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viernes, 19 de marzo de 2021

 

SOLILOQUIOS AGUSTINIANOS FRENTE A UN HIERÁTICO TETRAMORFOS

Dios, la existencia del mal, la intervención diabólica en el mundo, el poder de la gracia, lo engañosas que pueden resultar las formas terrenas para un ser creado para la eternidad son algunas de las ideas que repetidamente y con pulido decoro, a lo largo de párrafos impregnados de retórica, va dejando caer el divino Aurelio Agustín en el transcurso de su dilatada obra.

Con parsimonia platónica advierte que no existe el mal (todo un golpe de claxon al mundo actual) sino que consiste en la privación del bien y de la libertad.

Para el obispo de Hipona éste se cuenta íntimamente relacionado con el Verbum Bonum como entidad creadora. Quiere decir lo mismo que Dios, un concepto que entrevera el autor con las equipolencias trinitarias.

Y a ese Dios, por lo mismo, trata de definir a base de una concatenación de cualidades negativas: insondable, indeterminable, no circunscrito, intemporal, inefable, imperceptible, inmutable.

Luego lo trasvasa a la categoría de potencia creadora puesto que la divinidad inmanente y trascendente es toda vez trascendente, pasible, activa, contemplando al hombre como criatura asomada, supeditada y revertida hacia ese Verbum del que depende y que se nos ha manifestado por su epifanía en la persona de Cristo.

Aquí puede haber truco pero todas las religiones e incluso la de Agustín que es la más perfecta se reservan el derecho de sus propias añagazas a la hora de dar explicaciones a lo inexplicable. Es el derecho a la duda y al beneficio de la trampa.

Sin embargo, el lenguaje de Agustín tiene un aroma de eternidad tanto cuando se refiere a ese dios centro de la creación como un figulus (alfarero) como cuando se compadece de aquellos que desconocen a Cristo, no lo buscan, no le aman y viven en el infierno de su lejanía, desterrados del amor. Viven alejados del sumo bien y enajenados con la libertad llevando una existencia anodina e insípida que los convierte en seres devorados por sus propias pasiones. Aquí Agustín puede que esté haciendo sonar los timbres de cara al hombre moderno al que reprocha su voracidad (edacitas) y el vivir empecatados, que no es vivir, de nuestra sociedad.

Pero en tiempos del santo obispo, sepamoslo para nuestro desconsuelo, era también lo mismo que en la rabiosa actualidad. El hombre no tiene solución. Es como Israel.

Llevamos una existencia anodina e insípida que nos convierte en alimañas devoradas por sus propios semejantes. Somos siervos de las pasiones y alentamos en la cueva de los propios vicios.

Echa el escritor una mirada a cuanto le rodea y no puede por menos de sentir angustia. Las cosas transitorias del presente han de ser toleradas, nunca buscadas, porque esta vida no es sino un destierro, el que brinda la concupiscencia y las cosas del cuerpo.

De ahí brota el drama trágico del ánima agustiniana que con tanto entusiasmo de verdadero neoplatónico observa y canta la obra de la creación y hasta llegó a amarla cuando se enamora de aquella esclava númida que le dio a su hijo Adeodato, aunque nunca pudo desvestirse jamás del lenguaje retórico y de los resabios maniqueos de su juventud.

El mundo no es mas que un reflejo imperfecto del Súmmum Bonum, exclama cuando desengañado de las cosas humanas y de los estragos que debió de causar en él su pasión amorosa opta por la conversión. El amor humano nunca será capaz de saciarnos - es su conclusión- porque cuanto más lo gozas más estraga.

Se echa de ver como el platonismo de los griegos en el obispo de Hipona se une en comunión a la religión de los nazarenos. Este neoplatonismo es toda su fuerza y su savia teológico-filosófica. Una añoranza del edén perdido, una nostalgia del dulce jardín del que fuimos expulsados junto con deseo de contemplar a Dios de frente y sin los óbices de los espejos, enigmas y miramientos constituye el meollo y la enjundia de toda la obra literaria de este romano de provincias.

Es el primero en cantar la melancólica belleza, que siente el eco que le convoca a la eternidad y lo transfigura a causa de un deseo inalcanzable hasta que la muerte rompa ese espejo que nos garantiza visión tan imperfecta del sumo bien y se desaten los nudos de los sentidos que coartan el ángulo de mira. En su pluma resuenan los melifluos coros y los “versos entonados durante la felicidad perpetua que vendrá”. Es así que una de los pilares de la iglesia occidente se nos vuelve completamente oriental. Era de rito ambrosiano y el rito del santo obispo de Milán miraba hacia Bizancio como la puerta de la nueva Roma y la Jerusalén celeste. Hay en toda la obra agustiniana como en la de san Isidoro un gran sentido litúrgico.

El mundo moderno no aspira a esa luz que vendrá sino a la que ahora y en este lugar baña sus pupilas. El mundo actual no cree en las lagrimas. Es fanático de su propia tecnología pero no entiende la estructuración jerárquica con que contempla el autor de la Ciudad de Dios el mundo de los poderes sensibles subordinado a lo preternatural.

Por eso no se extasía con los angeles agustinianos que luego plasmaría Frá Angelico pulsando el arpa de la salmodia incesante. El rasero de medir en ese libro es el illic et tunc (allá y entonces) de los neoplatónicos pero hoy estamos calados hasta los huesos del dios semita que atronó en el Sinaí y para quien los planteamientos no son iguales ni predican la trascendencia sino el hic et nunc de los huesos y de la carne viva. El cristianismo, salvo en las excepciones del jesuitismo y del Opus Dei, que preconizan una justificación por las obras y avenencia con el mundo, no ha conseguido romper con ese estigma, esa tremenda dualidad. Las dos corrientes mentadas se sitúan en una dinámica protestante de moral utilitaria. Pero esto no es católico. Lo verdaderamente católico es la tesis formulada por san Agustín.

Moisés y Mahoma desoyendo la voz del Querubín cifran su esfuerzo en amarrar una existencia y un buen pasar acá abajo. Pero el evangelio grita: “ el que busca su vida la perderá”. Ni judíos ni moros ni protestantes podrán nunca comprender la utopía agustiniana a la escucha de los coros del más allá. Como tampoco su irredento idealismo aunque todos ellos hayan de su lado caído en sus propias utopías e irredenciones.

El alma agustina no teme a la muerte por beber en el torrente de la eternidad. Sus personajes forman parte de una feliz sociedad de ciudadanos supernos los cuales tras las tristes labores de peregrinación en esta vida en el más allá tendrán asegurada su recompensa pudiendo gozar de la hermosura del verbo. No es el ubi el adverbio de lugar sino el ibi. En esta alternancia de demostrativos está expresada toda una forma esencial de vivir y de pensar. Es hasta allá, ese lugar que nos tiene preparado hacia donde los ciudadanos de la Jerusalén Celeste encaminan sus pasos y dirigen sus miradas. Es allá donde entonarán las loas eternas.

Y ¡qué loas, qué cánticos! ¡Qué instrumentos músicos, qué arpas, qué himnodias - concluye se escucharán en aquel lugar sin interrupción!

Esta idea de la majestad solemne del hieratismo del Tetramorfos sólo podrán entenderla quienes alguna vez hayan asistido a unos oficios solemnes en una catedral ortodoxa. Los coros suenan en Kiev, en Moscú, en Atenas. Para Agustín el cristianismo es una perpetua melodía y el hombre ha nacido para entonar alabanzas a la divinidad en el paraíso. Aquí volvemos a topar con la vieja noción de Fides ex auditu. La religión predicada por el Nazareno pide tener buen oído. No entra por los ojos como acontece en sus dos hermanas gemelas. En ese amor a la himnodia que tantas veces salta a los renglones de la obra del Genio de Tagaste se nos revela un apasionado de la armonía.

El protestantismo y la contrarreforma se encargaron de acabar con ella y nada se diga de la revolución francesa pero es con todo una de las grandes estrofas del pentagrama de la partitura del cristianismo. Dios es la belleza, no se cansa de repetir san Agustín en sus entregas.

Es un poco la máxima juanramoniana de no la toquéis más que así es la rosa. No tiene vuelta de hoja. Cuanto más lo expliquemos menos comprenderemos. El dulce obispo nos recuerda que a Xto sólo se le puede conocer por medio del corazón. Ciertamente que su obra vive una contradicción perenne entre el ubi y el ibi, el hic y el illic, una contradicción que sólo se puede superar mediante la tristeza y el vacío que dejan las cosas de este mundo.

Esto es al menos lo que postula el divino quirógrafo a lo largo de muchos volúmenes de letra apretada. No hace en ellos otra cosa que machacar sobre un par de ideas. Quienes se sumerjan en la lectura de los Soliloquia, del Manual de la Contemplación y sobre todo en la Ciudad de Dios tendrán la sensación de estar leyendo siempre un mismo y único libro, como si fuera una película de José Luis Garci.

El problema en el que cae este torrente de imágenes que conforman el estro y el hipérbaton del hijo de Mónica es la iteración y el peligro de círculo vicioso que tiene todo lenguaje cuando se propone trasladar a los sentidos las ideas que palpitan en los arcanos de lo ultra sensorial.

A veces Agustín da la sensación de perderse en el abismo para encontrarse y emerger de nuevo en el alma que renuncia a los afectos. Por eso resulta nada fácil, aunque grata, premiosa, aunque sublime su obra. La lectura de los textos conviene sacarla adelante sin prisa. Algo punto menos que imposible en estos tiempos. Sobre todo cuando la propuesta que contiene se refiere sólo al oído de la fe inmarcesible no a cosas de ámbito concreto y marcadas por las competencias de una realidad demoledora.

Recomienda con frecuencia vacar de Dios, esto es, sumergirse en el abismo infinito, liarse la manta a la cabeza. Perderse. La lectura en estos días serenos y tristes de octubre de los Soliloquia me ha retrotraído a mí, hombre que vivo en los albores del siglo XXI que leo noticias y escucho informativos como el asalto con toma de rehenes de un teatro de Moscú, no puede por menos de llenarme de melancolía. Las cosas han variado poco desde los cuatrocientos en que redacta este autor, con una diferencia que el diablo parece que tiene más fuerza y que los cristianos, que ya en tiempos de Agustín sintieron estremecerse los muros de Roma, hoy se mueven en precario. Los verdaderos cristianos, digo.

Y he llegado a la conclusión de que, de vivir hoy en día, no dejaría de estar considerado el santo de Tagaste como un pobre hombre. Un perdedor, condenado a la anonimia de escritor fracasado y sujeto a los delirios de su página en blanco. ¡Ay esas páginas en blanco de nuestros fantasmas ensabanados!

Zarandeado por el ubi y el hic et nunc de la actualidad todopoderosa viviría volcado hacia el territorio del ibi del más allá. Se le dejaría vivir angustiado por sus propios denuestos a solas con su Dios, un Dios que no suele bajar de su pedestal a los que con tanto denuedo lo invocan. Ubi est deus tuus?

Él fue el que inaugura el inmenso monologo y le busca el pulso a todos los místicos que han seguido sus pasos. A sabiendas de no andar en un diálogo sin respuesta, dicen los que no tienen fe. Ubi est deus tuus?¿Dónde está tu dios?

Agustín es el primero en llamar al Zeus cristiano por su propio nombre y en dirigirse a él a lo largo de miles de páginas de derretidas dulcedumbres en las que el alma siente el aguijón de este destierro y suspira por la Jerusalén celeste.

Fue el gran maestro de los convertidos que en este mundo han sido pero también un consumado malabarista en las artes del disimulo. Nos maravilla y nos encandila hasta cuando hincha el perro a lo largo de sus tratados de largo recorrido y de sus capítulos espirituales, los cuales, pese a todo, siguen sentando plaza de añoranza por ese Dios ausente en nuestra época. Quedaban casi quince siglos para que, cual energúmeno, se alzase Nietzsche contra el teósofo norteafricano pero para sus lectores, entre los cuales me cuento, y que después de cerrar sus Soliloquia nos enfrascamos en este caos audiovisual del siglo de Nietzsche, el Dios de Agustín no ha muerto. Vivirá eternamente aunque sea falso.

28 de octubre de 2002

 

 

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