueblo de Israel a la tierra de
la promesa. Es el Monje Negro que cabalga de nuevo y se acerca atravesando el
campo de girasoles. Otro relato impresionante.
Los
personajes de Gorki, el dulce y amargo tísico
de los ojos color ajenjo, me invitan a subir al andamio donde pintan las
techumbres de las iglesias ortodoxas mientras que me aconsejan que no espere
demasiado de las mujeres y que me gane el pan con mis propias manos. Con ellos
me hice batelero y navegué con ellos aguas arriba aguas abajo del Volga.
Pushkin,
el Homero ruso, es la palabra hecha carne y esperanza. Dostoyevsky me ayudó a
hacer examen de conciencia. Y a bucear dentro de mí mismo. Sus libros son casi
epilépticos de tan vertiginosos en su acción interior desencadenada. Hay que
estar muy atentos para seguir el hilo sin perder el huelgo. Proyectan un mundo
de estados de ánimo cambiante ambulando entre ángeles y demonios. Van desde los
impulsos de Raskolnikov a asesinar a la viehj hasta los alegatos en defensa de
la existencia de Dios que pone el autor de los Hermanos Karamazov en boca del
P. Zossima. Desde las páginas de este gran libro misterioso el Cristo ortodoxo
extiende sus brazos amor y de perdón y nos alienta a no desfallecer puesto que
al final el bien superará a la maldad. Aunque antes tengamos que apurar el
cáliz. Somos pecadores y a veces nuestra vida nada tiene que ver con nuestra
obra. La gracia presupone a la naturaleza. Fedor Dostoyevsky, por ejemplo, como
individuo debía de ser un tipo poco recomendable: algo borrachón pues el
alcoholismo fue causante en él de la epilepsia, tahúr, algo maniático y
anarquista que quiso matar una vez a su patrona y que estuvo condenado a
muerte.
La gran
literatura rusa retumba en este eco mesiánico. Es el aliento soteriológico de
esos pueblos que se sienten como responsables de las desdichas de los demás.
Pero he acompañado a cazar en sus ambulaciones cinegéticas a Iván Turguenev.
Donde se nos muestra en todo su poder descriptivo la grandeza de la naturaleza
de la estepa “shirkaia priroda”.
Es un escritor elegante, enigmático, cerrado. Premier Amour fue un libro
que leí en Paris en el verano del 64. la cubierta traía a un garzón luciendo la
típica “rubascka” de los aldeanos eslavos cerrada por el cuello.
Turguenev, al contrario de Kuprin, se movía
muy bien en los salones de Paris y se pasó media vida deambulando por los
casinos y los balnearios.
Por último Andreiev es otro gran exponente del
alma o el talante del alma rusa. El “Sacha Yegulev” con sus “ogoñi) o
fuegos de verano, presentando un panorama de campos arrasados y presentador del
sufrimiento de los eslavos del sur, en esa novela parece anunciar la tragedia
de Yugoslavia en el año 95, es el más
misterioso y esotérico de los escritores de esta generación. Todos sus libros
tienen un sello a la vez realista y místico.
Luego podríamos trae a colación el general
Krasnov, el Tolstoi de la guerra civil, o Soloviev al que tengo por maestro.
Pasternak Sholojov, Navokov, el que más suena en occidente por suhistoria de
Lolita pero que a mí me parece el más mediocre del grupo. Y sin echar al olvido
el gran Ivan Bunin,el mejor para mi gusto de la literatura rusa a principios
del siglo XX. Gracia a él Rusia se ha convertido para mí al igual que para otros
muchos en una especie de patria espiritual. Gracias, Señor
lunes, 25
de agosto de 2008
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