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miércoles, 24 de julio de 2019



CUDILLERO EMPARENTADO CON EUZKADI A TRAVÉS DE LA COSTERA DEL BONITO (estudio de la novela José de Palacio Valdés)

Escritor muy avezado en su potencia narrativa Armando Palacio Valdés se despliega no sólo en el aspecto corografico (paisaje) sino en el psicológico (el paisanaje). La cara es el espejo del alma y el clima y la geografía condicionan actitud y tradición.
A través de su aspecto exterior atisba lo interior como es el caso del maestro don Claudio que alterna sus tareas de maestro de primeras letras con las de humilde dependiente de una aparcería (esas tiendas de Cudillero donde se vendía de todo desde un mandil hasta una fesoria). Don Claudio en la tienda era un santo varón, apacible, pero en la escuela repartía a sus alumnos estopa cantidad pues era partidario del axioma latino de que la letra con sangre entra.
Su carácter apocadillo chocaba con el de su mujer la “señá” Isabel, mujer de gobierno y con mando en plaza. En el colmado había rebotica y tertulia por las tardes. Uno de los asiduos, el juez de Rodillero, un capitán de infantería retirado “taciturno, caviloso, muy susceptible y con un solo defecto; era testarudo”.
Otro contertuliano era el hidalgo de la casona solariega de la ribera don Fernando de Meirás. La casa y su propietario estaban en la ruina. Mandaba en su pobreza el anciano caballero. Pasaba frío y hambre. Nobleza obliga hasta el final. Aunque pobres y arruinados los Meirás siempre serán los dueños de la parva casi con más poder que el obispo e incluso que el Regente, pero temerosos de la Inquisición. Ya lo dice el adagio asturiano sobre las antañonas familias hidalgas de la Montaña: "Aunque de que Dios fuese Dios y el sol diera en estos ñascos los Quirós eran Quirós y los carrasco carrascos".
Los inviernos en la costa asturiana son suaves pero húmedos. En un capítulo de la novela hay un pasaje estremecedor: don Fernando descuelga el blasón familiar de la antojana de su derruido palacio, embarca en su lancha y a una milla mar adentro arroja el escudo a la mar con una frase propia de un grande de España: “Lo hemos perdido todo menos el honor y esta piedra fue la divisa de la alcurnia de nuestra casa”. José ama a Elisa la hija de la tendera. Conciertan los esponsales pero la boda no podrá efectuarse hasta que acabe la costera del bonito.
Los barcos faenaban de junio a septiembre. En busca de los excelentes caladeros de la zona solían venir pescaderos vascongados que se entendían con los naturales sin ningún desabrimiento. Es más: muchos de ellos solían casarse con las mozas del concejo. Apellidos como Iturripe, Arriola, Garay, Aranguren son muy frecuentes en esta parte del centro astur.
 “Los vizcaínos —observa el escritor— son más sobrios que los asturianos; rara vez se embriagan, por lo cual los locales les embroman y se ríen de su moderación”. Y vasco era el padre de José al que nunca llegó a conocer.
Su madre, Teresa, lo tuvo poco después de quedar viuda de Ramón de la Puente y no lo crió.
El futuro pescador fue amamantado por un ama seca de Brañilín. Fue un niño maltratado, tuvo una penosa infancia.
Los que hemos padecido las angustias de una madre tiránica sabemos lo mucho que se sufre y las secuelas que quedan en el alma de ese desamor. José contra viento y marea aguantó los vejámenes de la madre seducida y abandonada que quería vengarse en él del despecho sufrido en la relación amorosa con el forastero.
Se amoldó el mozo a las circunstancias y pronto sería un lobo de mar dispuesto a pechar con las galernas de la vida.
A los doce años se embarcó de grumete. Anduvo algún tiempo a la altura  pero añorando la mar de su pueblo y los riscos de Santa Ana,— el asomadero o atalaya montesina para ver venir la flota, balcón de muchas galernas Santa Anina de Montarés enjugó muchas lagrimas allí subían descalzos muchos marinos que salvaron de naufragio el 26 de julio el día de su fiesta— regresó al cabotaje y en obra de dos años tuvo barco propio.
En un pueblo marinero poseer una lancha era un signo de prestigio social. El protagonista José representa a la virtud que se enfrenta a los contratiempos del destino, al desamor de su madre y a la incomprensión de sus dos hermanastras, o aL oráculo maligno de una bruja, la sacristana madre de Rufo el tonto del pueblo .
Pero tiene a Elisa y esa moza lo era todo para él en la vida. Elisa y su barca. Don Armando habla del calor asfixiante en el bocho de Rodillero en julio y agosto. No sopla la brisa en el barranco y el aire puede cortarse con una navaja.
Elisa trepa al monte de Santa Ana (la ermita de san Esteban tan blanca y bien dibujada desde donde se ve la llegada de los mareantes boniteros. En uno de ellos iba su prometido.
A todo esto el mal se hace presente en otro personaje bien descrito Rufo el hijo del sacristán. Le habían dicho que preguntase al Cristo de la Bajada — su capilla un cristo románico con faldellín y gesto exangüe sigue siendo venerado a día de hoy desde el siglo XIII— si Elisa quería casarse con él y el pobre Rufo se pasaba horas enteras de rodillas con los brazos en cruz delante de la imagen esperando una respuesta.
La madre de la protagonista, muñidora de maldades, traza una estratagema diabólica contra José. Pueblo chico infierno grande. Desaparece la paz idílica con su bonanza, el cielo, se encapota y asoman sobre el horizonte los negros nubarrones de pasiones y malquerencia.
A mediados de septiembre cuando sacan a la Virgen de los Dolores en procesión un temporal partió algunas lanchas amarradas a puerto, entre ellas la de José, y se culpó a los vizcaínos, que por no pagar pensión dormían en el barco, de aquel estropicio. Irrumpen con ello las fuerzas oscuras.
La buena armonía trocase en desavenencia. Es el “pathos”, el nudo gordiano de toda buena novela.
El protagonista se enfrenta al odio de su madre y de sus dos hermanastras que no quieren que se case con Elisa. La “vaga de mar” (mal tiempo) irrumpe con las mareas de San Agustín. Sopla el nordeste que en Asturias es tan pernicioso como el terral en otras regiones.
La "señá" Isabel en comandita con el sacristán habían sido los causantes del desamarre de la lancha de José pero se culpa a los vascos.
Sin su pequeña embarcación José no podrá salir a pescar ni casarse con su amada a falta de un medio de vida. Un día marcha a Gijón (Sarrió) a comprar raba (carnaza de cebo) y sobreviene un temporal.
La barca de Tomás zozobra, pero las otras lanchas orzan a bolina, navegando a trinquete de proa para evitar que el viento las desarbolara, consiguen salvarse. Todo el pueblo observa la maniobra desde lo alto del monte de Santana.
Las naves se refugiaron en la Concha de Peñascosa (Artedo) consiguiendo enfilar puerto por la bocana de San Pedro.
El “plot” argumental entra en los derroteros melodramáticos de un drama rural muy popular a principios del pasado. Siglo del folletín por entregas sin caer en el tremendismo o la cursilería.
En Palacio Valdés los especialistas del arte literario encuentran reminiscencias homéricas.
Juan de Cabaña Quinta el de la “Aldea Perdida” nos recuerda a Aquiles, hay en Elisa o en “Maximina” rasgos de Elena de Troya y “José” nos hace pensar en Héctor enfrentándose a las borrascas del destino.
También goza de su parte costumbrista el libro cuando dice que en Cudillero las pendencias entre mujeres, dado el carácter vivo de estas hembras, eran frecuentísimas. Pongámoslo cual digan dueñas. Se enzarzan —yo lo he vivido— de balcón a balcón en peleas verbales poniéndose a caldo unas a otras. En estas riñas de comadres nunca estuvo ausente el sentido del humor. El rifirrafe, como lo describe el autor con toda su sorna, logra perfiles épicos.

continuará




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