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viernes, 7 de junio de 2019

Mi destino escrito sobre los tablones de formica de Winston Place que dividían los compartimentos. La foto de mi niña colgaba de la alcayata junto a la estampa de san Antonio. Yo era un incidido y no lo sabía; estaba clavado en la cruz del madero de la redención al que el huésped maldecía. Un viernes santo hubo una tenida en el piso de arriba. Vino gente de la cuadrilla del casero algunos gastaban coleta o tirabuzones y se cubrían sus figuras esperpénticas con kaftanes rusos que les daba un aspecto ridículo. Yo sentí gruñir después gemir al gorrino. Los alaridos alarmaron a la barriada. Las gentes salían a las ventanas e inquirían a los vecinos qué pasa, nada que están sacrificando a un marrano de veinte arrobas. Uno de los congregantes le metió al chancho un ejemplar del Times, luego clavaron al gorrino sobre dos grandes vigas de roble entrelazadas en aspa como a san Andrés. Los de la tenida unos se desternillaban de risa e increpaban o blasfemaban al nazareno pronunciando las palabras bíblicas de rigor si eres el hijo de dios baja de esa cruz y otros escupían para el mesías que estaña desnudo cuerpo de hombre y cabeza de gorrino. Tales carcajadas sacrílegas son como un berbiquí en mi memoria que causa un terebrante dolor. No podía creer que quedase en el mundo tanto odio histórico pero se repetía en aquel sotabanco del Barrio del Arco de Mármol lo acontecido en el Gólgota mientras Londres volvía a revivir una nueva noche de san Bartolo en miniatura. Al casero que era el que llevaba la voz cantante en aquel rito el efod o paño de oración sobre los hombros le venía un poco grande. Debajo de la estola y meneando su cuerpo hacia adelante y hacia atrás agarraba un garrote con la punta ovalada que era en realidad un misil balístico intercontinental para lanzarlo contra los enemigos del pueblo elegido arrasando de paso las naciones. Sólo sobreviviría él. Ante tan macabra escena comprendí que aquellos fulanos adoraban a un dios destructivo que no era sino el diablo, el separador, hacedor de males, causante de todas las reyertas guerras y enfrentamientos que en la historia han sido. No se trataba desde luego del dios de amor y del perdón. Mi casero salmodiaba ínterin soldando palabras incomprensibles con su gran bocaza con acento alemán siempre que hablaba. Era tan grande su cavidad bucal que se podía jugar a la rana con él. Tirando y sin perder baza. Todo el jardín se llenó de la sangre derramada en la toza por el cerdo sacrificial. A una orden del jefe bajaron las esclavas iraníes y las huríes tunecinas que ocultaba elk jefe para su uso personal en la tercera planta de aquella vivienda londinense de estilo georgiano que hacía las veces de serrallo. Ellas limpiaron la sangre derramada y el césped volvió a quedar impoluto. A una de las mozas la más jarifa como mostrase displicencia a causa del arco la hizo limpiar el suelo con la lengua. Hicieron una pira y quemaron al cerdo sacrificial para que no resucitase para que no quedase de ´çel ni rastro. Marble Arch durante unas horas volvió a ser escenario del crimen ritual la ordalía el juicio de dios celebrado en la Ciudad de la Guerra y la Paz hacía dos mil años. Aquel año de 1973 regresaba el cometa Halley hubo un eclipse de sol y a la una de la tarde las tinieblas bañaron la torre del parlamento de Westminter. Dejé a Remigio que contara lo vio aquella tarde de Viernes Santo y escribió una crónica al desgaire muy garbosa y detallada narrando lo sucedido pero por el télex recibió una nota de su redactor jefe en estos términos: “Oye, Remigio, que hoy no es día de Inocentes. Menos lucubraciones literarias y más al grano”. Fue esta uno de las visiones más impresionantes que tuve la suerte de contemplar desde mi escodadero. En Londres llevé vida de topo, en algín lugar tenía que lamerme las heridas y encontrar un árbol donde restregar mis tochos. Cada otoño había que mudar la cuerna. Dije adiós a mr. Weil el casero alemán superviviente de Auschwitz y me bajé a vivir cerca del Tñamesis en Roland Gardens barrio de Sout Kensington

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